Visita al ‘paraíso’ donde viven los últimos nueve jerónimos
Es el último monasterio de la orden de los Jerónimos, en otro tiempo la más poderosa de España. Está en Segovia y ya sólo viven nueve monjes. Están a punto de la extinción.
18 junio, 2016 03:23Noticias relacionadas
A las diez me había citado fray Andrés, el prior de Santa María del Parral, el último de los monasterios jerónimos en el mundo. Yo me había despertado a las siete, un desayuno rápido y una hora de autobús hasta Segovia. La jornada del prior empezó a las cinco y media, con el oficio de lectura. Luego laudes, oración en la celda, lectio divina, tercia y, a las ocho, el desayuno. Llego al monasterio y me hacen esperar un poco. "El prior lo recibirá ahora". Estoy en el claustro de la portería, junto a una fuente, mirando el alcázar.
En la entrada, una placa rememora cómo la orden fue suprimida por la "nefasta" desamortización -antes de ella eran más de 1.000 monjes- y cómo en aquel cenobio, que estaba en ruinas, se refundaron los jerónimos en 1925 por el beato Manuel de la Sagrada Familia, que acabaría siendo pasado por los fusiles en Paracuellos del Jarama en la Guerra Civil. Cuando la desamortización emprendió la exclaustración, la mayoría de los religiosos buscaron cobijo en otras casas de sus órdenes fuera de nuestras fronteras. Pero los jerónimos habían querido ser la orden contemplativa exclusivamente hispana, así que nunca fundaron monasterios fuera de la península. Así, los monjes, sin monasterio, acabaron su vida cada cual como pudo, trabajando en los oficios más diversos, diseminados y secularizados. Antes de todas esas desdichas, los jerónimos habían tenido un pasado glorioso junto a la monarquía de los Austrias: no en vano Carlos V se retiró a morir al monasterio de Yuste y Felipe II los escogió como moradores del Escorial.
"Pase", me dice el portero, "le está esperando". Paso al claustro de la hospedería y me recibe un señor amable, vestido con el hábito de la orden: túnica blanca y escapulario con capucha marrón. Se sorprende de mi juventud y entonces sospecho que me ha confundido con otro y que quizás por eso me ha concedido la entrevista. Me limpia una silla golpeándola con el escapulario ("es muy útil para estas cosas") y nos sentamos en una terraza, donde se oyen las fuentes del Parral ("hay muchas fuentes caudalosas, de buen agua, en que ni por lluvias continuas ni por calores ni secas del tiempo, jamás vi ni crecimientos ni menguas", escribió el padre Sigüenza) y el griterío de los pavos reales.
"Estamos abrumados de la cantidad de entrevistas que concedemos. No sé qué más vamos a decir". Tienen una web donde explican quiénes son y qué hacen allí; además, la página facilita el contacto de huéspedes y gente de vocación inquieta. "Yo pienso que el que no está en internet no existe". Viniendo de un monje no deja de ser curioso. "Son muchas las horas que dedicamos a rezar", me dice, justificando la falta de tiempo para atender a gente como yo; y el mantenimiento del edificio no debe de ser tarea menor para cuatro hombres, que, de los nueve monjes, son los que están en condiciones adecuadas para el trabajo. "Somos una cosa arcaica ya, un fósil, se nos mira como algo pasado ya de moda; pero bueno, todavía estamos vivos". Que nos dejen en paz, le falta añadir.
Fotografías cedidas por Pablo Santana. Aquí puede ver el reportaje gráfico original.
Me dice que él es de Pozoblanco, donde el toro mató a Paquirri. Le replico que yo soy de Marchena, de donde el cantaor. "¡Hombre, Marchena, claro que lo conozco! Yo me incorporaba ahí a la hermandad de Córdoba, porque era capellán de camino del Rocío". ¿Cómo termina un capellán del Rocío en un monasterio de Segovia? Fray Andrés, el prior, había sido cura diocesano en Córdoba, pero tenía el runrún de la vida contemplativa, que se le aparecía cada diez años. Siempre había un motivo para aplazarlo, me cuenta, pero el Jubileo del 2000, con 56 años, quiso la casualidad o la Providencia que se enterara que un jesuita al que había tratado se había hecho monje. En el Parral precisamente. "No hubo más discernimiento". Pidió pasar unos días en la hospedería y sintió que aquel era su sitio. "Yo te puedo decir que nunca he sentido deseos de abandonar, y las he pasado canutas, no te vayas a creer que…, pero siempre he encontrado ventajas, siempre he encontrado sentido a esto. Y aquí estamos, feliz gracias a Dios".
Cuando le pregunto por cómo llegaron los otros hermanos, me responde que las historias son muy distintas, porque las épocas son muy diferentes, lo que ha ido conformando un encuentro de hombres muy singulares. A finales de 2014 murió fray Julián Antoranz Merino, que había servido en la División Azul y luego, después de cumplirle a la Virgen la promesa de peregrinar al Pilar, se hizo "monje de nuestro padre san Jerónimo" a los 26 años. También les ha dejado fray Pablo Klein, que era alemán y protestante, y se convirtió al catolicismo e ingresó con 20 años. Viven, ya lo hemos dicho, nueve monjes en El Parral, pero de los muy ancianos sólo tengo noticia de uno: el prior anterior, fray Julián de Madrid, quien también gobernó en San Isidoro del Campo y en Yuste (que junto a San Jerónimo de la Plana suman los cuatro monasterios en los que volvió a haber jerónimos después de la refundación), e hizo acopio del archivo de la orden; lleva vistiendo el hábito desde los 17 años.
