Sobran los secretos en estas tierras místicas en las que late el fuego de la tradición. Estamos en Taramundi, enclave mágico del occidente de Asturias que linda con Galicia, uno de los pocos lugares donde los vecinos hablan lo que en la tierrina se conoce como eonaviego, la mezcla de gallego y asturiano. Es temprano. Las húmedas calles empedradas de la villa están decoradas con miles de pequeñas bombillas incandescentes que señalan el inicio de la Navidad, y en esta violácea primera hora de la mañana, cuando la niebla aún es espesa, las cálidas luces se asemejan a un ejército de luciérnagas dispuestas a anunciar la aterradora presencia de un nubeiro o de una meiga o la solemne invocación de Xuan de la Borrina.
No hay nadie en la avenida principal, pero se escuchan voces en una tienda de regalos. Frente a la entrada del local hay un escaparate de madera con una vitrina atestada de navajas de Taramundi, de las que aquí se dice, y perdonen los albaceteños a los astures, al final todos somos hermanos, que son las mejores del mundo. El local lo regenta Ana María Pulido, esposa del sobrino del más prestigioso cuchillero de la zona, Mario Castelao, un navalleiro perteneciente a una importante saga de expertos artesanos que, en 2018, se llevó a la tumba el secreto ancestral del temple perfecto de sus hojas. "Cada uno tiene su técnica, y hay otras navajas buenas, pero como estas ya no se hacen", asegura la mujer, de pelo corto y rojo, tras el mostrador de su bazar, mientras saca de dentro de una caja tres navajitas oxidadas pertenecientes a su legado familiar. En la hoja se leen las siglas CCYC, marca del taller Castelao, el más cotizado de la zona. Puras piezas de coleccionismo.
Aunque este concejo y sus 54 aldeas apenas suman 600 habitantes, son decenas de miles las personas que transitan cada año por sus calles y carreteras en busca de verdes valles asaltados por mares de brumas errantes, de cabazos que se confunden con hórreos, de molinos hidráulicos que trasladan la memoria al medievo a través de sus fuerzas motrices y, por supuesto, de talleres que elaboran cuchillería tradicional, omnipresente en cada casa, en cada comercio, en cada museo de la zona. No en vano la navaja más grande del planeta está en la pedanía de Pardiñas, a cinco minutos de la villa taramundesa, justo frente al Museo de la Cuchillería. Es ahí, frente a ese mastodonte de 7,20 metros de largo y 1.600 kilos de acero con vistas al neblinoso valle del río Turia, donde el primer protagonista de esta aventura, Juan Carlos Quintana, su artífice, recibe a EL ESPAÑOL | Porfolio. Él es uno de los 35 artesanos guardianes de los secretos del oficio que dedican su cuerpo y su alma a la elaboración de las legendarias navajas de Taramundi.
Quintana, alto y barbudo como un vikingo, lleva atado a la espalda un mandil marrón. De no ser por la suavidad de su voz y la afabilísima sonrisa con la que recibe a este periódico, su mera presencia haría estremecer al foráneo. Lleva 28 años metido en las forjas. A sus 21 comenzó a fabricar navajas y cuchillos en su taller. Como la mayoría de cuchilleros, lo hacía de forma tradicional, a mano, confeccionando las formas a golpe de mazo y puliendo los filos con piedra, y lo hacía sin ayuda, porque en esta zona quien se dedica a calentar y templar el acero tiene algo de entidad solitaria y ermitaña. Aunque por sus venas corre la sangre de las seis generaciones de herreros que lo precedieron, su abuelo rompió la tradición por culpa de las penurias que trajo consigo el fin de la Guerra Civil. Sus padres, también alejados del negocio cuchillero, abrieron una famosa quesería que acabó popularizando el conocido como 'queso de Taramundi'.
"El negocio era muy interesante, pero al final la madera me pudo más que la leche. Digamos que el fuego me atrapó", asegura Quintana mientras se dirige al interior de su fragua. Él tomó el testigo de su bisabuelo y aprendió el oficio a través del boca a boca de los viejos maestros, la mayoría ya muertos. Se entrevistó con cuchilleros locales, incluso con el propio Castelao, y se convirtió en un coleccionista de sabidurías dispuesto a aprender todo sobre la navaja de Taramundi. La gesta le funcionó: hoy, a sus 50 años, dirige un taller con cinco empleados (ocho en temporada alta, de julio a septiembre) que produce 20.000 piezas de cuchillería al año, entre ellas 15.000 navajas y 5.000 cuchillos. También es fundador y gerente del Museo de la Cuchillería, referente nacional, y tiene una tienda donde vende sus prestigiosas piezas –desde los 17 € hasta los 120 €– bajo el sello de CQ Taramundi.
