Noticias relacionadas
Juan Perán, de 74 años, calza hoy unos zapatos marrones ribeteados de la marca Pikolinos. La suya. Empezó a trabajar en la industria zapatera de Elche cuando era un niño de 12 años y hoy, seis décadas después, su empresa fabrica dos millones de pares al año que exporta a más de 60 países, de China a Estados Unidos y de Rusia a Ucrania. Sus huellas pisan la geopolítica del mundo.
Pregunta.− ¿Qué número de pie gasta, Juan?
Respuesta.− Gasto un 41. Es un número muy alto de pie para la altura que tengo.
P.− ¿Cuánto mide?
R.− Llegué a medir 1,55, y ahora mido 1,47 o 1,48. ¡Soy más pequeño que un gua!
EL ESPAÑOL | Porfolio ha pasado un día en exclusiva con el fundador y hoy presidente honorario de una de las principales firmas de calzado de España y del mundo, cuyos zapatos de mujer, hombre y niño seguro que figuran en las casas y los pies de muchos de los que lean estas líneas. Aquí les contamos quién es este hombre de baja estatura (en relación a la media de la población) y proporciones legendarias de gigante, a quien fuera de Alicante aún pocos conocen. El dato de su cuerpo es crucial en esta historia, puesto que él mismo cuenta que determinó su biografía y el éxito de su marca. El nombre Pikolinos nació en los años 80 en Milán por la mediación casual de una prostituta callejera.
Así lo recuerda, sonriente, el gran Perán: "Estábamos siete u ocho compañeros del sector en la feria del calzado en Milán. Habíamos terminado, eran las seis de la tarde, pero demasiado pronto para ir a cenar. El más sinvergüencilla propuso, 'vamos a ir a la calle donde hay unas fulanicas'. Eso nunca me ha ido. Íbamos como unos gilipollas. Preguntaron cuánto costaba. Una dijo una cifra. ¿Por todo el grupo? ¡No, sólo por el piccolino!, dijo ella señalándome a mí, que iba el último detrás. A mis compañeros les hizo gracia y empezaron a llamarme 'piccolino'. Aquello me sentó mal. Pero me gustó cómo sonaba".
Poco después, rumiando la eufonía del apelativo que había nacido al paso por una calle del mercado del sexo en Milán, la capital europea de la moda, Perán creó la famosa marca de su imperio, Pikolinos. Recuerda que al principio tuvo que negociar y llegar a un acuerdo con la empresa de colchones Pikolín, que se oponía a que registrara el nombre por su semejanza. En cuanto la ley cambió y se permitió usar una marca similar a otra existente si su actividad se desarrolla en otro sector, él se apresuró a registrarla el día siguiente.
P.− ¿Y el pato del logotipo?
R.− Puse el pato porque corre, nada y vuela. Como yo.
El día ha empezado temprano en el aeropuerto de Alicante, donde el jefe de márketing del Grupo Pikolinos, Marcos Vega, recoge al periodista por encargo del fundador, que está terminando de hacer gimnasia en su casa de Elche. Hemos quedado con Juan Perán para desayunar (aquí lo llaman "almorzar") en la pedanía ilicitana de Torrellano, en el hostal-restaurante La Posada de su amigo el empresario y poeta popular Vicente Ros, un antiguo vendedor ambulante a quien le une su común origen humilde.
Perán, "un hombre sin apenas estudios y que no habla idiomas, ha sido un visionario", dice su jefe de márketing
En el camino, Vega, antiguo periodista del canal de televisión CNN+, dice que Perán, "un hombre sin apenas estudios y que no habla idiomas, ha sido un visionario" en la importante industria del calzado español centralizada en Elche. Visionario no sólo por haberse ido a solas a abrir mercados fuera cuando aún no se estilaba el concepto de internacionalización, sino "por algo que falta en el mundo de la empresa: él ha sabido reconocer sus limitaciones, que no se puede saber de todo, y por eso ha buscado siempre a los mejores para crear equipo".
Ese equipo humano del que él ha sido el modesto capitán lo trata con una llaneza absoluta. Veremos luego en su moderna fábrica en el Parque Empresarial de Elche que hay trabajadores veteranos que le devuelven el saludo con bromas sobre su estatura: "¿A dónde vas, grandullón?". Y, al contrario que Will Smith en los Oscar por la chanza sobre la alopecia de su mujer, Juan Perán no responde con un guantazo real o metafórico, sino que lo encaja con naturalidad y contento, como un síntoma de que todo va bien. Porque es implícito pero evidente que todos esos comentarios jocosos significan lo contrario: que lo respetan, quieren y admiran por su enorme talla humana. Él es un auténtico buen patrón, sin la ironía del título de la película que interpreta Javier Bardem.
