El 25 de febrero de 1799, la avanzadilla del ejército francés alcanza Gaza, entonces una pequeña ciudad de unos 10.000 habitantes, entre los que había algunos cientos de judíos y cristianos. Pequeño puerto natural del Imperio otomano, al que llegan las caravanas de Petra y la península arábiga que transportan incienso y especias. El general Kléber entró en la ciudad sin encontrar apenas resistencia.
Napoleón Bonaparte llegara al día siguiente con el grueso de su ejército. Instalado en el palacio del Pachá dicta una carta encabezada así: “Cuartel general, Gaza. 9 de ventoso del año II (27 de febrero de 1799)”. “Los limoneros, los bosques de olivos y las desigualdades del terreno me recuerdan el paisaje del Languedoc, se diría que estamos al lado de Béziers…”, explica el joven general de 29 años.
Sí, hablamos de la misma Gaza que estos días ha asaltado el ejército de Israel, tras intensos bombardeos, en busca de los túneles de Hamas bajo el hospital de Al Sifa. ¿Qué diablos hacía Bonaparte en Gaza en el último año del siglo XVIII?
El futuro emperador de los franceses dirigió la expedición que el Directorio que gobernaba la Francia revolucionaria había decidido enviar a Egipto con el objetivo de cortar la ruta de las Indias a Inglaterra. Además, las elites políticas e intelectuales de París, hijas de la Ilustración, juzgaban legítimo exportar los nuevos ideales de Libertad e Igualdad.
Egipto era entonces una provincia del declinante Imperio otomano, gobernada por los mamelucos, una casta de antiguos esclavos de los Balcanes, de origen bosnio en gran parte. Sus súbditos nativos les consideraban extranjeros. Los mamelucos, por su parte, desafían la autoridad de Constantinopla. Por todo ello, París confiaba en que los egipcios acogieran a sus soldados como liberadores. No fue así pese a los esfuerzos de Bonaparte para congraciarse con la élite cairota y sus expresiones de respeto al islam.
La expedición de Bonaparte
Bonaparte era ya un general popular tras sus victorias en Italia por lo que el Directorio prefería verlo ocupado en una campaña lejana que intrigando por París. Al ambicioso general también le convenía alejarse de la capital, convencido de que el final del Directorio -próximo pero no inminente- podría suponer una oportunidad para él.
La expedición estaba integrada por 38.000 personas aunque hay autores que elevan la cifra a 55.000, seguramente sumando la marinería del convoy que iba a transportarla. La flota estaba compuesta por 300 veleros escoltados por 26 navíos de guerra y partió de cinco puertos. Napoleón ordenó que no se embarcaran ni esposas ni amantes. Con todo, unas 300 mujeres -entre lavanderas, cantinières, etc.- subieron a bordo.
Lo más singular era el medio millar de civiles que fueron enrolados, ingenieros, arquitectos, astrónomos, naturalistas, pintores, músicos, impresores, etc. Un poeta, un compositor y un aeronauta formaban parte del rol. Sólo algunos de estos sabios conocían el verdadero destino pues la tropa y las tripulaciones no fueron informados hasta que estaban en altamar.
De alguna indiscreción de los sabios debió proceder la información que espías ingleses trasmitieron a Londres desde Livorno y Fráncfort: los objetivos de la escuadra eran Malta y Alejandría. El gobierno francés, para despistar a los ingleses, organizó incursiones en Portugal e Irlanda y dio mucha publicidad al falso nombramiento de Bonaparte al mando de las tropas y barcos de Brest.
La flota zarpó de Tolón el 19 de mayo de 1798. Y en días sucesivos de los otros puertos. El Almirantazgo ordenó a Nelson poner rumbo al Mediterráneo. De hecho, las dos flotas llegaron a cruzarse sin verse la noche del 22 al 23 de junio. Bonaparte había dejado Malta el 19 de junio pero puso rumbo a Creta. Así que Nelson llegó antes a Alejandría. Al no encontrar ni rastro de los franceses, la flota británica salió en su búsqueda, rumbo al norte. Los franceses llegaron el 29, horas después de que zarpara el último navío inglés. Bonaparte ordenó desembarcar de inmediato y marchar hacia El Cairo.
