Donde antes hubo cartón ahora hay cemento. El cambio en las chabolas de los asentamientos de temporeros de Huelva es el reflejo de una nueva realidad. Sus moradores, como sus viviendas, están echando raíces en unos terrenos no aptos para la vida humana. Sin papeles, sin trabajo y sin dinero. La vida se vertebra entre plásticos, maderas y basura. Lo importante es sobrevivir.
En el asentamiento de Las Madres, en Mazagón (Huelva), el frío y la humedad se cuelan por los zapatos. Sin embargo, de las chabolas sale humo. Hay vida en ellas. Están esparcidas entre los árboles, en mitad de un terreno arenoso y mojado por la lluvia, a los pies de un mar de plástico blanco donde se cobija el motivo por el que muchos temporeros han hecho de Huelva su destino: la fresa. Detrás de ese dulce fruto se esconde una realidad que afecta a más de dos mil inmigrantes llegados de más de medio centenar de países, la mayoría subsaharianos.
“No me gusta vivir en una chabola”, explica el maliense Sekou Traoré, de 36 años. “Pero no tengo dinero. ¿Qué puedo hacer? Para dormir en la calle, mejor aquí”, dice. Sekou es alto y viste una camisa negra y un pantalón blanco. Repite convencido: “Estoy aquí hasta que encuentre algo mejor”. Pero ya son cinco años viviendo en la chabola.
Llegó a España con papeles gracias a un contrato de trabajo con una empresa de escayola. La crisis lo dejó sin empleo. “Mi jefe me dijo que me llamaría, pero nunca lo hizo”, dice. A partir de ahí los problemas se sucedieron. Regresó a Mali en 2012, coincidiendo con la rebelión tuareg liderada por el Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA). “Con el conflicto no me daban el permiso para salir del país”, explica. Cuando consiguió regresar a España pidió asilo político y le fue concedido. Desde entonces, además de refugiado, es vecino de Las Madres y se dedica a la fresa.
Con el tiempo Sekou se ha resignado. “No tenemos electricidad. Por cargar el móvil nos pedían cincuenta céntimos y las pilas que usamos para la luz apenas duran tres días”, cuenta. “Entonces compré una placa solar con la que recargar las baterías, el teléfono y escuchar música… ahora ya no necesito a nadie”, confiesa.
Todo lo que sabe de electricidad lo aprendió de su padre, al que ayudaba en Mali. “Él me dice que no vuelva”, asegura. Sekou está divorciado y es padre de dos hijos, una chica de 17 años y un niño de siete que falleció el año pasado por “un dolor de cabeza”. “Allí no tengo nada, voy a quedarme aquí toda la vida”, dice.
Chabolismo
El clima de Huelva, con temperaturas medias que oscilan durante todo el año entre los 18 y los 20 grados, o la diversificación y desestacionalización del cultivo de frutos rojos, las conocidas berries (fresa, frambuesas y arándanos) hacen que, como Sekou, muchos temporeros se instalen de forma permanente en asentamientos del Condado Occidental y en la costa onubense, en municipios como Moguer, Lucena, Palos de la Frontera o Lepe.
Esta población cada vez menos flotante se articula en pequeñas ciudades desamparadas que crecen sin reglas y a espaldas de la sociedad. En mitad de la nada hay de todo: mezquitas en donde rezar, salones en los que ver la televisión o bares en los que beber alcohol y encontrar la compañía femenina. La mayoría de las mujeres que viven en estos asentamientos ejercen la prostitución.
En los últimos años, las asociaciones que trabajan en la zona alertan de la aparición de toxicomanías y alcoholismo así como la presencia de personas sin hogar que se ven arropadas por los temporeros.
“Entendemos que un asentamiento no es una vivienda digna porque no tienen luz, agua, saneamientos, ni los servicios mínimos que se requieren para que puedan vivir las personas”, explica la delegada de Bienestar Social y Mayores del Ayuntamiento de Moguer, Francisca Griñolo. “Cualquier asentamiento es, según la ley, ilegal; de igual forma que no se puede acampar en la playa, tampoco se puede construir una infravivienda”, afirma.