Niño pastor
Su vida, paradójicamente, ha sido una superación, un crecimiento continuos. Juan Perán Ramos vino al mundo el 13 de diciembre de 1947 en Torrealvilla, una aldea del municipio murciano de Lorca, como hijo mediano de Isidro y Ana, entre sus hermanos Antonio y Juana María. Su padre era un podador de árboles que emigró a Francia para la vendimia y se quedó allí a solas durante veinte años trabajando como albañil y viniendo a ver a su mujer y a sus hijos en el mes de vacaciones en verano. Su madre, una mujer analfabeta pero sabia, ganaba un dinero extra en casa envolviendo y embolsando caramelos Damer, además de repartir la tarea entre sus vecinas. De ellos, dice el hijo, aprendió la cultura del trabajo.
Su aprendizaje laboral comenzó muy pronto y fue un desgarro que lo curtió para toda la vida. Con 8 años su padre lo envió a vivir y a trabajar de pastor en la casa de un primo en Los Pintores. El paraje estaba a unos kilómetros en el mismo municipio, pero como en otro mundo, junto a la sierra. De aquella mínima población de apenas "dos casas", mucho más pequeña que su aldea, ya no queda ni rastro, como comprobó cuando visitó el sitio hace unos años y vio que habían destruido los edificios y arrojado los escombros a una balsa. En ese paisaje de tierra dura, en ese mundo desaparecido, creció a la fuerza antes de tiempo.
"Cuando me enviaba ropa, yo la olía porque olía a mi madre, y lloraba y lloraba. Fue un destete durísimo"
"Los dos primeros meses me los pasé llorando todos los días acordándome de mi madre. Cuando me enviaba ropa, yo la olía porque olía a mi madre, y lloraba y lloraba. Me destetaron de mi madre, fue durísimo. Lo pasé muy mal al principio. Luego fui acostumbrándome y fui feliz, porque la familia de la casa era maravillosa y me trataba de cine. El abuelo, con el que yo dormía en la habitación, me decía: Juanico, no llores, que me pones triste". Aquel niño es hoy abuelo de cuatro nietas, y recuerda su infancia con las lágrimas saltadas.
"Estuve un año allí, entre los 8 y los 9. El primo de mi padre tenía ciento y pico borregas, con corderos, y yo pasaba la mañana cuidando a los corderos hasta que el pastor traía por la tarde a sus madres y les daba de mamar. Cuando se fue el pastor, yo lo sustituí y llevaba el rebaño a la sierra. Pasaba un miedo que no te puedes imaginar, porque allí había muchas minas, muchos pozos, y el pastor me había dicho que durante la guerra habían tirado allí a muchos curas, y yo creía que los curas iban a salir por allí", relata.
Regresó al fin con su madre y, tras la interrupción, reanudó los estudios de primaria en el colegio de su pueblo hasta que, con unos 10 años, lo escogieron con dos compañeros aventajados para ir a la capital del municipio, a Lorca, a hacer formación profesional de mecánica en las Escuelas Elementales. Otra vez se iba fuera del hogar. Dormía con su primo en la habitación de un vendedor ambulante de telas y vinos, amigo de su familia. "Suspendimos todas las asignaturas y nos fuimos a nuestra casa", recuerda sobre aquel fracaso y el fin de sus estudios.
Al poco, mientras su padre estaba ya en Francia de emigrante, Juan, siguiendo la misma ruta del campo a la ciudad que emprendieron millones de españoles en esos años 50 y 60, se desarraigó y emigró con su madre de Torrealvilla a la industriosa Elche, en la vecina provincia de Alicante, donde ya vivía una tía materna. Esa mudanza de 130 kilómetros le cambió la vida. En Elche "había trabajo a punta pala". Oportunidades.
Obrero a los 12
Tenía 12 años cuando entró a trabajar en su primera fábrica de zapatos, barriendo y haciendo recados junto a otros niños que tenían su edad o menos, incluso 10. Dormía en un colchón en la cocina de la casa de su tía, y luego su padre, en uno de sus viajes anuales de verano, compró un piso para su familia. En esa época de obrero infantil y luego adolescente fue escalando puestos, buscando siempre un lugar mejor, más justo. Su estreno parece una escena de Oliver Twist, pero en el siglo XX.
