Ariscos hombres trajeados con cara de pocos amigos. Sibaritas que levantan el meñique al tomar sus copas de Dom Pérignon tras degustar un menú de 200 euros. Toman notas sobre un pequeño cuaderno que posan sobre un mantel de seda mientras miran en todas direcciones para evitar ser reconocidos. Son rollizos, esquivos y solitarios. Ni sus familias saben para quién trabajan. Responden al cargo de inspectores, y son un ejército de sabelotodos de la alta cocina que se infiltran en los restaurantes para elegir si estos deben formar parte del selecto club de la Guía Michelin. La CIA de los fogones. Un cuerpo de élite gastronómico implacable e infalible; los jueces que dictan el futuro de los grandes chefs. La gran pregunta es: ¿existen de verdad o son personajes de una novela de Burroughs?
Sobra decir que gran parte de la literatura sobre los inspectores de la Guía Michelin es pura fabulación. Su cargo requiere de un secretismo extremo, lo que ha contribuido a agrandar el misterio en torno a su oficio. Pero existen, y aunque son tan pocos que la metáfora de la aguja en el pajar se queda corta, están hechos de carne y hueso, tienen emociones y sufren los gajes de un oficio no tan fácil de soportar. Así lo desvela Chris Watson, un exinspector de la guía que dejó su trabajo harto del ritmo de vida al que le encadenaba el suplicio del buen comer. Ha hecho falta rebuscar en Reino Unido para dar con un profesional dispuesto a confesar su experiencia con la Guía. Hasta tal punto son escurridizos.
"Hay muchas historias sobre nosotros, como que no le contamos a la familia ni a nuestros amigos lo que hacemos. O que nos presentamos en restaurantes ocultos tras seudónimos. ¡Qué estupidez! Lo que está claro es que un inspector no puede tener una vida activa en redes sociales". Watson asegura a EL ESPAÑOL | Porfolio que ni él ni sus compañeros llevan libretas para tomar anotaciones de las catas ni tarjetas de crédito con nombres falsos. Además, sostiene que ni siquiera tuvo que firmar un contrato de confidencialidad. Y por eso cuenta todo lo que sabe. ¿Quiénes son los inspectores de la Guía Michelin? ¿Son seres de este planeta? ¿Cuánto ganan? ¿Y qué hace falta para formar parte de su cuerpo de élite?
La mayoría de inspectores de las guías suelen residir en capitales de ciudad. En el caso de Watson, vivía en Londres, pero viajaba por todo el país probando platos de alta cocina. Nada de bangers and mash ni fish & chips. "No me hagas hablar de comida británica", amenaza. Su trashumancia culinaria lo convirtió en una persona muy independiente y, por qué no decirlo, en un refinado catador de ambrosías. "Cuidado: hay demasiada arrogancia y sobriedad en torno a la alta cocina. Debe haber un lugar para todo". A veces, afirma, también cae en la tentación de saborear un cuarto de libra con queso, si es que eso es posible.
Lo primero que cualquiera desea saber sobre los inspectores es cuántos hay en todo el mundo y lo que cobran. La mayoría de miembros de la guía no tiene esos datos, pero hay estimaciones. "El número de inspectores lo dicta el tamaño del país y la cantidad de restaurantes que tenga. Si se vuelve muy complicado comer en todos, se contratan nuevos. En mis días éramos diez o doce en Reino Unido, pero la guía ha crecido desde entonces y puede que sean unos pocos más".
Se estima que hacia 2019 había entre 60 y 120 inspectores repartidos por el mundo, unos doce en España, cantidad bastante exigua dada la magnitud y el prestigio del Evangelio de la gastronomía. Haciendo un breve cálculo de lo que Watson cifra que cobraba en sus primeros años en la Guía en los noventa, al cambio actual en Reino Unido serían el equivalente a unos 2.000 y 3.000 euros mensuales. Eso sí: sus gastos para comer eran muy superiores a su hipoteca y su salario. Por lo menos, el triple.