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Victorias en Egipto
El 21 de julio, 20 días después del desembarco en Alejandría, el ejército francés alcanzó Embabeh, un pueblo a orillas del Nilo, hoy engullido por la megalópolis de El Cairo. Allí tuvo lugar la batalla conocida como la de las Pirámides, aunque éstas distan 24 kilómetros.
También forma parte de la leyenda la arenga que Bonaparte habría dirigido a su tropa aquel día: “¡Soldados! Habéis venido a estas tierras para arrancárselas a la barbarie, llevar la civilización a Oriente y sustraer está bella parte del mundo al yugo inglés. Vamos al combate. Pensad que desde lo alto de estas pirámides, 40 siglos os contemplan”.
Lo que es incontestable es la victoria de Bonaparte. Al precio de sólo 29 muertos y 260 heridos acabaron con 2.000 mamelucos y varios miles de egipcios. Las valerosas y medievales cargas de la caballería mameluca se estrellaron contra la potencia de fuego y la disciplina de un ejército europeo formado en rectángulos.
“¡Soldados! Habéis venido a estas tierras para arrancárselas a la barbarie, llevar la civilización a Oriente y sustraer está bella parte del mundo al yugo inglés”.
El 24 de julio, Bonaparte entraba en El Cairo. Sin embargo, en los días siguientes, Napoleón recibiría dos reveses esenciales en su vida. El 25 oyó a su ayudante contar que Josefina le había sido infiel. Luego, supo que el tout Paris se regodeaba del escándalo. Para David Chandler, autor del monumental volumen titulado Las campañas de Napoleón, “el dolor [de Bonaparte] fue profundo y auténtico porque idolatraba a su inconstante Josefina. (…) A partir de ese momento, desapareció de su vida gran parte del idealismo y, en años posteriores, su egoísmo, desconfianza y ambición egocéntrica se fueron exacerbando. Europa entera sufriría las consecuencias de la destrucción de la felicidad personal de Bonaparte. El 25 de julio de 1798 constituyó un hito en la vida de Bonaparte: desde ese día, el tirano empezó a perfilarse cada vez con más nitidez”.
Rumbo a Palestina
El 2 de agosto, Nelson destruyó la flota francesa en la bahía de Abukir. Bonaparte minimizó el suceso en sus informes al Directorio, le echó la culpa al almirante Brueys, que pereció en la batalla y trató de desviar la atención de sus hombres: “El mar del que ya no somos amos, nos separa de nuestra patria; pero no hay ningún mar que nos separe de África o de Asia”. Retórica aparte, Napoleón Bonaparte quedó prisionero de su conquista.
Al conocer la noticia, el sultán declaró la guerra a Francia, reagrupó sus tropas en Palestina y puso al frente al pachá Djezzar, un septuagenario conocido como el carnicero por su crueldad. Nacido en Bosnia, esclavo en Egipto, había ascendido eliminando implacablemente a todo adversario hasta gobernar Siria y Palestina en nombre de la Sublime Puerta. A su encuentro, para cerrarle el paso, partió Bonaparte de El Cairo el 10 de febrero de 1799, con 13.000 hombres, entre ellos, 80 del recién creado cuerpo de dromedarios.
Atravesar el Sinaí fue una pesadilla. Ahora cada soldado dispone de una cantimplora de cuero, pero los hombres mueren de hambre cada día. La tropa despieza cada bestia que muere. La expedición francesa va a tropezar en El Arish, última ciudad egipcia defendida por 600 mamelucos y 1.700 infantes albaneses. La vanguardia francesa lo alcanza el 8 de febrero pero el fuerte no se rindió. Bonaparte llegará, furioso, el 17 pero la ciudadela resistirá hasta el 19. Ese retraso de 11 días va a ser decisivo… También tendría consecuencias las condiciones de rendición del millar de defensores de origen europeo: prometen no volver a empuñar las armas contra Francia a cambio de su libertad.
El siguiente hito es Gaza. Su conquista es anunciada a los cairotas con expresiones de respeto al islam buscando presentarse los franceses como liberadores: “¡En nombre de Dios, clemente y misericordioso! ¡Muerte a los tiranos!”. Se narraban las escaramuzas previas y se concluía que tras “entrar en Gaza sin encontrar oposición. Se encontraron almacenes de víveres, 400 quintales de pólvora, doce cañones, tiendas y material de guerra muy completo y de fabricación europea”.