El consistorio censó en 2014 más de un millar de chabolas en las que llegó a vivir una población de unos 4.500 temporeros, unos tres por infravivienda. Las permanentes las marcó con un número en las fachadas de plástico para distinguirlas de las de nueva construcción.
“Era la forma de evitar que se siguiese construyendo”, dice la concejala. “Las nuevas, las no numeradas, se derriban; siempre y cuando tengamos constancia de que no vive nadie durante un tiempo prolongado, porque para la ley, una chabola donde residan personas tiene consideración de vivienda”, explica.
El seguimiento lo realiza un supervisor de asentamientos, un vecino senegalés. Además, el ayuntamiento tiene a sus servicio educadores sociales y un mediador para ofrecer “tratamiento psicológico y asesoramiento laboral, además de organizar actividades que involucren a los inmigrantes”, destaca esta concejala de Moguer, un municipio en el que hay censadas 52 nacionalidades. “Afortunadamente el pueblo es un ejemplo de multiculturalidad, nunca se han registrado incidentes que despierten alarma social y todos convivimos”, cuenta.
Guetos étnicos
En los asentamientos no hay convivencia. La población aquí se estructura en guetos étnicos y religiosos. Los católicos no se relacionan con los musulmanes, que a su vez no interactúan con los pocos españoles que trabajan en la zona.
“Hacen grupos en función de la nacionalidad. Unas ocho o 10 personas que funcionan como una familia, con mucha solidaridad entre ellos, tanto a la hora de compartir la comida como en la búsqueda de trabajo, prestarse dinero o emprender un viaje a otras zonas. Son un importante apoyo entre ellos”, relata Carmen Limón Fernández, técnico de Cáritas en el Proyecto de Acompañamiento a Asentamientos de Cáritas Diocesana de Huelva.
Gracias a esa filiación entre iguales, Felisa tiene chabola. “Me la hizo Sekou, pero no fue gratis, tuve que pagar”, recuerda esta guineana de 31 años que lleva tres temporadas frecuentando el asentamiento de Las Madres. Llega en enero, cuando todavía no hay trabajo en la fresa.
“Mi casa, bueno, mi chabola me costó más de 350 euros”, explica. “En verano hace mucho calor y en invierno mucho frío, mucha humedad”, cuenta. Felisa llegó de Guinea-Conakry en 2011 y vive en Móstoles (Madrid) con varias amigas. Su hogar tiene apenas quince metros cuadrados divididos en un recibidor, una cocina, baño exterior y dormitorio, con dos camas, una de ellas de matrimonio.
Felisa lo tiene más difícil todavía: es mujer. La joven narra las dificultades a las que tiene que hacer frente en su día a día. “El agua sí es un problema. Intento cogerla de un campo cercano, pero si no me dejan tengo que ir lejos para llenar los bidones”, relata. Tiene tres, de unos 10 litros cada uno. Lo justo para un par de días. Vive sola a la espera de que lleguen otras amigas de Madrid.
No le preocupa la frecuencia con la que los hombres del asentamiento se asoman a su chabola. Tres en los 15 minutos que dura la entrevista. “Ya estoy acostumbrada a vivir entre hombres. ¿Qué puedo hacer?”.
-Y de aquí a la temporada alta de la fresa, ¿a qué te dedicas? ¿Cómo consigues dinero?
Sonríe y se levanta súbitamente. Se acabaron las preguntas.
Bares y fútbol
En la parte del Condado Occidental, en pueblos como Lucena o Moguer, los asentamientos están escondidos en el campo, separados varios kilómetros de los núcleos urbanos. Esto ha provocado la proliferación de un singular sector terciario que trata de abastecer las otras necesidades de esta población fluctuante. Así, muchos temporeros se ganan la vida en el propio asentamiento. ¿Cómo? Trapicheando.