El exinspector Watson también afirma que hay tantos estereotipos en torno a su oficio que es difícil distinguir mito de realidad. No obstante, algunos son ciertos, como que los inspectores son personas solitarias. Su trabajo los fuerza a viajar constantemente. Él pone como ejemplo su primer año de formación en la Guía: "Al empezar debes trabajar con otros inspectores regionales, gente que lleva operativa 4 o 5 años. Pasas 8 o 10 meses entrenando, y de lunes a viernes estás metido en un coche con otro inspector. Es duro, porque te encuentras al lado de una persona con la que a lo mejor no tienes nada en común, aparte de tu amor por la comida".
Los soldados Michelin
Hay quien piensa que ser inspector de la Guía Michelin es el trabajo soñado. Como vivir en una buddy film con destino a Pizzaland; la road movie que acaba con un batido de cinco dólares en el Jack Rabbit Slim. Pero vivir de la cuenta es más duro de lo que parece. "Es difícil tener una familia siendo inspector; te fuerza a llevar una vida muy solitaria". Y es que no hay nada más triste que degustar una esferificación de agar agar maridada con cava mirando al vacío. Es la razón de que acabase abandonando su trabajo para emigrar a Bangkok y montar su propia guía de recomendaciones culinarias, Thailand's Favorite Restaurants, donde premia a los mejores chefs y restaurantes del país. "Vaya por delante que no quiero ser mejor que Michelin, pero hacemos lo que podemos. Este año vamos a incluir ya 350 restaurantes".
Una vez acabada la dura formación del inspector [uno de los requisitos para formar parte de su equipo es tener estudios en Turismo o en escuelas de alta cocina, o una década de experiencia en el sector hostelero], Google Maps se convierte en su mejor aliado. Todos los años, el ejército de jueces Michelin se divide las diferentes regiones de un país. Por ejemplo, ocho semanas por área en el caso de Reino Unido. Cada mes le dedican una semana entera a hacer la planificación de un viaje sobre el terreno, y las tres siguientes cogen su BMW de empresa, una tarjeta de débito y se presentan en los restaurantes escogidos. Los primeros locales que visitan suelen ser los que ya tienen estrellas. Como la guía es extremadamente cuidadosa con ellos, los vigila atentamente para saber si mantienen su calidad. Sin presión.
En una de las pocas entrevistas concedidas por Gwendal Poullennec, el director internacional de las publicaciones de la Guía Michelin, reconoció que para premiar a un restaurante los inspectores valoran, esencialmente, la calidad de sus productos, la correcta utilización de las técnicas de cocción, el equilibrio entre los sabores y la personalidad que los chefs son capaces de trasladar a sus platos. Asimismo, se tienen en cuenta criterios como el servicio y la originalidad de la experiencia gastronómica completa. Por eso la ropa vieja y la perdiz de El Bohío de Pepe Rodríguez tiene una sola estrella frente a las tres de los 'lienzos hedonistas' de DiverXO de Dabiz Muñoz. No sólo se premia el sabor, sino la innovación, y que esta tenga un sentido.
Si un inspector detecta que un restaurante cumple con los requisitos para ser ascendido, o si ya tiene una estrella y mantiene su nivel durante años, es fácil que pase de dos a tres estrellas en una década. Si empieza a mostrar flaquezas, no podrá sostener sus estrellas durante mucho tiempo. "El sistema funciona increíblemente bien, y por eso tiene tanta credibilidad". Y aunque Watson lleva más de una década fuera de la rueda, asegura que la Guía es "bastante conservadora" y que, por eso, sigue siendo tan influyente: apenas ha cambiado su modus operandi. Si el engranaje funciona, mejor no tocarlo.
P.– ¿Cómo es el proceso de selección y descubrimiento de nuevos lugares?
R.– La mayor gratificación de los inspectores es descubrir nuevas joyas. Al hacer la planificación, el inspector calcula el tiempo que tiene para comer en cada restaurante de la guía. Tienes un mapa y vas dibujando dónde vas. Comida y cena, de forma lógica. Te dan un coche de empresa, una tarjeta y en marcha. Al final, cuando estás cerca de acabar un periodo de trabajo en una región, has tenido tiempo para probar nuevos restaurantes que, por ejemplo, han aparecido en la prensa y que el equipo de marketing destacará. Cada área tiene una lista de nuevos restaurantes para visitar. Muchas veces lo sabes gracias a los grandes chefs de la zona, que se quedan a charlar tras la cena, a los que preguntas por los restaurantes nuevos. Muchos te recomiendan.
