La primera vez que Teo Alcorta (San Sebastián, 1969) se encontró con un tiburón, resultó que no era uno, sino dos. “Tiburones grises, de unos tres metros de largo, aunque daban la sensación de medir diez”.
Unos minutos antes, había rozado la muerte por un despiste. Buceaba en Micronesia, en medio del Pacífico, “después de un viaje eterno, con cuatro escalas, sin apenas dormir…” y en un momento dado la botella se le vació. Se quedó sin aire a 25 metros de profundidad, sencillamente porque no había revisado bien los gases. “El instructor me salvó”, recuerda Alcorta, “y justo entonces pasaron los dos tiburones por debajo, imponentes. Me quedé paralizado”.
¿Qué lleva a un ejecutivo exitoso y hedonista a obsesionarse con el mar y sus peligros hasta el punto de convertir el tiburón blanco en el sueño de una vida? Para encontrar la respuesta a esa pregunta es preciso recorrer la meteórica trayectoria de un director de ventas (antes marketing) que amasó dinero en Electronic Arts y Microsoft durante 20 años, hasta 2012, uno de los pocos empleados en alcanzar la máxima categoría en la empresa fundada por Bill Gates. Una auténtica fiera del área comercial, capaz de cerrar un acuerdo con cualquiera que se le pusiese por delante y también, según recuerdan con afecto sus excompañeros, de cogerles por los hombros cuando se enfadaba con alguno y levantarles al grito de “¡Caaaalla!”.
Motero, boxeador y soltero practicante, Alcorta es también experto en tiro con arco y se cansó de perseguir jabalíes por Ávila sin encontrarlos, armado de flechas hasta los dientes. Un día de 2013, en un ‘resort’ de lujo, se sumergió en el mar Rojo “para ver peces de colores” sin imaginar que la cosa se le acabaría yendo de las manos. “Yo ganaba bastante pasta, pero cuando salí de allí estaba agotado”, cuenta con naturalidad Alcorta durante una noche larga de confidencias. “Me aburría más de lo que me daba cuenta”.
Devoto del gimnasio, se contrató al poco tiempo un instructor privado de boxeo (el mismo que el campeón de España) y comenzó a entrenar. “Es el deporte más duro, sin duda alguna. Son muchas horas, mucho pegar al saco… Al día siguiente, no te puedes ni afeitar. Al final resulta poco gratificante”. De pronto, como recuerda otro ex compañero de trabajo, era un entorno en el que Alcorta ya no era el que hablaba más alto, incapaz de aguantar el ritmo de los chavales jóvenes en el gimnasio.
Cuando colgó los guantes, se entregó con pasión al tiro con arco: “Lo di todo, sin límite”, confiesa, pero el resabio de los jabalíes acabó por desilusionarle. (Era incapaz, dice, de apuntar a un ciervo). Siempre le olían antes de acercarse lo suficiente. Y un día, por puro placer, se fue de viaje al mar Rojo con un amigo. Alcorta insiste en que “pretendía ver peces y ya está”. Al volver a Madrid, se gastó 1.500 euros en un equipo ultrabásico.
El ejecutivo despedido frecuentaba aún el gimnasio del exclusivo barrio de La Finca, en Pozuelo de Alarcón, donde en sus tiempos de 'microsoftiano' había conocido al que terminaría siendo su instructor submarino: un exmillonario con avión privado al que en un momento dado le había podido el estrés y a quien le había comprado durante una noche de whisky, por 750 euros, un rifle sin usar que le había costado 20.000.
Soprano, Groucho y Schwarzenegger
En aquella época Alcorta salía casi todas las noches, armado con un puro habano, como para compensar las sesiones de pesas que hacía todos los días. El bar 'Aurretxu' era su segunda casa. Se metía bastante a menudo pastillas de proteína del tamaño de un filete; un día llegó a subir a su monitor a la máquina porque había llegado al límite de peso. “Una bestia”, dice uno de sus compañeros de empresa, Antonio Cruz, director de canal de Microsoft para Latinoamérica, que lo define como “una mezcla donostiarra de Tony Soprano, Groucho Marx y Arnold Schwarzenegger”.
Todavía hoy, por exigencia del buceo, Alcorta es capaz de tomarse cuatro gin-tonics e irse después al gimnasio: “Tengo tan claro el objetivo que necesito compensar, me siento culpable si no”, dice a modo de explicación. Cuando le echaron de Microsoft, Alcorta se llevó una buena indemnización y la colección completa de Mazinger Z en Blu Ray, por regalo de sus compañeros.
