Ni siquiera a la hora de comenzar una investigación para un libro hay que desestimar la importancia de la suerte. No sé si utilizar ese término para definir el descubrimiento fundacional de La biblioteca de fuego, pero sí fue una sorpresa para mí la quema de libros en la Universidad Central con la que se celebró el 'Día del Libro' de 1939. La noticia se publicó el 2 de mayo de 1939 en ABC y todavía me pone los pelos de punta.
El acto, simbólico, fue definido como "auto de fe", en una referencia inquisitorial que a mí me sonó casi a amenaza. No en vano Heinrich Heine había dejado escrito que donde se queman libros se acaba quemando a personas y, por desgracia, en ocasiones esa afirmación no es metafórica.
Recordé haber visto una reproducción de un grabado que me había impactado mucho un tiempo antes, cuando investigaba para escribir Sortilegio: un diablo quemaba libros en una hoguera. El grabado pertenecía al Libro del Anticristo de Martín Martínez Ampiés, y yo había podido verlo gracias a una reproducción basada en el único ejemplar completo que a día de hoy se conoce, y que está en Nueva York.
Era este un libro que recogía tradiciones medievales y creencias muy extendidas en la España del Renacimiento, que siempre aparecía envuelto en un halo de misterio y que yo, en su momento, había colocado en una lista de libros malditos, raros o desaparecidos que podía utilizar en aquella novela. Me sorprendió descubrir al repasarlo que, precisamente, uno de los dos ejemplares completos de los que se tenía noticia había sido registrado como perteneciente a la Universidad Central en la unificación de sus fondos que se operó en los primeros años treinta para trasladarlos a la moderna Ciudad Universitaria.
Uno de los únicos dos ejemplares del 'Libro del Anticristo' desapareció en España en la Guerra Civil
Después de aquello, no se sabe nada de él. Es decir, de aquel libro con ese grabado tan impactante, sólo se tenía noticia de dos ejemplares íntegros —existen otros dos, incompletos y a los que les falta precisamente la parte que da título al tomo—: uno que todavía se conserva en la Biblioteca Pública de Nueva York y otro que desapareció en España, probablemente en algún momento de la Guerra Civil.
La necesidad de salvar de alguna manera esos libros de la hoguera de 1939 me hizo crear una sociedad secreta que, desde tiempos inmemoriales, salvase de la censura y el fuego los libros mal vistos en una época determinada y los salvaguardase para el futuro. Quería escribir una aventura, ¿y qué libro más adecuado que el desaparecido Libro del Anticristo? Fue su rastreo lo que me llevó a descubrir cómo durante la Segunda República se adoptaron nuevas y modernas formas de clasificar las bibliotecas que hacían más accesibles los libros al pueblo, por un lado, y dejaban un registro más fidedigno de los fondos.
Javier Lasso de la Vega fue el encargado de implantarlo para unificar las bibliotecas de la Universidad Central, entonces desperdigadas en diferentes edificios antiguos, en una sola que se trasladaría a la nueva Ciudad Universitaria. Es en este registro donde se tiene por última vez noticia del Libro del Anticristo íntegro.
Aquí descubrí quizá a la primera bibliotecaria olvidada que fue relevante en mi investigación: Juana Capdevielle. Fue su historia la que me hizo decantarme por contar la de una bibliotecaria. En el momento del traslado colaboró en los trabajos como bibliotecaria técnica universitaria, y dejó material escrito al respecto que me fue muy útil. Capdevielle consiguió ese puesto por oposición y tras pasar unas breves prácticas en la Biblioteca Nacional. Llegó a ser la primera mujer jefa de una biblioteca de facultad en la Universidad Central, en este caso en la de Filosofía y Letras, clasificó los fondos privados de la biblioteca del Ateneo de Madrid como jefa técnica de biblioteca, fue miembro fundador de la Asociación de Bibliotecarios y Bibliógrafos de España y principal responsable de su servicio de bibliotecas para los enfermos de los hospitales, así como mente inquieta y conferenciante concienciada.