El erudito y matemático Gaspard Monge, uno de los más importantes sabios de la expedición que acompaña a Bonaparte a Palestina, explica a sus acompañantes que Gaza está en la frontera sur del reino de Canaan, según el Génesis. Los soldados visitan la iglesia de San Porfirio, levantada por los cruzados sobre las ruinas de una iglesia de los primeros siglos del cristianismo, edificada a su vez junto a la tumba del primer obispo de la ciudad.
El ingeniero y cartógrafo Pierre Jacotin mide en pasos las distancias de la ciudad y, brújula en mano, toma datos para cartografiar la ciudad. Será, luego, el principal autor de un mapa de Palestina a escala 1/100.000.
Bonaparte que ha leído la Biblia, la Torá y el Corán durante la travesía de Tolón a Alejandría, sabe que varios faraones han visitado Gaza. Es el candado que hay que romper si se quiere invadir el Levante partiendo de Egipto. El general no se separa nunca de otro libro, Viaje a Siria y Egipto durante los años 1783, 1784 y 1785, escrito por un filósofo ateo llamado Volney. Bonaparte y Volney se aprecian desde que se habían conocido en Córcega cuando el militar era un capitán de artillería desconocido y Volney, una celebridad.
Bonaparte apreciaba las descripciones realistas de Volney, una rareza en los relatos de viaje de la época. Sobre Gaza, escribió: “El suelo negruzco de este territorio es muy fértil y sus huertas, regadas con agua fresca, producen sin que haya que emplearse a fondo en cultivarlas, granadas, naranjas, dátiles exquisitos y unas cebollas que son apreciadas hasta en Constantinopla”.
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Napoleón se quedará tres días en Gaza. Hará de la plaza una base de retaguardia, arsenal y hospital. Su ejército se aleja de la costa y el 1 de marzo de 1799 entra en Ramala (hoy capital de la Cisjordania bajo control de la Autoridad Nacional Palestina) abandonada por los mamelucos; la población cristiana acoge bien a los franceses.
Dos días más tarde, ponen sitio a Jaffa, un puerto fortificado de mayoría cristiana, hoy absorbido por la aglomeración de Tel Aviv. El 7 de marzo cae la ciudad. Los asaltantes, hambrientos y encolerizados por las graves pérdidas se entregan al pillaje y violan y asesinan indiscriminadamente. La peste se propaga.
En Jaffa, Bonaparte va a protagonizar en Jaffa dos de los hechos más memorables de toda su estancia en Oriente Próximo. Uno positivo y otro negativo.
El 11 de marzo visita a sus soldados contagiados de la peste, en cuarentena en el hospital de la ciudad, al cargo de religiosos españoles. Treinta soldados morían de peste cada día. Bonaparte incluso ayudará a sacar un cadáver de las salas. La visita será inmortalizada por un gran cuadro de Antoine Jean Gros, Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa. La tela, hoy en el Louvre en la misma sala que Los náufragos de la Medusa y La libertad guiando al pueblo, es un buen ejemplo del arte al servicio de la propaganda: fue un encargo del propio Napoleón, cuando era primer cónsul, para el Salón de 1804.
La crueldad de Napoleón
Bonaparte tomó en Jaffa una de las decisiones más crueles y censurables de toda su carrera militar. Mandó ejecutar a unos 2.500 prisioneros, la mitad de los cuales eran los europeos liberados tras la conquista de El Arish. Constatado que no podía distraer soldados propios para vigilarlos y que faltaban víveres, decidió matarlos. Conducidos en pequeños grupos a la playa, la mayoría murió acuchillados con las bayonetas y los sables para ahorrar munición, escasa.
Consciente de la inmoralidad de su decisión, Bonaparte prohibió hablar de la matanza, de regreso a Francia. Años después, el debate remontará a la superficie. Casi todos los intelectuales, con Chateaubriand a la cabeza, lo condenarán. Stendhal, por el contrario, defenderá la decisión, en nombre de la razón de Estado.