Hijo de un importante industrial vasco, el ejecutivo en paro tiene hechuras de sibarita y es un experto en comida japonesa. “Todas las aguas minerales del mundo son una puta mierda, con burbujas del tamaño de pelotas de golf, salvo Vichy”, asegura por ejemplo. De su fama de seductor sólo revela que llevaba a los ligues “al [restaurante] Santceloni, aunque sea una mierda”.
Tres años después de zambullirse en el mar Rojo, su material de inmersión vale más de 60.000 euros. La cifra sigue subiendo: tiene, por ejemplo, un Rolex que funciona a 3.900 metros, pero que es “totalmente inútil”: sólo tres personas en el mundo han bajado a más de 300 metros de profundidad.
Su casa actual, por contraste, muestra una notable parquedad comparada con los “pisazos” que, según cuentan en Microsoft, solía habitar en sus tiempos de apogeo ‘business’. Lo primero que llama la atención es la cantidad de armas: un arco, una ‘katana’ japonesa, un puñal con el que abre una cerveza con la destreza de un ninja.
Preside el salón una botella de oxígeno (“lo mejor para la resaca, te limpia”). En una pared cuelga un póster de Jomeini que alguna vez estuvo en una calle de Teherán y al que le ha puesto encima una pegatina de Feel the Enemy, la marca de ropa de boxeo.
Del techo de la habitación contigua pende un saco para desfogarse (“ya no me pego con nadie”, aclara) y en una estantería cercana con discos de Genesis destaca un cuchillo italiano de buceo (“sólo hay dos en España”) que puede rajar la puerta de un coche. “¿Y si te metes en una red o tienes que mover una roca?”, reacciona ante la sorpresa del periodista. “No es para matar tiburones... Para eso hay otros, provistos de una botella de gas comprimido que despliega un balón de gas dentro del animal y le hace explotar”.
Entrenamiento militar
Alcorta, que quede claro, ama a los escualos. Desea ser el primer hombre en nadar sin jaula -y con botella- entre tiburones blancos y el cuarto buzo que logre la proeza (“una chorrada de superhéroes sin utilidad”, admite) de bajar a más de 300 metros de profundidad y flotar en la oscuridad absoluta. Son menos personas de las que han pisado la superficie de la Luna: “Antes se creía que era imposible, que el cuerpo se comprimía demasiado. Pero el cuerpo es mucho más inteligente de lo que creemos”.
Su amigo Juanjo Montanary, periodista, trata de disuadirle al primer gin-tonic: “¿De verdad te vas a tirar al agua tú solo entre tiburones, macho? Estás loco”. Pero Alcorta lo tiene claro: sólo le falta financiación. “Los riesgos del buceo no tienen nada que ver con los peces o con la profundidad, sino con tu disciplina y la forma que tienes de hacer las cosas”, explica, aunque su modalidad de inmersión técnica y superespecializada apenas represente un 0,5% del total de buzos. “Esto no es para pasarlo bien”, concreta. “A 15 metros ya lo has visto todo; en realidad es complicarse la vida. Es casi un entrenamiento militar”.
¿Qué lleva a un ejecutivo próspero y hedonista a meterse en cuevas submarinas y pecios llenos de esqueletos, a oscuras, con riesgo de muerte instantánea? “La plenitud de conseguirlo es tremenda…”, alega el otrora agresivo director de ventas. “Has estado al borde del abismo, y cuando sales te sientes muy vivo. Por contradictorio que parezca, cuanto más te juegas la vida, más vivo te sientes. Cuando sales, eres el puto héroe. Te has puesto a prueba”.
Su descripción del buceo se parece mucho a la que manifiestan consumidores de algunos opiáceos: “Silencio, paz, ingravidez, la nada... Estás volando y puedes morir en cualquier momento. Son como los dos platos de la balanza”. Alcorta no remite a las drogas, sino a una práctica de moda, el mindfulness, para expresar esa sensación de tener los cinco sentidos dedicados a algo. El mindfulness (o atención concentrada) es un concepto de conciencia plena que proviene de la meditación budista, aunque en Occidente circula desprovisto de cualquier referencia oriental.
“La situación es muy íntima. Oírte respirar bien cuando haces las cosas bien, decirte ‘qué bien estoy’, como un feto, el shhhh de la respiración, Darth Vader trabajando a diferente ritmo… Es lo único que oyes. Cuando empiezas a hacer las cosas mal, te das cuenta por la respiración, se retroalimenta. Es terrorífico oírte respirar debajo del agua cuando tienes estrés”.
