La primera impresión es la que cuenta, y los que, por ser fans de Arcadi Espada, estuvimos pendientes de Albert Rivera desde el principio conservamos de él la imagen de su cartel inaugural: desnudo y con las manos tapándose sus partes. Después de todo, esa mezcla de desnudez y pudibundez ha gobernado su estilo; en sentido literal también: ha tenido que obedecer a la fórmula, porque de otro modo no resultaba creíble. Rosa Belmonte habló de sus “rizos de angelote”, y de angelote es también su cara. Redondita y de aniñado eterno como Ramoncín, aunque por fortuna sin chupas de cuero y sin cantar. Litros de leche desnatada, y no de alcohol, corren por sus venas.
Su desnudo, en efecto, era como de anuncio de producto lácteo y saludable. Aunque el mensaje no era tan simple. Aparecía como un Adán (Ciut-Adán, le puse yo), pero su propuesta no era exactamente asimilable a lo que entendemos por adanismo. Su afán no era volver al paraíso agreste ni a las falaces bendiciones de la ignorancia, sino a un territorio roturado, humanizado, razonable: el de la Constitución. Amenazada en Cataluña, donde nació su partido, por la fauna oscurantista.
Una vez en la política nacional, Rivera se ha mostrado demasiado amistoso con quienes tendría que haber estado más ceñudo. Este fue su gran fallo de la campaña de diciembre. En ocasiones confunde el espíritu de diálogo con la blandura, como si el centro fuese estar a bien con todos y no en disputa con los extremos. A estas vaporosidades se suma cierta retórica autoayudesca del optimismo y la ilusión, que hace pensar en un Paulo Coelho con buena planta. En la campaña actual ha mantenido esta retórica, pero al menos ha corregido el buenrollismo con los rivales malos. En el debate se dedicó a golpear y se gustó.
Pero al margen de estos episodios de pugilato, llama la atención el odio que suscita. No por todos (tiene muchos votantes), pero sí por sus contrarios, que llegan a declararse enemigos. Nuestros falangistas realmente existentes se han obcecado en llamarle falangista, supongo que para verse demócratas. Hasta el PP de Rajoy gasta una saña contra Ciudadanos que va más allá de la competencia comercial, quiero decir, electoral. Sospecho que hay en el PP otra lucha aparte de la lucha por el voto: la lucha contra su conciencia.
El odio a Rivera, al cabo, es un detector de una de las pestes de la vida política española (política o político-periodística, que lo mismo es): el sectarismo. En un ambiente embrutecido por sectas que necesitan a la de enfrente para reafirmarse y alimentar su discurso, tenía que resultar irritante un angelote que revolotea por encima de la mesa de ping-pong.