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En enero de 2021, Alexéi Anatólievich Navalny subió a un avión de la aerolínea low-cost rusa Pobeda con destino a Moscú. El disidente más famoso de Rusia había pasado cinco meses en Alemania recuperándose del envenenamiento con el agente nervioso Novichok, una reliquia de las armas químicas de la Guerra Fría que Rusia ha utilizado contra opositores.
Rodeado de periodistas que viajaban con él, no se hacía ilusiones sobre lo que lo que le esperaba al aterrizar. El enemigo público nº 1 de Putin encarnaba la mejor oportunidad para el cambio democrático en Rusia y las autoridades lo arrestarían, seguro. Pasaría tiempo, años, en prisión.
Él sabía que probablemente nunca saldría porque Putin lo temía. Durante el vuelo se encogió de hombros: "No tengo miedo", dijo a la prensa. Mató el rato viendo la serie de dibujos animados Rick and Morty.¿Fue esa decisión de enfrentarse a Putin una locura suicida? ¿Un acto de valentía temeraria? La respuesta está en esta paradoja: en el exilio sería simplemente otro tábano, demasiado fácil de ignorar para Putin; en prisión, un recordatorio del autoritarismo y un símbolo de las libertades perdidas.
En la tipología de la excepcionalidad hay tres modelos: el genio, el santo y el héroe. En La tarea del héroe escribe Fernando Savater que "héroe es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia". En Trafalgar, el primero de sus Episodios Nacionales, dice Pérez Galdós que "el heroísmo es una forma de pundonor". O sea, que héroe es el que hace lo que hay que hacer cuando los demás no se atreven.
Pertenece a una generación que creció en la URSS pero no fue definida por ella
Navalny, fallecido este viernes a los 47 años, hizo lo que no hicieron los demás, ejemplificó la virtud de oponerse a la corrupción y tuvo el valor de poner su vida en riesgo. Un tipo excepcional. Un héroe, vaya. Y sobre eso no hay nada más que decir.
Nació y creció en ciudades guarnición, mudándose de una a otra con su padre, un oficial soviético con poca fe en el sistema al que servía. Ese sistema se desplomó cuando Navalny era un adolescente. Pertenecía, pues, a una generación que creció en la URSS pero que no fue definida por ella.
Estudió Derecho a principios de la era de Putin y se metió en política en el Yabloko, el partido liberal de su madre economista. "Vivíamos bien —recordaba años después—, salvo que éramos pobres. Como todos los demás". En la década de 1990, trabajó como corredor de bolsa. Era un "libertario" conservador de la estirpe —más o menos— de su compatriota Ayn Rand.
El partido lo expulsó por unirse a una marcha de nacionalistas rusos. Muchos de los asistentes eran cabezas rapadas neonazis. Navalny comparaba entonces a los terroristas chechenos con cucarachas, abogaba por limitar la inmigración de trabajadores de Asia Central, defendió la invasión de Georgia en 2008 y la anexión de Crimea en 2014.
Ahora, su plataforma es socialdemócrata y europeísta. Tibiamente de izquierdas. Desde su Fundación contra la Corrupción (FBK), su principal vehículo político, se hizo un nombre destapando en internet escándalos de la élite política y económica. Sus informes se basaban en registros bancarios y contabilidad forense.
También utilizaban imágenes de drones de villas italianas de subordinados de Putin y difundían las fotos que publicaban los corruptos en las redes alardeando de yates o relojes de lujo. Un tecnócrata tenía la costumbre de llevar sus corgis a exposiciones caninas en un jet privado. Sus vídeos eran irreverentes, propios de un detective bromista para la generación YouTube.
Su condena a 3 años y medio de prisión provocó las mayores protestas en Rusia en una década y generó la repulsa internacional. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró que la sentencia era "arbitraria e injusta". La pena quedó suspendida. Ponerlo entre rejas podría convertirlo en la versión rusa de Nelson Mandela; sin embargo, liberarlo también tuvo riesgos: cuando se postuló para alcalde de Moscú, en 2013, obtuvo casi un tercio de los votos.
Ha pasado más de dos años en distintas prisiones, enfrentándose a diferentes juicios y condenas. Los oligarcas lo pusieron en su diana y lo denunuciaron por calumnias. Ya en 2022 fue sentenciado por "fraude y desacato a tribunales rusos", y en 2023 se añadió otra condena por extremismo. La fecha de su salida de prisión era, actualmente, en 2038.
Con aspecto demacrado, flaco y la cabeza rapada, en su juicio de 2021 arremetió contra el tribunal que lo juzgaba en una prisión de alta seguridad: "Seguiré luchando. No temo ni al FSB [Servicio Federal de Seguridad], ni a los envenenamientos, ni a Putin. No tengo miedo". Leonid Volkov, uno de sus colaboradores, destacó en Twitter el lado simbólico del juicio: "Aquí no existe la jaula habitual para los procesados porque todo el juicio es una jaula. El juez está en una jaula. El fiscal está en una jaula. Solo Navalny es un hombre libre".