"En mi primer trabajo me pagaban diez pesetas diarias. Cogía el dinero y se lo daba a mi tía. Los dueños eran tres hermanos, tres usureros que explotaban a la gente. Éramos chiquillos todos que íbamos repartiendo cuñas de corcho y madera para los zapatos. Empezábamos a trabajar a las tres. Nos llevábamos la comida y comíamos en la fábrica. Cuando terminábamos, antes de trabajar, nos poníamos a jugar, como chiquillos que éramos, y nos tirábamos retales de corcho. Llegó el jefe a las tres menos diez en plena campaña de juegos. Què feu?, qué hacéis, nos dijo en valenciano. Nos quitaron a todos un duro, la mitad de las diez pesetas del sueldo" (como referencia, apuntemos que en 1958 un kilo de pan costaba 7,50 pesetas).
Castigaron a los niños trabajadores por jugar: "Nos quitaron un duro, la mitad de las diez pesetas del sueldo"
Ante la injusticia, decidió irse a otra fábrica. "En vez de diez pesetas, me pagaban 48". Aquí, explica, trabajó contento hasta que meses después comprobó que le descontaron de más por el festivo de la Inmaculada. Sin perder un minuto, se fue a la fábrica de la acera de enfrente, y preguntó: "Oiga, ¿hace falta algún chiquillo?". Sí, faltaba uno: entró, y con el doble de sueldo. "Ganaba como los hombres, yo estaba allí feliz. Hacía horas extras, trabajaba hasta las doce de la noche, me levantaba a las seis, tenía ilusión, ganas de trabajar. Era increíble. El encargado general no tenía hijos y me quería como a un hijo, me daba dinero cada semana para ir al cine. Esa fábrica es hoy el solar de un aparcamiento de coches. Fue el sitio donde más años he estado".
Pero no se conformaba. "Yo siempre he ido para alante como una flecha", dice con alegría sobre sus inicios. Por las noches, iba a otra fábrica zapatera para que un maestro le enseñara el oficio, mejor pagado, de cortador de piel. Se colocó entonces como cortador en la fábrica de Manuel Martínez Barberá.
Mientras ascendía en la industria, en su adolescencia le atormentó durante unos años su estatura. "Con 14 años, me di cuenta de que no crecía más. En esos años, hasta los 19, lo pasé mal. Pero luego lo acepté, 'es lo que hay', y a luchar".
La independencia
Superado ese complejo, cortejó, perseverante, a una obrera del sector, Rosario Bazán Contreras, que trabajaba de afanadora, cosiendo zapatos. Se casaron y, mientras ella estaba embarazada de su primera hija, Rosana, Juan dio el salto decisivo: pasó de ser empleado a fundar su propia empresa. El obrero se hacía independiente.
Pasó un tiempo estudiando la posibilidad de criar chinchillas para fabricar abrigos con su piel, pero se lo pensó mejor y se dedicó a lo que ya sabía, hacer y vender zapatos. Aprovechando el dinero por el despido de la empresa Paredes, estableció con su mujer y un socio un taller en un pequeño local. Era el año 1974 y aún no había cumplido 27. Dice que lo animaron mucho las palabras de un vecino suyo originario de El Barco de Ávila que, siendo chaval, le dijo que "es mejor ganar 300 pesetas para uno mismo que 500 para otro". En poco tiempo, el antiguo aprendiz ya tenía una plantilla de más de diez personas. "Cuando empecé a fabricar era un bólido".
Para emprender, hacen falta cuatro cosas, dice: "Una idea, fe en esa idea, y acción con mucha pasión"
Pregunta.− ¿Qué le aconseja a otras personas que quieren emprender?
Respuesta.− Lo primero que hay que tener es fe en uno mismo. Hay que creer en el proyecto y en lo que uno hace. Pero eso hay que llevarlo dentro. Una cosa es decir algo en un calentón, y otra cosa, hacerlo. Hacen falta una idea, fe en esa idea, y acción con mucha pasión. Estas cuatro cosas. Esto lo aprendí yo del señor Mariano Garrido, mi vecino.
Su pequeña fábrica creció. Viajó por Europa para buscar clientes, contrató en cada país a representantes que se hicieron sus amigos. Las ventas se dispararon gracias al modelo Romana, aún en su catálogo, un zapato de mujer cuyo diseño de inspiración italiana se lo había proporcionado un amigo empresario, José Girona, que iba a cerrar su fábrica en Elche.
En 1984 creó la marca Pikolinos, base del grupo empresarial que hoy, precisa, es el tercero de España, potencia mundial en el sector. Otras empresas cerraban y la suya, en cambio, sobrevivía y se expandía gracias a la innovación y a sus viajes, sobre todo en los años 90. Hasta Bangladesh se fue en busca de la materia prima de su negocio, la piel fina de vaca con la que fabrica sus modelos. A China voló para contratar a los fabricantes locales que realizan gran parte de su producción a partir de los diseños, las pieles y las instrucciones que les mandan desde la central de Elche.
