La historia podría empezar mucho antes porque hablamos de Rusia, y en Rusia las intrigas por el poder, tanto en su época imperial como en su utopía soviética, han dejado una larga ristra de cadáveres. Sin embargo, tiene sentido empezar por 1999, el año en el que Vladímir Putin fue nombrado primer ministro a las órdenes del presidente Boris Yeltsin tras la intermediación de uno de los grandes oligarcas de la época e íntimo amigo de Yeltsin y su familia: Boris Berezovsky.
Berezovsky era un ambicioso hombre de negocios. Había sabido beneficiarse, junto a Roman Abramovich y tantos otros, de los vaivenes económicos de los años noventa, en los que el tráfico de los combustibles y las armas que la disolución de la URSS había dejado sin dueño ayudó a forjar enormes fortunas personales. A través de Putin, Berezovsky imaginaba que podría seguir dominando el país en el nuevo siglo. Su ascendencia sobre Yeltsin se perpetuaría en la figura del joven sucesor. Obviamente, se equivocaba.
El oligarca tenía enemigos, y enemigos serios: en 1994, su coche explotó al poco de arrancar en plena calle de Moscú. Berezovsky salió ileso, pero su chófer murió decapitado. En 1997, nombrado vicesecretario del Consejo de Seguridad de Rusia, fue el encargado de mandar a Chechenia varios millones de dólares con la excusa de liberar rehenes rusos y extranjeros. Pocos meses después, el propio FSB -antigua KGB- planeó su muerte, pero se encontró con la inesperada protección de un agente díscolo: el teniente coronel Alexander Litvinenko.
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Litvinenko
El caso de Berezovsky es interesante porque refleja todo lo que será la acción político-criminal de Putin en los años posteriores. Metido también en la propiedad de medios de comunicación, Berezovsky fue uno de los valedores de la campaña presidencial de Putin de 2000, que acabó en una rotunda victoria frente al eterno candidato comunista Guennadi Ziuganov. Sin embargo, no tardó demasiado en caer en desgracia. Decidido a desterrar la noción de que era poco más que un títere de los oligarcas, Putin se dedicó a perseguirlos uno a uno: Berezovsky se vio víctima de un acoso legal y económico que le obligó a exiliarse en 2001 a Londres. No sería el único.
Junto a él voló el propio Litvinenko, expulsado del FSB tras declarar públicamente que había sido la propia dirección -es decir, Putin- la encargada de ordenar el asesinato de Berezovsky… mientras Berezovsky, recordemos, tramaba entre bambalinas para colocarle como primer ministro. A los enemigos, Putin los quiere lejos. A los amigos, más lejos aún. El oligarca intentó reflotar su imperio en Inglaterra con la ayuda de dos prestigiosos abogados, Stephen Moss y Stephen Curtis, el consejo del propio Litvinenko y la amistad del diplomático (y confidente del investigador Mario Scaramella) Igor Ponomarev.
No tuvo suerte. Moss murió de un infarto en 2003, a los 46 años. Stephen Curtis vio cómo su helicóptero caía en picado al año siguiente en Bournemouth. En cuanto a Igor Ponomarev, el 28 de octubre de 2006, fue a la ópera de Londres en perfecto estado de salud. A su vuelta a casa, empezó a quejarse de una sed salvaje, que le obligaría a beber hasta tres litros de agua casi del tirón. Justo después, cayó inconsciente al suelo. Otro infarto. Otra muerte.
El fallecimiento de Ponomarev frustró la cita que tenía al día siguiente con Mario Scaramella. Como, en realidad, el investigador italiano solo quería saber qué información poseía el FSB sobre los negocios sucios de la política italiana con la mafia rusa, lo mismo le valía un diplomático que un exagente como Litvinenko.
El 1 de noviembre, cuatro días después de la muerte de Ponomarev, ambos se reunieron en el restaurante japonés Itsu, en la zona de Piccadilly. La falta de apetito le salvó la vida al italiano. En cuanto al ruso, ya sabemos: tres semanas de agonía en un hospital londinense con el cuerpo lleno de polonio, un agente radiactivo, hasta su muerte el 23 de noviembre.