[Vaqueiras y Teitadoras de la Asturias Salvaje: las Guardianas que Preservan el Oasis del Oso]
Llegados a este punto, la gran pregunta a despejar es: ¿por qué las navajas de Taramundi son tan famosas? ¿Realmente son tan buenas como se dice? ¿Cuál es su historia? "Es bastante curioso", explica Quintana mientras enciende las piedras de carbón vegetal de su fragua y comienza a avivar el fuego con un fuelle. "La pieza de hierro más antigua de la Península Ibérica, un puñal prerromano con antenas datado del siglo IX antes de Cristo, apareció en el castro de Taramundi. Hace tres años encontramos unas escorias, que son los restos que quedan de reducir el mineral de hierro, datadas de la época romana. El trabajo del hierro en esta zona viene de muy atrás, lo que pasa es que hasta el siglo XIX fue residual y secundario, porque sobre todo se hacían herramientas de campo, cucharas, cucharones, cazos, sartenes, bisagras y, sobre todo, clavos".
Quintana explica que para reducir el mineral de hierro presente en estas tierras y convertirlo en metal para forja se necesitaban cantidades ingentes de carbón vegetal. Y en Taramundi hay mucho bosque. Los lugareños montaron espacios de laboreo en las zonas en las que había grandes arboledas para aprovechar su combustible. A partir de los siglos XV y XVI, con la llegada de la tecnología hidráulica y los mazos y herrerías que se aprovechaban de los caudales de los ríos, muchos ferreiros comenzaron a fabricar navajas, tijeras y cuchillos en sus talleres de forma organizada y sistemática. "El primer dato que tenemos de una venta de cuchillería fuera de Taramundi es del siglo XVI. Son unas tijeras usadas para esquilar ovejas. Pero el negocio no despuntó como industria hasta el XIX. Las primeras navajas vendidas datan de 1850".
Juan Carlos Quintana introduce una platina de hierro en las ascuas. Vuelve a darle al fuelle y una colección de pequeñas pavesas vuela por la estancia de madera. "Esto son las pulgas del fuego", ríe el ferreiro. "Lo malo de esto es que si algún día inventamos el afilador perfecto, nos retiramos todos". Cuando la lámina coge la temperatura suficiente y el acero queda pintado de naranja, el maestro cuchillero la coloca sobre un yunque y comienza a martillarla con un mazo para darle forma a lo que, dentro de unos minutos, será la hoja de una navaja. "Yo he conocido a los cuchilleros más viejos de esta zona, y todos contaban lo mismo: la navaja de Taramundi se vendía principalmente a El Bierzo y a otras zonas de Ourense y Zamora para la vendimia. Que se convirtiese en un famoso souvenir para los turistas es algo reciente. En 1985, con el aumento del turismo y el declive de la industria rural, había que reconvertirse".
Tras golpear la platina y soltar algunas chispas, el herrero introduce el hierro en un cubo de agua. Emerge una nube de vapor. "Esto que estoy haciendo ahora es el temple. Es un proceso muy delicado. Cuando lo haces en una fragua no tienes herramientas para medir la temperatura. Hay que guiarse por el color. Si, por ejemplo, hay más luz natural de lo habitual porque da el sol, la iluminación te despista y el error pueden ser 100 grados de diferencia".
El motivo de que las navajas de Taramundi estén consideradas, junto con las de Albacete, las mejores del mundo, es un misterio. Algunos aseguran que es por el proceso de templado que siguen, o siguieron, algunos maestros artesanos como Castelao; otros, que radica en el pragmatismo de sus mangos estrechos y curvados. Puede que así fuese durante centurias; sin embargo, Quintana cree que hoy realmente no hay grandes diferencias entre las navajas de diferentes territorios, sean estas de Francia, de Italia, de Albacete o de Taramundi. La diferencia, para él, está en la denominación de origen de cada producto y en el estilo, la estética, de sus acabados.
"Hoy la calidad de las hojas es muy similar en todo el mundo porque los aceros están estandarizados. La norma para el temple te la da el fabricante de acero. Los hornos tienen temperaturas controladas. Eso hace que no haya muchas diferencias. La principal, creo, es que nuestra navaja está muy arraigada al territorio y tiene una enorme tradición patrimonial". Llevarse una navaja de Taramundi es, en fin, llevarse un pedazo de historia de Asturias.
Es por eso que tanto Quintana como numerosos artesanos locales luchan por que las navajas de Taramundi figuren dentro de los regímenes especiales de Denominaciones de Origen Protegidas (DOP) o Indicaciones Geográficas Protegidas (IGP), hasta hace sólo una semana ambas reservadas para productos alimentarios. El Reglamento de la Unión Europea 2023/2411 del Parlamento Europeo y del Consejo del 18 de octubre de 2023, relativo a la protección de las indicaciones geográficas de elaboraciones artesanales e industriales, abrió la puerta a que los países de la Unión Europea pudieran calificar como DOP o IGP este tipo de artesanías.
"Llevamos trabajando en ello diez años. Queremos una normativa en Europa que permita desarrollar IGP para productos no alimenticios. En el mes de octubre se aprobó, y la semana pasada tuvo la confirmación definitiva. Ahora cada estado comunitario tiene que adaptarlo a su jurisdicción. La Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM) va a ser la encargada de verificar que se cumplen los parámetros, pero creemos que la aplicación va a depender de las comunidades autónomas. Claro, la cerámica de Talavera no tiene mucho que ver con las navajas de Albacete o las de Taramundi. Habrá que crear un consejo regulador para cada área y para cada artesanía".