"Fui descubriendo América, simbólicamente, en cada sitio. He viajado por todo el mundo, menos a Australia". Ahora, la guerra por la invasión rusa de Ucrania amenaza las ventas internacionales. A propósito, ¿vende en el mercado ruso? "Sí, en Rusia es donde más dinero he ganado", responde con satisfacción retrospectiva. Pero esa vez no fue a iniciativa suya por un viaje, sino por un golpe de suerte.
Su golpe de suerte fue con un grupo de militares rusos. "Les vendimos 15.000 pares de zapatos al contado"
"Era 1991. Pasó por Elche un grupo de ocho o diez militares rusos de una empresa estatal. Preguntaron en el bar cerca de mi empresa que si conocían una fábrica, y les dieron mi dirección. Venían con un montón de billetes. Empezamos a media tarde y acabamos a las dos o tres de la mañana. Les vendimos 15.000 pares de zapatos que pagaron al contado. Y encima el vendedor nuevo que tenía yo, que hablaba inglés, se equivocó en el precio y les cobró el doble, en vez de 1.200 pesetas, 2.400. Querían los zapatos para abrir unas tiendas, que todavía existen. Eso fue una lotería, un chollo, y siguieron viniendo un año y otro", rememora Juan Perán.
Aquel gran encargo en la época del poscomunismo tras la disolución de la Unión Soviética fue el primero de muchos que vinieron. La relación con los rusos y sus sucesores, de Andréi a Ígor, continuó hasta hoy. Su primer viaje a Rusia, para conocer en su terreno a sus clientes providenciales, fue en 1992.
P.− ¿Cómo fue la experiencia?
R.− Fui solo, con un intérprete de español-inglés. Me llevaron a un sitio militar en medio del bosque fuera de Moscú, sin teléfono. En una reunión, el jefe me preguntó: ¿Cómo se siente? Y yo le dije: me siento secuestrado. ¿Quiere irse a Moscú?, me preguntó, sorprendido. Sí, claro. Les pegó un paquete a los otros... Nos llevaron al intérprete y a mí a un hotel en el centro de Moscú.
En la fábrica
Han pasado treinta años y su salud es frágil. Se desabotona la camisa, se baja la camiseta interior y enseña la gran cicatriz que le atraviesa en vertical el pecho como recuerdo de la segunda de sus dos graves operaciones. "Hace unos cuatro años, se me rompieron dos de las tres capas de la vena aorta. Me he salvado de milagro". También, por la pérdida paulatina de audición desde hace años, usa en ambos oídos un par de audífonos que tiene conectados a su reloj electrónico de muñeca y a su móvil.
Sin embargo, en vez de jubilarse, decidió seguir trabajando, a su ritmo. Visita la fábrica de vez en cuando y se implica en las actividades sociales de la fundación que lleva su nombre, con la que ha viajado a Kenia para un proyecto de comercio justo con los masai o, hace unos días, ha participado en el envío de ayuda humanitaria a Ucrania. Pese a que ha trabajado, pagado impuestos y cotizado con creces, dice que no quiere cobrar una pensión, que no le hace falta. "Hice mi examen de conciencia y dije: con el dinero que gano, ¡cómo voy a cobrar yo del Estado! La vida me ha dado mucho más, multiplicado".
Ha renunciado a la pensión: "Hice examen de conciencia. Con el dinero que gano, ¡cómo voy a cobrar del Estado!"
El Grupo Piccolinos (que creció con la adquisición de la marca Martinelli) sigue en manos de la familia Perán Bazán, desde que hace unos años el fundador dio el relevo a sus tres hijos. El mediano, Juan Manuel, al que mandó a Inglaterra a estudiar inglés cuando acabó la Secundaria, es hoy el presidente; la mayor, Rosana, es la vicepresidenta −suya fue, apunta el padre, la promotora de la robotización de la fábrica, puntera en España− y la pequeña, Carolina, ejerce en la parte comercial.
Al volante de su Lexus MX 300H de color blanco, gran coche pero no ostentoso, Juan Perán nos lleva desde el hostal-restaurante de su amigo Vicente en Torrellano hasta la fábrica propia de la empresa, a pocos minutos, a la que llamaron Pikokaizen, en referencia al método japonés Kaizen de optimización de procesos. El sitio es moderno e impecable. "A la gente le gusta verme", dice, con sus ojillos vivarachos de duende asomando por encima de sus gafas.