En 1936 se casó con Francisco Pérez Carballo, al que designaron gobernador civil de La Coruña en abril de ese mismo año. Juana pidió una excedencia para acompañar a su marido. Tras el golpe, él fue ejecutado de inmediato y ella encarcelada. Aunque la liberaron, al poco tiempo la volvieron a detener, acusándola de instigar a su marido a que armase al pueblo contra los militares. Se cree que fue ejecutada el mismo día que Federico García Lorca.
La vida por 300 páginas
La muerte de Juana Capdevielle me llevó a querer saber sobre la biblioteca universitaria que con tanto mimo registró y reubicó, aunque no fuese capaz de resolver el misterio del paradero del Libro del Anticristo. La mala suerte había querido que la biblioteca se hubiera trasladado a la Ciudad Universitaria pocos años antes del estallido de la guerra, y que el frente universitario fuese uno de los más cruentos en el asedio a Madrid. La Facultad de Letras, precisamente, donde estaba la biblioteca que Juana había registrado, fue cruelmente castigada. ¿Qué fue de los libros? En muchos casos se estaban usando como parapetos para parar las balas en las trincheras.
Se decía que trescientas páginas bastaban para salvar a un hombre; no había sacos terreros suficientes. Fue aquí que descubrí a Ángel López, al que llamaban el "ángel de los libros" por sustituir las hojas por material de construcción; por exponerse a las balas para tratar de rescatarlos. Era Ángel López un bedel de la universidad muy amante de la lectura y profundamente implicado con las Bibliotecas Populares al que la suerte hizo que el régimen franquista lo diera por muerto cuando se fusiló a un anarquista con su mismo nombre. Después de la guerra apenas habló de sus heroicidades rescatando cultura; se volvió invisible y vendió fruta.
Fue su invisibilidad lo que dio nombre a la sociedad secreta de mi novela, pero también me creó la necesidad de saber más sobre el rescate de la cultura durante la Guerra Civil. ¿Caería el Libro del Anticristo quemado por un obús o atravesado para salvar una vida? ¿Fue robado quizá en los saqueos que se multiplicaron en los frentes y vendido a un coleccionista particular? ¿Lo rescataría Ángel López y terminaría en aquella hoguera de 1939 que tanto me había espeluznado? ¿Existía un registro de lo que se había salvado de la Ciudad Universitaria? ¿Alguien estaba salvando los libros de forma organizada? Como todo el mundo, sabía de las famosas cajas del Museo de El Prado, había visto a la Cibeles protegida dentro de su búnker de tierra, ¿pero qué había sido de los libros?
'Mío Cid' y una pistola
Para llegar a los libros, hice dos descubrimientos simultáneos y que, finalmente, acabaron relacionados en la novela. El primero fue la historia del manuscrito acéfalo del Mío Cid que a día de hoy salvaguarda la Biblioteca Nacional de España y que tuve el lujo de ver, ya que se expuso por primera y única vez mientras yo estaba escribiendo el libro. Entonces pertenecía a la familia Menéndez Pidal, y sería Roque Pidal, marqués de Pidal, el que lo vendiese a la Fundación Juan March años después, fundación que lo donaría finalmente a la Biblioteca Nacional de España.
Se trata de una copia de Juan Ruiz de Ulibarri fechada en 1596, del original del XIV que había en Vivar, al que le faltan las primeras páginas y que tiene un valor incalculable. Había sido adquirido por la familia Pidal para evitar que saliera de España en el siglo XIX, cuando el Museo Británico se interesó por él y pretendió comprarlo, según se dice, con un cheque en blanco. Para salvaguardarlo, se hizo construir para él un sofisticado cofre en forma de castillo de algo más de un metro de alto, para el que se utilizó la madera del antiguo convento de Santa Gadea, y que hoy también pertenece a la Biblioteca Nacional.