P.– Los restaurantes Michelin también pueden ser degradados. The New Yorker sugirió hace unos años que algunos chefs, como Bernard Loiseau o Benoit Violier, se pegaron un tiro por la presión que acarrea estar en el podio.
R.– Es un asunto complicado. Ganar una estrella es un sentimiento increíble. O que te asciendan de una a dos. Pero la presión, es cierto, se encuentra al mismo nivel por las consecuencias de perderla. Pueden ser devastadoras para un negocio. Conozco las historias de esos chefs, y ojalá nunca... En fin, los chefs son personas increíblemente creativas y originales, con muchísimo talento, especialmente a esos niveles. Puede que las consecuencias de perder una estrella las sientan más que personas que son menos creativas. ¿Cuál es la solución? No lo sé.
P.– Quizás por eso hay chefs que se niegan a formar parte del juego Michelin...
R.– He conocido a muchos chefs, cuando era inspector y después, que me han dicho que no quieren una estrella Michelin. Pero por mi experiencia te digo que realmente no es cierto. Hay mucha gilipollez con los chefs que dicen no querer la estrella y que no quieren aparecer en la guía, pero en el fondo el 99% la desea. Sebástian Bras, en Francia, renunció a las tres estrellas para evitar la presión. Marco Pierre White, que es muy buen amigo mío, también rechazó las tres. Pero yo creo que es como cerrar las puertas de tu restaurante. La guía es buena para todos, porque recoge los mejores lugares. Las estrellas son, honestamente, el galardón gastronómico más codiciado del planeta.
P.– ¿Qué representa cada estrella?
R.– Para mí conseguir una estrella es un logro gigantesco. Es como estar en la Premier League. Dos estrellas es jugar en la Champions League. No creo que ningún chef deba negarse a tener su primera estrella, pero desde luego cuando empiezas a jugar en serio es cuando logras la segunda. La tercera significa que hay consistencia en el tiempo.
Los inicios de la Guía Michelin
Lo que hoy que se constituye como una Biblia de los sabores y las texturas, en su momento arrancó como una humilde 'guía de tapas rojas' que la mítica compañía de neumáticos Michelin ideó para facilitar los tránsitos a los viajeros y camioneros que se lanzaban a la carretera en Francia. "Esta obra aparece con el siglo y durará tanto como él", escribió André Michelin en la primera edición, publicada en 1900, donde sólo se incluían restaurantes de hoteles de carretera.
Poco a poco la guía fue incluyendo restaurantes independientes, y hacia mediados de los años veinte aparecieron los primeros inspectores, que valoraban con estrellas los establecimientos. En 1936 se estableció el criterio actual de valoración: los restaurantes sólo podían recibir una, dos y hasta tres estrellas Michelin, dependiendo de su categoría. Un chef puede recibir infinitas –ahí está el ejemplo de Joël Robuchon, que llegó a sumar 32–, pero un local no puede tener más de tres.
El Evangelio de la gastronomía
A final de cada año, la Guía sigue celebrando un encuentro donde los inspectores de cada país debaten los pros y los contras de los restaurantes con tres, dos o una estrella Michelin. También analizan a los nuevos aspirantes que, como dice Watson, anhelan jugar en la Premier. Cada caso es analizado por los detectives gastronómicos largo y tendido, y cuando hay diferencia de opiniones en, por ejemplo, la selección de un restaurante, la guía envía de última hora a dos inspectores que nunca han visitado el local para hacer la cata definitiva. Así ocurrió cuando Watson seleccionó su primer restaurante Michelin: la tercera estrella de La Tante Claire, de Pierre Koffmann, en Londres.
La Guía, asegura el inspector, siempre fallará en favor de la precaución. "Son decisiones muy serias. Por ejemplo, cuando un restaurante va a ser degradado, tengo entendido que ahora el propio editor de la guía va en persona a hablar con el dueño e informarle de la decisión. Hasta tal punto llega el nivel de seriedad". Además, para garantizar una mayor objetividad, Chris Watson atestigua que siempre que un inspector va a un restaurante que tiene una o más de una estrella Michelin, acude junto a un compañero de la guía, mientras que otros restaurantes que no entran en esas categorías –y que suponen el 80% de sus visitas anuales– no gozan de tal privilegio.