El taller artesano de Antonio Díaz
A diferencia de la mayoría de artesanos que pueblan el concejo de Taramundi, Quintana decidió adaptarse a la modernidad y ya no es habitual que haga las hojas en esta fragua, que sólo tiene activa para encargos especiales y turistas. Tampoco afila las navajas en piedra ni monta los mangos tras pasarlos por el torno: "Ahora las hojas las recortamos con técnicas láser, el temple del acero lo hacemos en un horno con atmósfera controlada que analiza todos los parámetros de temperatura, los mangos los elaboramos en una fresadora de control numérico y las personalizaciones de las navajas las hacemos con una impresora 3D. En la zona hay unos 18 o 20 talleres, y te encuentras formas muy distintas de hacerlo: la mía, que es más moderna, o la de artesanos como Antonio Díaz y sus hijos, que son muy tradicionales".
Antonio Díaz. En el pueblo ya habíamos escuchado ese nombre. Se trata de uno de los pocos artesanos que representan a la 'vieja escuela'. Dicen que en media hora es capaz de convertir con sus manos una lámina de acero y una pequeña ramita de saúco o de brezo en una navaja perfecta. No lo creemos posible hasta que bajamos a Vega de Llan, a otros cinco minutos de Pardiñas, y entramos en el atestado taller del maestro cuchillero. Ya es de noche, hiela en la calle, y entre la perfecta oscuridad del valle sólo se ve iluminada, en un risco, como una alucinación, un ventanal cuyo interior está difuminado por el vaho. Del interior emergen ruidos de sierras, lijas y radiales. Subimos una escalinata de madera, abrimos la puerta y observamos la estancia bajo el dintel.
Todo está lleno de serrín, de utensilios innombrables, algunos fabricados a mano, las ventanas empañadas por la respiración de los trabajadores en contraste con el grado bajo cero de la calle, los rostros oscurecidos por las ascuas, un joven llamado Iker, hijo de Antonio, oculto tras una mascarilla sucia mientras corta con la radial un trozo de madera, al fondo unas gotitas caen de una boca de riego sobre un cubo y otro joven, Aurelio, gira una gigantesca piedra con la que perfila el filo de una navaja. El risueño artesano Antonio Díaz está en el centro de la estancia supervisando, como un director de orquesta, todo el trabajo. Mientras barniza unos mangos de navaja, da la bienvenida. Acto seguido, casi sin decir nada, saca su mazo, un trozo de madera de boj y enciende el ventilador que alimenta su fragua. "Esto, en media hora, será una navaja", ríe.
"Vivimos solamente de esto", grita mientras su hijo trabaja con una radial y comienza con la faenada. "Es bastante rentable. Además, somos los únicos que hacemos exhibiciones en vivo a la gente, de principio a fin. Yo todo lo que fabrico lo tengo vendido. Podemos acabar 36 piezas al día. Todas a mano. Yo, modernizarme, poco. No he cambiado mucho en estos años. Cuando viene la gente sale encantada, porque ve un cacho de acero convertido en navaja. No se lo creen". Mientras dice esto ha convertido un trozo de metal plano en una virola –la parte que recubre el eje y une la hoja con el mango–, ha impreso con un troquel la marca de su taller sobre la hoja y también ha puesto la uña, la muesca que se usa para abrir la navaja.
Pule el mango de boj, le hace una hendidura, afila el metal, desbasta la hoja hasta dejarla reluciente, le hace unas muescas al mango, las quema para decorarlo, lo barniza dos veces, golpea con un mazo la madera contra la hoja para hacerla encajar, se mueve de un lado a otro como un prestidigitador, de aquí para allá, de acá para atrás, uno ya pierde el ritmo de lo que hace, pero en media hora, casi puntual, la pletina de acero y la rama de árbol se han convertido, como por arte de magia, en una perfecta navaja con el sello 'A' de Antonio Díaz, que nos cede como recuerdo de la liturgia artesana.
El padre de Díaz, de idéntico nombre, entra entonces en el local como una sombra y observa todo el proceso echando una de esas miradas apasionadas y concentradas que parecen un disparo del alma. Conversa algo en voz muy baja con sus nietos. Le pedimos una fotografía familiar y accede a hacérsela, sonriente, aunque sin mediar palabra. Su familia, generación tras generación, explica Antonio Díaz hijo, se dedica a este oficio. Ellos son el vivo ejemplo de cómo la ciencia del lenguaje que no se habla se mantiene incólume en Asturias. Y en un tiempo hiperconectado plagado de renunciadores de la tradición y dimisionarios de la paciencia que fuerzan al campo a un éxodo rural con el destino puesto en las frenéticas distopías de las junglas de asfalto, allí donde, paradójicamente, sólo se sueña con tener más tiempo libre para reconectar en el campo, avivar la llama de estos oficios centenarios se percibe como un acto de rebeldía, de autenticidad, el mejor homenaje que, en definitiva, se le puede rendir a la vida.