Este castillo y su valioso contenido estaban en el hotelito que tenía el antiguo marqués de Pidal —la República suspendió los títulos nobiliarios y no lo recuperaría hasta después de la guerra— y en el que, en 1935, se celebró una fiesta para honrar a los invitados al II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía que Juana Capdevielle ayudó a organizar. En parte por aquella fiesta de 1935, llena de bibliófilos y bibliotecarios, todo el mundo conocía la historia del códice en su castillo, y poco tiempo después de que estallase la guerra, que pilló a Roque Pidal como a mucha otra gente de vacaciones, se quiso incautar para salvaguardarlo. A partir de aquí la historia es confusa ya que, según se dice, dentro del castillo no había un códice sino una pistola.
Llegados a este punto, hay que incidir en que el golpe de Estado y sus consecuencias más inmediatas tuvieron lugar en verano. Mucha gente estaba fuera de sus residencias habituales, como era el caso de muchos funcionarios bibliotecarios, entre ellos el que era director de la Biblioteca Nacional, Miguel Artigas. Este último, junto a muchos otros, se puso de inmediato a las órdenes del gobierno golpista, que se situó en Burgos. Esto obligó a que en la Biblioteca Nacional se hiciera una comisión gestora para dirigirla, encabezada por Tomás Navarro Tomás.
Como el golpe de Estado fue en verano, muchos de los funcionarios bibliotecarios estaban de vacaciones
A colación de la desaparición del Mío Cid, puede seguirse en la prensa de la época una serie de sentidas acusaciones, que comienzan con Miguel Artigas señalando que las hordas rojas querían destruir un símbolo español, y continúan con Tomás Navarro Tomás defendiendo el tema de la pistola en el castillo y exponiendo que en el hotelito de los Pidal había además todo un arsenal armamentístico. La guerra publicitaria que se desarrollaría a colación de la protección del Tesoro tuvo un capítulo estelar con este preciado códice, que terminó por aparecer en una de las cajas incautadas en el Banco de España.
Muchos antiguos nobles y ricos habían guardado algunas de sus más preciadas posesiones en sus cajas de seguridad, pero ante la amenaza de que se estropearan, se rescataron y se enviaron con las cajas del patrimonio que viajarían primero por media España para protegerlas de las bombas y, finalmente, hasta Ginebra. Es probable que un registro deficiente hiciese pasar desapercibida la importancia del contenido de aquella caja, pero de su hallazgo y devolución haría el nuevo régimen toda una fiesta.
La primera hoguera
La otra historia interesante que descubrí, y que en la novela terminaría ligada a la del códice del Mío Cid, fue la de Blanca Chacel, hermana de la escritora Rosa Chacel.
Al principio de la guerra se temió, fundadamente, que la gente saliera a las calles a destrozar el patrimonio, en especial el religioso. Este temor venía agudizado por el recuerdo de las quemas de conventos que en 1931 se extendieron por toda la península, y que habían tenido un capítulo especialmente vergonzoso en el saqueo y destrucción de la Casa Profesa de los Jesuitas de Madrid. En realidad aquella fue la primera hoguera de libros que pude encontrar en mi rastreo, pues la Casa Profesa tenía una de las mejores bibliotecas de España, que desapareció aquella noche.
Para que esto no volviese a ocurrir, el Gobierno republicano creó la Junta de Protección del Tesoro Artístico para promover las incautaciones de patrimonio que pudiera estar en peligro, llevar un registro de obras y su estado, y protegerlo en lugares acondicionados para ello. Junto al trabajo de los funcionarios, muchos voluntarios colaboraron en campañas de concienciación que enseñasen al pueblo el arte tras la pieza religiosa o saqueada a un rico, o en labores de traslado y registro.
Blanca Chacel era una joven que había estudiado Matemáticas y que primero se presentó como enfermera voluntaria, aunque muy pronto acabaría dirigiendo el archivo de los trabajos de rescate del tesoro. Por estos trabajos le darían el título de archivera, que conservó toda su vida, y gracias a su hija Helena, a la que tuve el placer de localizar y conocer durante la investigación, supe que, además, fue una archivera heroica.