Tanto como para atreverse a usar las palabras del Grigori Pechorin —personaje de Un héroe de nuestro tiempo, la novela de Lérmontov—, para definir a Putin como "gobernante del mal absoluto, con un corazón pérfido y una lengua mentirosa".
Envenenamiento con una neurotoxina
En agosto de 2020, Navalny fue a Siberia. En el vuelo de regreso a Moscú, le dijo a su jefa de prensa que se sentía mal. En cuestión de minutos, estaba tirado en el suelo, gimiendo de dolor. El piloto hizo un aterrizaje de emergencia en Omsk y fue trasladado de urgencia a un hospital. Fueron necesarios dos días de presión pública para que Putin permitiera que médicos alemanes lo evacuaran a Alemania.
Las pesquisas de la web londinense de periodismo de investigación Bellingcat revelaron que el opositor había sido seguido por agentes del FSB (heredero del KGB) hasta el avión en el que entró en coma. La investigación señaló con nombres y apellidos a varios esbirros del FSB como responsables de rociar sus calzoncillos con un polvo ultrafino de lo que irónicamente llamaban Love Potion No. 9.
Era una neurotoxina sintetizada por la URSS para armas químicas y prohibida por el Derecho Internacional
El Hospital Charité de Berlín confirmó "una intoxicación por una sustancia del grupo de los inhibidores de la colinesterasa". El Gobierno alemán anunció que las pruebas de toxicología realizadas por un laboratorio del Ejército eran inequívocas: envenenamiento con el agente nervioso Novichok, una neurotoxina sintetizada por científicos soviéticos para armas químicas y prohibida por el Derecho Internacional. La misma con la que militares rusos envenenaron al exespía Serguéi Srkripal y a su hija en 2018 en Inglaterra.
Cuando salió del coma, Navalny no pudo reconocer a su mujer e hijos. El veneno había atacado el sistema nervioso afectando su memoria y funciones motoras. Los delirios y las alucinaciones lo llevaron a arrancarse los tubos intravenosos, salpicando las sábanas de sangre. Pasaron semanas antes de que volviera a aprender a usar una cuchara, escribir, caminar y lavarse. Tras cinco meses en el hospital alemán, en enero de 2021 volvió a Rusia.
El vuelo debía aterrizar en el aeropuerto moscovita de Vnukovo —donde lo esperaban cientos de partidarios pese al frío polar y las restricciones—, pero fue desviado al aeropuerto Sheremetevo, al norte de Moscú. Lo arrestaron al cruzar el control de pasaportes. Miles de manifestantes ocuparon las plazas de pueblos y ciudades, desde la Crimea ocupada hasta Vladivostok. Exigían la liberación del héroe. Más de 3.000 fueron detenidos.
Azote de la cleptocracia
El veneno no logró matar a Navalny. Tampoco la cárcel lo doblegó. Incluso sus críticos reconocían que era valiente. Dos días después de su regreso a Moscú, su Fundación Anticorrupción publicó una investigación sobre el palacio de Putin en Gelendzhik, en el mar Negro. En ese documental, Navalny describía a Putin como un burócrata de chichinabo que pasó de robar grabadoras como espía junior en Alemania del Este a saquear un país entero. "Un hombrecito ladrón en un búnker", se burla.
He aquí la marca del héroe: en lugar de someterse, vence el miedo y sigue luchando. ¿Como un león?: no, Navalny era un tejón melero, el animal más valiente del mundo. No se espantó, no se cansó, no se rindió, cumplió con su deber y asumió las consecuencias. Su equipo usó un dron para filmar el palacio de Putin, que cuenta con una pista de hielo subterránea, dos helipuertos, un arboreto, un anfiteatro y un casino.
La película acumuló en pocos días 100 millones de visitas en YouTube y animó a decenas de miles de rusos a corear en las calles: "¡Putin es un ladrón!". Jugando al ratón y al gato con el Kremlin, el equipo de Navalny voló drones sobre los palacios de los venales amigos del presidente, casi todos jefes de la antigua KGB.
La investigación sobre Dmitri Medvédev, expresidente y primer ministro, fue una gran pieza. Comenzó con los entrenadores del político y terminó con lujosas casas y un viñedo toscano. En 2011, Navalny presentó un eslogan memorable para el partido gobernante Rusia Unida: "Partido de estafadores y ladrones".
Es un político tácticamente flexible, contradictorio y polarizador: el 50% de los rusos lo rechaza
Bloguero y activista, hizo una campaña impresionante para convertirse en alcalde de Moscú. Excluido de los medios públicos, y difamado por ellos, recurrió a internet. A diferencia del tecnodinosaurio Putin, captó grandes audiencias a través de ingeniosos vídeos y cuentas en varias redes, donde tiene millones de seguidores. Tiene tirón.
Como Pechorin, el héroe byroniano de Lérmontov, Navalny podía decir de sí mismo: "Es posible que mañana muera, y en la tierra no quedará nadie que me haya comprendido. Unos me considerarán peor y otros mejor de lo que soy. Algunos dirán que era una buena persona; otros, que un canalla. Las dos opiniones serán equivocadas". Ni siquiera los héroes son de una pieza.