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He ahí otro de los mitos sobre el oficio Michelin: los guías nunca presentan acreditación. No tienen un documento oficial ni, por descontado, avisan a los restaurantes de su visita. Su presencia es completamente anónima. Michelin es "una guía que apenas ha cambiado en los últimos años", y aunque las tres estrellas de ahora no tienen nada que ver con las de hace veinte o treinta años, si sigue teniendo tanto prestigio es porque su modus operandi ha sido inmutable.
P.– El dinero que paga las cuentas, ¿de dónde sale?
R.– Oh, Dios mío, esto es fenomenal, porque no creo que la Guia tenga ningún tipo de rentabilidad. Hasta donde yo sé se financian esencialmente por ser un prestige product y mediante la empresa de neumáticos. Es cierto que en algunos países sigue siendo rentable por las ventas físicas de la propia guía, pero ya sabemos que lo impreso no dará beneficios durante mucho tiempo. Lo que hace que Michelin sea una guía tan creíble es que paga por todas sus comidas. No hay regalos, favores ni 'amiguismos'.
P.– ¿Por qué abandonó? ¿No es un sueño vivir de esto?
R.– Porque es un estilo de vida limitado. Por la familia, porque te fuerza a ser bastante solitario y, bueno, porque he trabajado para otras compañías de hostelería y recursos humanos que me han ofrecido remuneraciones mucho más altas para mantener el nivel de vida que yo deseaba. Y luego porque la capacidad de ascender era mínima. Una vez inspector, siempre inspector. Sólo puedes hacerte más veterano y que tus opiniones se escuchen más, pero ya está. Luego están los puestos de director adjunto y el de propio director. Pero me consta que la Guía ha evolucionado y ahora tiene otros roles regionales.
P.– ¿Cuál ha sido su experiencia con la cocina española? Aquí decimos que es la mejor del mundo. Mejor que la británica, seguro...
R.– No me hagas hablar de la británica, ¿eh? Michelin es muy consciente de que las estrellas deben ser siempre similares alrededor del mundo. Muchas veces los inspectores viajamos a Francia, Alemania, España o Italia para conocer su cocina y poder mantener cierto nivel de coincidencia a la hora de valorar. Por eso vamos acompañados de inspectores locales. He estado alguna vez en España. Fui a El Celler de Can Roca de los hermanos Roca y a El Bulli de Ferran Adrià. Son excelentes.
P.– ¿Cuáles son los principales mitos que siguen pesando sobre la figura de los inspectores?
R.– Que no le hablamos a nadie de nuestro trabajo. Por supuesto que se lo decimos a nuestra pareja. ¿Cómo no se lo vas a contar a tu madre o a tu padre? Tu familia no va a correr al Daily Mirror para chivarse. Luego está lo de los seudónimos. Yo nunca fui diciendo que era un tal 'John Smith'. Nunca tuve que hacerlo. Pero debes ir con cuidado, porque si eres muy conocido un colega debe reservarte mesa.
P.– Los fast food, entonces, ni pisarlos...
R.– ¡A mí me encanta el desayuno de McDonald's! (Ríe)! Y Shake Shack, que acaba de llegar a Tailandia, que probablemente sea mi hamburguesa favorita.
P.– ¿Y alguno de esos 'mitos' que, realmente, no lo sea?
R.– Que tienes que comértelo todo. No es un mito. Debes hacerlo. No puedes decir que no comes cerebro o queso. De todos modos, es duro tener que estar comiendo todo el tiempo. No puedo hablar de otros países, pero en Reino Unido... los inspectores veteranos de más de 40 años empiezan a engordar. Otro 'mito' real es que cuando vas a un restaurante por tu cuenta para, por ejemplo, una cena romántica, empiezas a mirar el menú y a pensar en qué platos debes pedir para valorar las capacidades del chef. Y cuando viene el menú, lo miras pensando dónde encajaría en la Guía. Ser inspector es algo se queda en ti para toda la vida.