El caso Sarkozy
Las historias de mafiosos rusos copaban por aquellos años las películas de James Bond e incluso las de Steve Cronenberg, pero el caso Litvinenko marcó un antes y un después por su crueldad y su repercusión mediática. La gente empezó a preguntarse quién era en realidad Putin y hasta dónde podía llegar.
La muerte del exagente del FSB hizo que muchos se preguntaran exactamente qué había pasado con la periodista Anna Politkovskaia, una de las grandes críticas del régimen y valiente investigadora de los tejemanejes en Chechenia, aparecida muerta apenas un mes antes en el ascensor de su edificio con un disparo en la cabeza.
De repente, cobraron sentido las acusaciones de Viktor Yushenko, el presidente ucraniano, quien aseguraba que la súbita deformación de su rostro durante la campaña electoral de 2004 había sido el resultado de un intento de envenenamiento por parte de Putin para darle el triunfo al prorruso Viktor Yanukovich.
La cosa fue más lejos cuando, en junio de 2007, el presidente francés Nicolas Sarkozy salió ante los medios mostrando una conducta errática y un discurso inconexo tras reunirse con el presidente ruso durante la cumbre del G8 celebrada en Heiligendamm (Alemania). Los chistes sobre su posible embriaguez abundaron en aquel momento. Sarkozy, sin embargo, era abstemio.
Minutos antes, según reveló el periodista Nicolas Hénin en el documental “El misterio Putin”, el presidente ruso había tratado de intimidar verbalmente a Sarkozy después de que este sacara el tema de las extrañas muertes de Politkovskaia y Litvinenko. Después, le invitó a un café con chocolate cuyos ingredientes probablemente justificaran el extraño comportamiento de Sarkozy ante la prensa. La humillación pública fue ampliamente celebrada en el Kremlin.
De Chechenia a Ucrania
Cuando se dio cuenta de que podía envenenar a sus rivales en el extranjero, intimidar a los líderes más poderosos del planeta y asesinar a sus críticos sin consecuencia alguna, Putin se sintió intocable. Probablemente, lo fuera. A través de los combustibles y las inversiones en Europa, sabía que todo el mundo miraría a otro lado cuando decidiera afirmar por las bravas su dictadura en Rusia. Así sucedió, por ejemplo, cuando logró deshacerse por fin de Berezovsky, en 2013, de nuevo en territorio británico, tras un supuesto suicidio.
A la muerte del oligarca le siguió dos años después la de Boris Nemtsov, uno de los líderes de la cada vez más exigua y residual oposición al régimen. En medio, se había anexionado Crimea sin que la comunidad internacional levantara una ceja. Nemtsov, asesor de Yuschenko en Ucrania e íntimo amigo del activista y excampeón del mundo de ajedrez, Garri Kasparov, paseaba un 27 de febrero de 2015 con la modelo Anna Duriskaya por el puente Bolshoi Moskvoretski, a escasos doscientos metros del propio Kremlin, cuando le dispararon por la espalda desde un coche en marcha. Murió en el acto.
Igual que en los años 2000, las dos guerras en Chechenia estuvieron en el corazón de las intrigas (tanto Berezovski como Litvinenko o Politkovskaia se habían mostrado críticos con la actuación del Kremlin y con su apoyo a la familia Kadyrov), los conflictos con Ucrania fueron la excusa perfecta para desatar otra ola de represión: si Nemtsov murió en plena guerra del Donbás, el empresario Ravil Maganov lo hizo al poco de empezar la “operación militar especial”, diseñada en febrero de 2022 para derrocar al gobierno de Kiev y hacer realidad el sueño del nacionalismo imperialista ruso de formar una “Novorrosiya” en territorio vecino.
Maganov era el presidente de la petrolera Lukoil y, en vista de los enormes perjuicios que podía causarles un enfrentamiento con sus socios occidentales, decidió emitir un comunicado pidiendo el fin de la invasión a la semana de producirse los primeros ataques.