El archivo con las fichas que contenían todo lo que iba a trasladarse a Ginebra para ponerse a salvo hasta que la guerra terminase eran dos maletas de unos treinta kilos cada una. El acuerdo para guardar el tesoro fuera de España no se había firmado hasta 1939, cuando los países implicados consintieron en garantizar su devolución ganase quien ganase. Después de la firma, se incautaron todos los vehículos con los que se pudo contar para trasladar las obras hasta Perpiñán, desde donde saldría el tren a Ginebra. Sin embargo, no había espacio para el archivo.
A Blanca Chacel y su amiga Elena Gómez de la Serna las dejaron en la frontera con las dos maletas y la misión de llegar a Perpiñán como fuera, pero por sus propios medios. Ellas, milagrosamente y gracias a la perspicacia de Blanca, lo consiguieron. Esquivaron incluso ser encerradas en uno de los campos de refugiados franceses donde tantos españoles malvivieron. Gracias a esas dos mujeres, el archivo con el contenido de las cajas logró llegar a su destino y fue un objetivo muchísimo más difícil para cualquier saqueador que quisiera escamotear parte del valioso patrimonio.
Llegaron a Ginebra con lo puesto y poco antes de que los países empezasen a reconocer el Gobierno de Franco. Cuando le ofrecieron volver a España a condición de firmar un papel en el que renegara de su participación en el salvamento, se negaron. Blanca Chacel estaba orgullosa de lo que había hecho, aunque jamás se diera por ello la más mínima importancia, así que se quedó en Ginebra atrapada, sin documentación, y sin nada más que su propia habilidad para sobrevivir, hasta que la suerte quiso que pudiera viajar a América.
La hermana de la escritora Rosa Chacel, Blanca, llevó a Francia los libros salvados
En esas fichas que Blanca Chacel salvó, ya no figura el Libro del Anticristo. Sin embargo, la historia de su periplo hasta Perpiñán me hizo interesarme por las historias de los bibliotecarios cuasi anónimos que participaron en los registros, incautaciones, protección y traslado del patrimonio. A través de las cartas que Tomás Navarro Tomás dirigió a Miguel Artigas por el asunto del Mío Cid, descubrí al filólogo Antonio Rodríguez Moñino, del que se dice que fue la mano fantasmal que en realidad escribió esas letras. Dirigió con gran diligencia los trabajos del rescate bibliográfico cuando Navarro Tomás tuvo que viajar hasta Valencia para revisar allí la conservación de lo trasladado, aunque siempre se verá ensombrecido por su vinculación con la incautación de las monedas de oro del Museo Arqueológico de la que no quedó registro.
Se casó con otra de las bibliotecarias que participaron en el rescate, María Brey -prima de la madre del expresidente Mariano Rajoy-, y al acabar la guerra se negó a exiliarse, por lo que sufrió las depuraciones como tantos otros. En su caso, se le inhabilitó para la enseñanza durante veinte años, sufrió traslado forzoso y se lo despojó de su cátedra. Intentó ser académico en la Real Academia, aunque se lo rechazó, posiblemente por motivos políticos, hasta 1966. Fue profesor de la Universidad de Berkeley y fundó Clásicos Castalia entre otras muchas cosas. Destacó también como bibliófilo coleccionista: a su muerte legaría a la Real Academia más de 15.000 volúmenes.
Amor por los libros
Abrir el arca de los bibliotecarios y archiveros fue una fuente inagotable de historias maravillosas y terribles que me pusieron muy difícil elegir qué debía estar en una novela cuyo mensaje era el amor por los libros. Quería hacer justicia con todos, pero me di cuenta de que no era contar todas sus historias lo que necesitaba, sino dar una pincelada que abriese el hambre y la curiosidad por todas las demás. Allí estaba Luisa Cuesta que, a pesar de sus ideas comunistas, según una de sus compañeras en las declaraciones de los expedientes de depuración, escondió a un compañero sacerdote en la Biblioteca Nacional.