A por el Tiburón Blanco
Un aspecto fascinante de la aventura de Alcorta es que nadie la ha emprendido antes. Atraer tiburones blancos echando peces o sangre al mar es relativamente asequible. Pero encontrar en su estado pacífico uno de los 5.000 ejemplares que existen en el mundo puede llevarte 10 días o dos meses.
“El peor escenario es que estén nerviosos”, repetirá el donostiarra varias veces a lo largo de la entrevista. “No hay expediciones para esto… Se han hecho para tiburones toro, o martillo, pero no para estas bestias. El peso de seis toros bravos moviéndose a la velocidad del rayo. Imagina esa potencia… Eso tiene que ser una experiencia”.
Que se sepa, hay dos personas que han experimentado ya el sueño de Alcorta en apnea (sin respirar, a pelo), pero nadie lo ha hecho con soporte vital. Al menos no está documentado. Las burbujas que exhala el buzo, junto a las señales electromagnéticas que emiten los equipos, irritan a los peces y pueden desencadenar ataques que nazcan no del hambre, sino del nerviosismo. “Es bastante más fácil con apnea: no haces ruido, los trastos y el metal no forman parte del ecosistema. Ellos lo sienten”.
Alcorta no quiere bajar en apnea (aunque aguanta cinco minutos bajo el agua sin respirar) porque “limita muchísimo la experiencia… A mí me gustaría poder estar una hora, tranquilo (o lo más posible), sin necesidad de subir cada cuatro o cinco minutos a coger aire y perderte lo mejor”.
La solución a su dilema es un artefacto que aún no ha probado, conocido como Rebreather, un aparato que absorbe el dióxido de carbono del aire expulsado por el submarinista y permite el reciclaje del oxígeno (en su mayor parte no utilizado) de cada aliento: es decir, el gas expulsado no se esparce por el entorno.
Películas perjudiciales
El tiburón blanco, según Alcorta, “no es el más mortífero, pero sí el más impresionante”. Con un olfato y una vista legendarios, los más peligrosos son los que permanecen en alta mar: en la costa suelen estar mejor alimentados, aunque a veces se acercan a dominios humanos.
“El cine ha hecho un gran perjuicio al tiburón blanco”, suele insistir Alcorta en alusión a la saga iniciada por Steven Spielberg: “Es mucho más peligroso un león”.
Montanary, que compartió con él años en las oficinas de Microsoft en Pozuelo, opina entre risas que “Alcorta fue un tiburón de los negocios y ahora se quiere convertir en su víctima”. Después, más serio, describe a su amigo como una persona que “siempre ha tendido al exceso, a buscar la verdad en todo lo que se mete… Jamás se queda en medias tintas”.
La expedición necesita, en primer lugar, dinero: unos 150.000 euros es una estimación conservadora. Pero plantea bastantes incógnitas más: por ejemplo, ¿quién le acompañaría para registrar el experimento? ¿Un cámara metido en una jaula? ¿Un robot? ¿Emitiría éste señales molestas? En principio no harían falta habilidades de buceo muy desarrolladas, pero es improbable que aparecieran candidatos a bajar con Alcorta a aguas sudafricanas, oceánicas o de Florida para fijar un hecho inédito.
“El coste no son los gases”, precisa Alcorta: “No suelen estar a mucha profundidad… Sería más bien la embarcación, el personal y el coste de no tener suerte y no encontrarlos. Es una aventura en toda regla... ¿Cuánto cuesta hacerle una foto al monstruo del Lago Ness?”.
Es imposible no evaluar la hipótesis de la muerte (dolorosa, pero presumiblemente súbita) como colofón a esta búsqueda tenaz de experiencias. ¿Le ha perdido el miedo? “Decía Pérez-Reverte que hay dos tipos de personas: los que tienen miedo a morir y los que no. A mí no me hace gracia, desde luego, pero no me da especial miedo. Quedarse tullido sería mucho peor”. Menciona el caso de Paul de Gelder, el conocido buzo de la Marina australiana que perdió un pie y un brazo en 2009 y que hoy da conferencias y mantiene con Alcorta una relación epistolar. “No me da mucho canguelo palmar: más el cómo que la muerte en sí”, dice el buzo. “Yo de verdad no creo que haya mucho riesgo, más allá de que la historia sirva para ligar. A mis sobrinos les digo: ‘Mira qué bien si les dices a tus amigos en el patio que a tu tío se lo comió un tiburón blanco, en lugar de una angina de pecho. Si palmas haciendo algo grande, das la vida por buena, ¿no?”