La masacre tenía también por objeto sembrar el terror entre las poblaciones locales. En una proclama, Bonaparte dirá: “Los que se declaran mis enemigos perecen. Por ejemplo en Jaffa y en Gaza, donde podéis conocer que soy terrible con mis enemigos pero bueno con mis amigos y, sobre todo, clemente y misericordioso con el pueblo”.
“Los que se declaran mis enemigos perecen. Por ejemplo en Jaffa y en Gaza, donde podéis conocer que soy terrible con mis enemigos pero bueno con mis amigos”.
El 17 de marzo, la expedición se hace con Haifa y dos días después está frente a San Juan de Acre (hoy Akka, en el norte de Israel). El pachá Djezzar manda matar a todos los habitantes cristianos de la ciudad y arrojar al mar los cadáveres. Los heridos que quedan junto a las murallas tras cada oleada de asalto son decapitados cada noche. El carnicero recompensaba cada cabeza de infiel.
El retraso de los 11 días perdidos en el Arish, la primera batalla de la expedición a Palestina, va a serle fatal a Bonaparte. Porque cuatro días antes de alcanzar Acre, llegó a sus aguas el comodoro William Smith. El inglés no sólo reavitualló a los sitiados, emplazó otra batería de cañones y disparó contra los asaltantes desde su flotilla. Además, hizo llegar a Acre a un francés exiliado que había sido compañero de Bonaparte en la Academia militar de París y que contribuyó de manera notable en la reorganización de la defensa de la plaza. Para colmo, los franceses habían perdido la mayor parte de la artillería pesada, enviada por mar y capturada por la Royal Navy.
El fracaso en Acre
Falto de cañones de asedio, tras ocho asaltos y 63 días de cerco, Napoleón tuvo que aceptar lo evidente: nunca tomaría Acre. Ni llegaría a Damasco. Su artillería disparó contra las murallas hasta agotar la munición. Luego inutilizaron los cañones y Bonaparte ordenó la retirada. Propuso matar a los heridos en peor estado pero la oposición del doctor Desgenettes le hizo abandonar la idea. Y, finalmente, llevó consigo a 2.300 heridos y enfermos. El 24 de mayo llegó a Jaffa y el 30 a Gaza. Tras cuatro días de caminata por el desierto del Sinaí, los supervivientes alcanzaron Egipto el 3 de junio.
Bonaparte había conseguido dispersar al ejército otomano de Damasco al precio de 1.200 muertos en combate y otros mil por la peste. Tenía 2.300 enfermos y heridos graves. Pero sus dotes para la propaganda fabricaron una entrada triunfal en El Cairo.
Sabiendo que la metrópoli no le enviaría refuerzos, que la guerra había vuelto a Europa y que el Directorio se tambaleaba, Bonaparte decidió marcharse de Egipto casi en secreto. Dejó abandonado a su ejército a las órdenes de Kléber que sería asesinado y regresó a Francia donde le esperaban el poder y la gloria.
La expedición de la Francia revolucionaria a Egipto fue un fracaso político, un desastre militar pero un éxito cultural memorable. Gracias a los sabios embarcados en la expedición se descubrió en Rachid (en francés Rosette) la piedra de basalto negro con inscripciones que permitirían descifrar a Champollion en 1822 la escritura jeroglífica…. A partir de una reproducción, ya que la original fue confiscada por los ingleses tras la salida del ejército francés de Egipto en 1801 y está ahora en el British Museum de Londres.
Fruto de la labor de los sabios franceses, el mundo redescubrió el valor del Antiguo Egipto difundida por una monumental “Descripción de Egipto” (9 volúmenes más otros once de grabados). Vivant Denon, futuro fundador del Louvre, publicó en 1802 su Viaje por el Bajo y el Alto Egipto, un best seller de la época traducido a varias lenguas y elegíaco con Bonaparte al que comparaba con los grandes faraones.
“No cabe duda de que el hombre que regresó de Egipto era diferente del que partió de Tolón”, escribe Chandler. De hecho, es un lugar común que la Francia revolucionaria envió a Egipto a Bonaparte y regresó Napoleón. El 9 de octubre de 1799 desembarcó en Fréjus. Aclamado como un héroe, llegó a París el 16 de octubre y tres semanas más tarde el golpe del 18 de Brumario le convirtió en primer cónsul. De su breve paso por Gaza, hoy ensangrentada, apenas quedan recuerdos.