No parece que el sacerdote hablase a su favor cuando la depuraron y, sin embargo, volverían a trabajar mano a mano muchos años después, como si nada de aquello hubiese ocurrido. Estaba Isabel Niño, que habló a favor de Luisa Cuesta cuando el hombre al que salvó guardó silencio. Estaba Teresa Andrés, responsable de la Sección de Bibliotecas de Cultura Popular, que llevó las bibliotecas a lugares inaccesibles, a hospitales y a los frentes. Teresa Andrés murió en Francia exiliada, poco después de la II Guerra Mundial; durante la ocupación nazi había participado en la resistencia. Estaba María Moliner.
Todos ellos merecerían su propio libro. Yo, sin embargo, sólo podía escribir este, que finalmente da una explicación a la desaparición del Libro del Anticristo, aunque seguramente no se parezca a la verdadera. Ese es un misterio que no sé si resolveremos, pero me niego a pensar que pudiera haber sido pasto de las balas o los obuses o, peor, de la ignorancia, cuando en 1939 se celebró ese 'Día del Libro' con una hoguera que no sería ni la primera ni la última; reflejos de aquella famosa hoguera nazi de la Plaza de la Ópera de Berlín, donde universitarios partidarios de Hitler purgaron aquellos libros que consideraron con "espíritu antialemán" y que, en 1933, la revista Time calificó de bibliocausto. Fue tiempo antes de que decidiéramos llamar holocausto a la Shoá para darle la razón a Heinrich Heine. Cuya obra, por cierto, también quemaron esa noche.
Las bibliotecarias más importantes
1. Teresa Andrés (1907- 1947)
Según algunas fuentes, nacida en una familia protestante, aunque otras lo desmienten. Hija de maestra y médico. Estudió en Madrid y estuvo en la Residencia de Señoritas. Adelantada a su época, viajó a Inglaterra para hacer de au pair y aprender el idioma, así como a Alemania para estudiar Arqueología. No llegó a leer la tesis por culpa de la guerra. En la universidad conoció a Emilio Gómez Nadal, su marido. Ambos se afiliaron al Partido Comunista. En 1931 ingresó en el Cuerpo de Facultativos, Archiveros y Arqueólogos. Como tal, y durante la guerra, se hizo cargo de las bibliotecas de Cultura Popular y, por lo tanto, de hacer llegar a los frentes pequeñas bibliotecas en baúles y la prensa escrita. Participó asimismo de las labores de incautación y salvamento de la Junta del Tesoro. Se exilió a Francia con su marido y, durante la ocupación nazi, envió a su hijo a España para alejarlo del peligro, ya que colaboraba con la Resistencia. Tuvo un hijo más, que murió poco antes que ella. Teresa Andrés lo haría de leucemia en 1947, en París.
2. Blanca Chacel (1914-2002)
Sobrina-nieta del dramaturgo José Zorrilla. Después de su largo periplo hasta Ginebra, logró exiliarse a México en 1942, donde fue profesora de francés y de lengua y literatura española. También hizo una gran labor como traductora, en especial del francés. Toda su vida estuvo muy ligada al teatro, tanto como actriz como en labores de diseño y elaboración de vestuario, así como de decorados en diversas compañías y obras. Se jubiló en 1981, aunque siguió escribiendo en la sección cultural del periódico Excelsior una columna llamada Hablemos bien (1996-2002), así como algunos artículos en El Norte de Castilla (2000).