Durante nuestra conversación aparece desde las cocinas fray José de Benalcázar, que tiene el porte de monje clásico: barbudo, de mirada profunda y voz sosegada. Le gusta despedir a los huéspedes engolando la voz y diciéndoles algo parecido a: "Oh, qué afortunado eres que dejas esta lúgubre prisión y te vas al mundo, donde están todos los placeres". Era farmacéutico e ingresó a los 26. Me encuentro luego en la huerta con fray Alfonso, que es el hospedero y es andaluz, un hombre jovial; ingresó a los 18. El último en llegar ha sido fray Mauro Carulli, ingeniero italiano, que ha sido ordenado diácono hace poco. El más joven ronda la cuarentena y los mayores, que viven en la enfermería (la parte reservada de los monasterios para los hermanos ancianos o impedidos), son octogenarios.
Cómo hacerse monje
El proceso por un cual un monje se hace monje es bastante largo. Comienza con el mes de prueba, al que le siguen seis meses de postulantado y dos años de noviciado. Luego se hace la profesión simple y se pueden comenzar los estudios eclesiásticos si se pretende ser sacerdote. Tres años después de la simple, si se ha perseverado, se hace la profesión solemne.
Le pregunto al prior si tienen concurrencia de candidatos y me dice que sí, que "vocaciones hay, lo que falta es perseverancia. Les entra la duda…" y se van. En la vida monástica "hay que ponerse unas anteojeras, no se puede estar “sí, pero no”, mirando aquí y mirando allá". Cuenta que es como un noviazgo, que uno no puede estar con alguien y tonteando con el de enfrente.
Me intriga por qué alguien decide hacerse jerónimo y no benedictino, trapense o cartujo. A priori, es más sencillo plantearse un destino más conocido: es fácil encontrar a un dominico que se hace fraile de esa orden porque en su pueblo hay un convento. Además, una comunidad pequeña y avejentada no es precisamente una tentación irresistible. "Yo no me lo planteé en ningún momento. Y el prior de entonces me dijo: “Mira cómo estamos, ¿por qué no te buscas otro sitio?”. Ni me lo planteé. Yo, ¿qué busco? Busco a Dios, y parece que Dios está aquí, como puede estar allí". Empiezo a intuir que ellos operan con una lógica distinta a la mía, así que suelto la pregunta que todos estábamos esperando: ¿están preocupados por el futuro de la orden?
El futuro de la orden
"Nunca los vi, ni los veo, ni me veo, preocupados por lo que va a pasar: lo que pase ya pasará, y daremos la respuesta que tengamos que dar. “Preocupación” es una palabra que tengo desechada de mi mente y de mi vocabulario, porque es estúpida: es ocuparse de una cosa antes de que suceda. Y tengo la experiencia, aquí y antes, de que luego las cosas salen por peteneras. La gente dice: “Bueno, ¿y qué pasa? ¿Que estáis exterminados? ¿Qué pasa? Bueno, estamos, estamos, y aquí seguimos. Hay una constante en el Antiguo Testamento, en profetas como Daniel o Esther, que dice algo como: “¿Dios puede remediar esta situación? Sí, pero si no lo arregla, sigue siendo nuestro Dios”. ¡Él sabrá!".
Perplejo por la respuesta, sólo me atrevo a preguntarle cosas menores. Me dice que tienen una televisión. "La tenemos guardadita en un mueble". La ponen cuando hay algún acontecimiento relevante: un viaje del Papa o cosas similares. "Pero no acude nadie a verla. Quizás algún hermano mayor que se queda ahí un rato". Alguno pone la radio para enterarse de qué pasa en el mundo, y tienen internet. "Me he enterado de lo del avión de Egipto, claro, y estamos rezando por ellos y por sus familias" (la entrevista se realizó en mayo, cuando tuvo lugar el accidente de avión de EgyptAir, que se estrelló en medio del Mediterráneo el pasado 19 de mayo causando la muerte de 66 personas).
La irrupción del exterior más habitual es la presencia de huéspedes, algo común en los monasterios contemplativos. Me asegura que siempre tienen dos o tres, y durante el verano bastantes más. Bromea sobre el auge que tuvo aquello con la new age, y de cómo iba gente a pasarse el día meditando bajo un pino. No hablan con ellos, salvo que alguno pida que lo hagan. Sólo les exigen respeto, silencio y puntualidad en los oficios, si es que quieren asistir, y en las comidas.
Cuando terminamos, después de tomar un café, damos un paseo por el monasterio. En el claustro mayor hay tres cipreses ("Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza") y un pinsapo, al que nadie le ha escrito un poema. El Parral tiene cuatro claustros, y desde entonces los tuvieron todos los monasterios jerónimos: a los tres dichos se le suma el de la botica, donde se retiraban los enfermos a llevar una vida menos rigurosa. Ese, claro, no lo visito. Damos un paseo por la huerta y entiendo qué es aquello del vacare Deo (estar ocioso para Dios). Tienen colmenas, fuentes, frutales y hortalizas. La vida pasa entre la campana que rige las horas, el sonido de los caños, como los torrentes del Cedrón, y el menguado canto de los salmos. Se camina en silencio y se come en silencio. Una vez a la semana se reúnen entre ellos y hablan. "El fin de esta religión es la contemplación y las alabanzas divinas", escribió el padre Sigüenza. Me marcho, y dejo allí a los mismos hombres que rigieron El Escorial y Yuste. Suena la campana que los llama a misa.