Le divierte comprobar la reacción de los trabajadores, hombres y mujeres, que −aquí en la fábrica y luego en el otro edificio de la administración, la tienda y el museo− bromean con él porque hoy va, extrañamente, vestido con traje y corbata por un almuerzo empresarial que tiene luego en Alicante. "Juan, ¿a dónde vas tan guapo?". El ambiente es muy distendido. Saluda a todos, les pregunta, los presenta al visitante.
Predominan las mujeres como aparadoras y los hombres como cortadores, porque la tradición sigue pesando en el reparto de las tareas, aunque aquí eso cambia más rápido que en otras partes. Los sueldos de los obreros básicos, dice Juan Perán, oscilan entre 1.200 y 1.500 euros según la antigüedad.
En el recorrido, nos encontramos con algunos de los más de 600 trabajadores de plantilla: Julián Pérez, director de la planta; Fene García, responsable del diseño de zapatos de mujer; Javier García Brazales, que pule una suela; Salvador Perant, de 60 años, que lleva aquí desde hace 46; las jóvenes Saray García y Tania Díaz, planteras (meten las plantillas dentro) o Paqui Martínez, que limpia el comedor y los vestuarios.
José Luis Mendoza Sánchez, que ha vivido para la empresa en la India, Vietnam, Rumanía o Marruecos y ahora, de vuelta a Elche, es responsable de línea de producción, le espeta al presidente honorario como a un amigo: "¡Un hombre tan pequeñito no puede llevar corbata!". Y Juan Perán se lo toma como una muestra de confianza y cariño por parte de quienes dedican lo mejor de su vida a la empresa que él, el niño pastor y zapatero, creó en un pequeño local. "Es la primera vez que me ven con corbata en la fábrica", explica el patrón retirado.
Su primo Antonio dice del fundador: "Te pone firme y a cada uno en su sitio aunque sea pequeño"
En otra parte del polígono industrial, enseña el edificio con las oficinas, la tienda y el museo sobre la empresa donde se exponen sus modelos históricos, las fotos y herramientas antiguas. Presenta a su primo Antonio Perán del Val, que trabaja con él desde 1986. "Te pone firme y a cada uno en su sitio aunque sea pequeño", avisa Antonio, entre risas, para que nadie se equivoque.
Referente en Alicante
A la hora de la comida, Juan lleva al periodista con él a una conferencia-almuerzo del ciclo Diálogos para el Desarrollo, en el hotel Meliá del puerto deportivo de Alicante, con Cristóbal Montoro, exministro de Hacienda del PP, y el economista José María O'Kean. En la comida, otros empresarios se acercan a saludar al emprendedor zapatero como a un referente en la provincia. Como lo fue hasta su muerte el constructor Manuel Peláez, su amigo en la Asociación de la Empresa Familiar de Alicante.
En la mesa, sus compañeros de otras empresas familiares cuentan sus propias historias de superación, de familias trabajadoras y emigrantes que fundaron de la nada sus negocios y los mantienen décadas después contra viento y marea, contribuyendo a que Alicante sea la quinta provincia española con más peso económico.
En la calle, Juan Perán recuerda su momento más crítico. Fue a los siete u ocho años de montar su empresa. El luchador cayó "en una depresión de caballo". Pese a que la empresa crecía, se sentía "desmoralizado". Estaba a punto de venderla, pero en el último momento reaccionó al darse cuenta de que el comprador no estaba a la altura ética de su negocio, en la que tantos sentimientos y esfuerzo había invertido. Dice que ese día se volvió "medio loco" pero fue el principio de su resurrección. "Me recuperé yo solo, haciendo meditación y yoga".
Después de la comida, lleva al periodista a la estación de trenes de Alicante para despedirlo. En la espera, levanta una pierna sobre una mesa para enseñar el manchado marrón especial de sus zapatos. Revela que uno de los secretos de su éxito está en ese coloreado. Lo bueno de haber sido obrero, dice, es que conoce todas las fases de la fabricación de un buen par de zapatos. ¿Cuáles son las claves de sus productos? "Que sean cómodos y estéticos".
Detallista, pragmático, intuitivo, trabajador, sentimental. Juanico se creció a sí mismo con su humanidad gigante. Después de irnos, quedan las palabras que decía esta mañana junto a su amigo Vicente. "Estamos muy orgullosos de haber sido tan pobres como hemos sido y de haber llegado donde hemos llegado. Yo lloro a veces en la cama por la noche, pensando lo que la vida me ha dado".
Juan Peran, fundador de Grupo Pikolinos #Craftyourway from Pikolinos on Vimeo.