3. María Brey (1910-1995)
Nació en Puebla de Trives, Orense, hija de un juez. Estudió en Bilbao y, más tarde, en la Universidad Central de Madrid, en Filosofía y Letras. Ingresó en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos en 1931. Trabajó en la Biblioteca de la Presidencia del Consejo de Ministros. En 1936, fue evacuada a Valencia desde Madrid y trabajó en la Casa de la Cultura dirigida por Antonio Machado y en la Oficina de Adquisición de Libros junto a María Moliner. Esto último, en parte, causó que tuviera un expediente de depuración muy duro al acabar la guerra, ya que fue acusada de ser persona de confianza de María Moliner, así como de pertenecer a la UGT. Además, en 1939 se había casado con Antonio Rodríguez Moñino, cuyo expediente de depuración también sería muy duro y no se rescindiría hasta 1966. En 1961, se trasladó a Nueva York junto a su marido. Participó en la confección del Catálogo de los Manuscritos Poéticos Castellanos de la Hispanic Society of América y realizó trabajos de traducción. De regreso en España, logró junto a Rodríguez Moñino poseer la que fue en su momento la mayor y más completa biblioteca privada de España. Dirigió congresos, hizo múltiples ediciones críticas de clásicos, fue traductora de la Editorial Castalia y publicó estudios literarios sobre diversos autores. Murió en Madrid en 1995. Es tía materna del expresidente Mariano Rajoy.
4. Juana Capdevielle (1905-1936)
Hija de padre francés y madre española. Se matriculó por libre en la Universidad Central de Madrid, donde fue compañera de María Zambrano. Ingresó en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos en 1930. Obtuvo su puesto como bibliotecaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central en 1931. Colaboró en el traslado de los fondos bibliográficos de la Universidad Central a la Ciudad Universitaria entre 1932 y 1933. Se convirtió en la bibliotecaria jefe de la facultad de Filosofía y Letras en 1933. Además, trabajó como jefa técnica en la biblioteca del Ateneo de Madrid, implantando allí la Clasificación Decimal Universal que ya se había utilizado en el registro y traslado universitario. Fue miembro fundador y tesorera de la Asociación de Bibliotecarios y Bibliógrafos de España. Entre sus objetivos, estuvo que cada pueblo de España tuviera una biblioteca y el activar un servicio de préstamo bibliotecario en los hospitales. Esta asociación logró que en 1935 se organizara en España el II Congreso Internacional de Bibliotecarios y Bibliógrafos (el primero tuvo lugar en Roma), donde fue organizadora y conferenciante.
5. Luisa Cuesta (1892-1962)
Hija de un capataz y un ama de casa, muy pronto destacó académicamente. Se graduó en bachillerato el mismo año que se aprobó el acceso de la mujer a la universidad, 1910. Cursó estudios de Maestra Superior y consiguió plaza como tal, por oposición en 1914. Mientras ejercía como maestra el primer año, estudió Filosofía y Letras en la Universidad Literaria de Valladolid. Aprobó en 1921 la oposición del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Se trasladó a la Biblioteca Nacional de España en 1930. Compaginó su labor bibliotecaria con otras de investigación. Estuvo afiliada a la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza (de UGT), relacionada con el Partido Comunista y fue miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. Más tarde, se integraría en el Frente Popular de Funcionarios y en el Sindicato de Trabajadores de Archivos, Bibliotecas y Museos. Tras el Golpe de Estado de 1936, forma parte de la Comisión Gestora del Cuerpo Facultativo de Archivos, Bibliotecas y Museos presidida por Navarro Tomás. Sus posturas, no siempre de acuerdo con la corriente imperante y alineadas con la defensa de sus compañeros, aunque fuesen estos sacerdotes o de ideología distinta a la suya, le supusieron ciertos problemas durante la guerra. A pesar de todo ello, el régimen franquista la depuró con orden de traslado forzoso a la Delegación de Hacienda de Ciudad Real. Después fue también destinada a la Escuela de Peritos Industriales de Madrid. Opositó a cátedras del Instituto de Geografía e Historia en 1941 y compaginó sus labores de bibliotecaria y docente una vez más. Fue la primera mujer en ganar el Premio de Bibliografía de la Biblioteca Nacional. En 1945 consiguió regresar a la Biblioteca Nacional. Hasta su jubilación, en 1962, no dejó de investigar, publicar y realizar viajes para aprender.
**María Zaragoza es escritora y acaba de ganar el premio Azorín de Novela por la obra 'La biblioteca de fuego', que sale a la venta publicada por la Editorial Planeta el próximo 6 de abril.
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