Existen decenas de bares donde se sirven bebidas alcohólicas o se pueden contratar los servicios de una prostituta. Hay tiendas de tabaco, garitas para cargar el móvil con baterías, comercios... Todo vale.
Bileti Sidibe, maliense de 45 años, es uno de estos ‘emprendedores’. Lleva seis años viviendo en los asentamientos de Huelva y en las próximas semanas inaugurará ‘La casa de Bileti’, un salón –que no bar– en el que reunir a más de 60 personas con las que compartir un partido. “Necesito un televisor grande”, explica. “Grande”, insiste. “De 50 a 55 pulgadas”. El que tiene, uno de tubo, se queda pequeño en su nuevo espacio, de unos treinta metros cuadrados que él mismo está construyendo.
“Si cuento todo los materiales, me he gastado más de 300 euros. Y todavía no he terminado, falta mucho”, explica. Bileti ha empleado un mes y medio para levantar él solo una nave en la que hay suelo de cemento y que está coronada por una antena parabólica con la que captar las señales de su país. Lo tiene todo listo.
En verano pretende hacer su agosto vendiendo bebidas frías gracias a una nevera que conecta a un generador de gasolina. “Cerveza no, ni alcohol. Tampoco fumar. Somos musulmanes”, dice.
Muchos le sugieren que cobre un euro a cada asistente para entrar en su local, pero esta técnica de venta no le convence. Tiene las ideas claras. “¿Tú me vas a traer un televisor grande?”, pregunta al reportero. “Tiene que ser grande”, insiste Bileti, que advierte de su peligrosidad con un cartel en la puerta. “En mi país aprendí karate durante tres años y si alguien viene y entra sin que yo esté, yo le pego”.
Una población que envejece
La población va envejeciendo en el asentamiento. Un problema del que ya han alertado diversas organizaciones. “La gente está haciéndose mayor y tenemos aproximadamente un 5% de personas de más de 50 años, que por su envejecimiento físico, aparentan más de 60.
Muchos tienen enfermedades crónicas o no están ya capacitados para buscarse la vida en el campo”, explica Susana Toscano, técnico de Cáritas en el Proyecto de Acompañamiento a Asentamientos en Moguer, Mazagón y Lucena. La corporación trabaja en más de una veintena de asentamientos para intentar “cubrir las necesidades básicas e imprescindibles en cualquier hogar, pero que en el caso de las chabolas no están cubiertas ni por asomo”.
Los mayores “se dedican a la chatarra, a ser mediadores con otros compañeros. Y así se buscan la vida”, cuenta. La falta de trabajo hace que la gente no tenga capacidad para irse a un piso o para ahorrar y retornar a sus países, Además, el envejecimiento tumba cualquier posibilidad de trabajar en la fresa. Una espiral de la que es difícil escapar.
“Yo, a mi edad, no estoy para moverme mucho”, confiesa Antonio Vaz, un antiguo temporero de 59 años que después de toda una vida viajando por Europa vive en una chabola en el asentamiento urbano de Las Metas, en Huelva capital.
Es de noche y este caboverdiano ilumina su morada con la luz de una vela y calienta lo que será su cena en una cazuela en una cocinilla de gas portátil. Algo peligroso, en mitad de una vivienda de paredes de plástico y cartón.
Su sonrisa relumbra en mitad de la oscuridad. Gasta continuas bromas y controla a todo el que entra y sale del asentamiento. Es un buscavidas y debido a su edad, superior a la media habitual entre los temporeros, se ve obligado a chatarrear por Huelva. Es lo poco que puede hacer una persona mayor en un asentamiento. “Hace mucho que no trabajo en la fresa”, dice. También hace mucho que dejó un piso que no se podía permitir para terminar viviendo en la calle. “No tengo nada –concluye–, pero soy feliz”.