Desde entonces, su suerte dio un giro de ciento ochenta grados. Se le diagnosticaron unas dolencias cardíacas indeterminadas que provocaron su ingreso en el Hospital Clínico Central de Moscú. El 1 de septiembre de 2022 caía por una ventana del sexto piso. Suicidio, determinaron los investigadores. El sexto de un dirigente de una compañía petrolífera rusa desde el inicio de la guerra.
Espartaco
Con todo, las muertes más espectaculares por lo que tenía de anunciada de este último período es, sin duda, la de Eugeni Prigozhin y Dmitri Utkin, líderes y fundadores del Grupo Wagner, el ejército privado de Putin que tanto había ayudado a expandir la influencia política y económica de Rusia por toda África y que había protagonizado la intensa campaña de Bakhmut, en Ucrania, centro de atención mediática durante meses de una guerra atascada en los demás frentes.
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Prigozhin, con su intensa actividad en las redes sociales y sus vídeos criticando al jefe de las Fuerzas Armadas, Valeri Gerasimov, y al ministro de defensa, Sergei Shoigú, se había convertido en un icono para buena parte de la población rusa. Reconvertido en una especie de Espartaco, Prigozhin quiso llevar las cosas demasiado lejos cuando se lanzó hacia Rostov-del-Don y desde ahí inició el 21 de junio de 2023 una marcha sobre Moscú que obligó a Putin a aparecer en televisión avisando de los riesgos del golpe de estado.
Aunque todo terminó en nada, presuntamente gracias a la mediación del presidente bielorruso Alexander Lukashenko, y aunque a Prigozhin se le prometió seguridad física a cambio de abandonar sus delirios de poder, tan solo dos meses después, el 23 de agosto, el helicóptero que transportaba a todos los líderes de Wagner rumbo a Moscú caía sorprendentemente en medio del campo sin dejar ni un solo superviviente. Putin les acusó de ir borrachos y drogados y toda la clase política y mediática rusa dio su versión por buena.
Navalny
La muerte de Alexéi Navalny a los 47 años, como se ve, no es precisamente un hecho aislado. Quien se enfrenta a Putin lo paga y tal vez pronto tengamos noticias en ese sentido de Yekaterina Duntsova o de Boris Nadezhdin, los únicos opositores que se atrevieron a presentar las firmas necesarias para enfrentarse a Putin en las elecciones presidenciales de marzo. El Comité Electoral Central rechazó ambas candidaturas por supuestos problemas en las firmas, pero el daño ya está hecho: se significaron contra Putin y eso ya sabemos cómo suele acabar.
Dicha muerte llega después de varios intentos anteriores de asesinato: en 2017, unos desconocidos le rociaron la cara de verde con un producto químico que le produjo la pérdida de la visión del 80% del ojo derecho. En 2019, ya en la cárcel tras su primera detención, tuvo que ser ingresado por “los efectos dañinos de sustancias químicas indeterminadas”. En 2020, la reacción a un agente nervioso mientras volaba de Omsk a Moscú hizo que tuviera que ser ingresado de urgencia en un hospital de Omsk y se le indujera el coma. Su recuperación se llevó a cabo en Alemania ante la evidente falta de seguridad y pese a la oposición del gobierno de Moscú.
Solo el hecho de que Navalny decidiera no quedarse en el exilio sino volver a la Rusia por la que tanto había luchado ya supuso un ejemplo de valentía y un desafío que Putin no podía aceptar. El líder ruso ordenó su detención, se aseguró de su condena y le paseó por las peores colonias penitenciarias del país. Nada de eso mermó su ánimo ni su voluntad. Desde la cárcel, Navalny seguía siendo el gran símbolo para los que defienden la libertad en Rusia: protestó contra la guerra de Ucrania y soportó estoico todas las estocadas del sistema.
Su sospechosa muerte, mientras caminaba en el patio de su última penitenciaría, no será la última, pero esperemos que sí acabe con cualquier duda sobre qué tipo de personaje es Putin y qué tipo de líderes son sus aliados en occidente. El hombre que sueña con ser Pedro el Grande no pasa de ser un Stalin despiadado. Veinticinco años de intrigas y asesinatos a sus espaldas -más los que pasó en la KGB y en el FSB- no parecen bastarle. Quien piense que hay un modo de apaciguar a la bestia, sin duda se equivoca.