-¡Yo conozco a ese hombre! ¡Es Bill Hillmann!
Mi dedo señala no la luna sino la pantalla de televisión donde aparecen las imágenes de un encierro en los Sanfermines que ha estado a punto de acabar como el rosario de la aurora. Un corredor se ha llevado una cornada morrocotuda en un muslo. Es una herida muy sombría. Una herida, nunca mejor dicho, bestial.
-Anna, tía, cambia por favor de canal, ¿quieres?
Mis amigos que no han conocido los Sanfermines no entienden mi conmoción. Para ellos es así de fácil: todo lo taurino es cutre, casposo y rancio. Si encima sale malherida gente, eso, lejos de dignificar la historia, sólo demuestra que ellos tienen razón. ¿A quién coño se le ocurre, en pleno siglo XXI, ponerse a perseguir emociones fuertes más propias de la Edad Media, cuando no directamente de la de las cavernas?
-Pero es que yo le conozco, es que es Bill Hillmann, un antiguo boxeador de Chicago…Estuvo en la cárcel. Es amigo de Irvine Welsh, el de Transpoitting.
-Tú siempre relacionándote con la flor y la nata de los bajos fondos, ¿eh? Justo lo que nos hace falta en España, guiris borrachos y drogotas que vengan a tirarse del balcón de los hoteles a las piscinas o a hacerse machacar por los toros en Sanfermines.
-¡Que no, que no, que no tenéis ni idea! ¡Que este tío es...
-¿Qué es este tío, Anna?
Yo porfío buscando la palabra como quien destripa un bolso buscando un teléfono móvil. Al fin veo parpadear una lucecita tranquilizadora.
-Este tío es un ángel… en apuros.
Me miran todos como si estuviera pirada. Pero yo ya estoy tecleando afanosa en mi portátil, arañando las puertas de Internet. Buscando otras imágenes de Bill Hillmann sólo un año atrás. Cuando al final de una de esas enloquecidas carreras de hombres y bestias el mundo se paró a las puertas de la plaza. Por lo que sea se formó un apelotonamiento, un colosal bloqueo, con un puñado de toros quietos, quietos, formando una especie de grupo escultórico y mortal entre la gente. Era maravilloso y pavoroso de ver, en serio: como un rincón del Guernica de Picasso hecho carne. Esperando el desastre tan pronto una sola de aquellas astas empezara a ensartar corredores como aceitunas. Fue un largo instante más allá del destino. Un momento de suprema intimidad con la tragedia.
De repente la escena y la vida se descongelaron, el bloqueo se rompió, todo volvió a ser en colores y a correr. Esta vez sin cornadas estratosféricas. Pero sí hubo quien estuvo a punto de morir pisoteado y asfixiado por la masa engullida por su propio pánico. Bill se fijó en el rostro gravemente amoratado de uno de los corredores caídos, se lo cargó al hombro y lo sacó de allí. Se trataba de un joven navarro al que, según los médicos, habrían bastado sólo unos pocos segundos más sin oxígeno para perderlo todo en una muerte cerebral irrecuperable. Recuerdo a Bill Hillmann cargándolo en brazos con recia y convencida dulzura. Lo que no sabía entonces es que en las horas inmediatamente subsiguientes casi tuvo que pegarse en un bar de Pamplona (conserva los puños de acero de Chicago, aunque trate de usarlos lo mínimo…) porque había quien cuestionaba su versión de lo realmente sucedido ese día. Una vez más, Bill Hillmann era sospechoso de ser un puto guiri de mierda más en Sanfermines. Un borracho liante más.
Revivo y amplío todos estos recuerdos leyendo Corriendo con Hemingway, el libro de Bill Hillmann cuya edición española, a cargo de Península, se presenta este 30 de junio en Pamplona. El título hace alusión a lo obvio pero también al hecho de que el libro está prologado por John Hemingway, nieto de Ernest. A través de él, de John, conocería yo a Bill Hillmann y toda su leyenda. A través de él entraría yo, como Alicia persiguiendo al conejo, en el agujero encantado que lleva de cabeza a los sanfermines.
Corría el verano de 2012 cuando:
-Señor Hemingway, muy agradecida por acceder a mi entrevista. ¿Nos vemos entonces en Pamplona el 6 de julio, justo una hora antes del... chupinazo? ¿Se dice así?
-Exactamente así se dice, señorita –repuso él con una risa más divertida que sarcástica.
-Perdone, ya sé que a usted no le parecerá precisamente para presumir, pero es que yo no he puesto los pies ahí jamás. En confianza, me movería con más aplomo en lo alto de las nieves del Kilimanjaro que en un encierro…
Carcajada hemingwayana a tope.
-Querida Anna, será un placer para mí enseñarle todo lo que sé de la Fiesta.
Lo fue. Aquella petición de entrevista mía a John Hemingway dio pie a una inesperada y contundente historia de amor que duraría año y medio y que pondría patas arriba mi vida y hasta mi visión de los toros. ¿Que esa es otra película? Quizá, y quizá la cuente a fondo en otra ocasión. Pero el reportaje que escribo ahora no se entiende sin aquel choque de trenes y de leyenda a las once de la mañana del 6 de julio de 2012 a la puerta del Hotel Tres Reyes de Pamplona. Donde el nieto de Hemingway me aguardaba con lo que yo bauticé de inmediato como su cuadrilla. Yo no lo sabía entonces, pero aquella cuadrilla era la avanzadilla de una tribu mucho más extraña, extensa e intensa, de una sociedad no exactamente secreta pero sí bastante imposible de ver reunida fuera del ámbito sensacional de los Sanfermines. Esa mezcla de Magaluf y Macondo según el color del cristal con que se mire.
Yo había ido allí por imperativo profesional. A priori odiaba el plan. No me gustan las muchedumbres, menos si son ruidosas, borrachas y con fama de meterte la mano y lo que no es la mano donde no debieran. No soporto la jarana non stop. Los toros no me eran ya tan indiferentes como cuando vivía en Cataluña (nunca los odié ni detesté: simplemente crecí pasando de ellos) pero todavía estaban lejos de desencadenar mi fascinación. Lo que hubiera o hubiese en mí de Lady Brett yo lo ignoraba aún por completo... Por no querer enterarme, ni siquiera me había leído Fiesta, la famosa novela de Ernest Hemingway que situó los Sanfermines en el mapa. Me la descargué apresuradamente en el kindle y la iba leyendo entre cabezadas en aquel tren a Pamplona cargado hasta los topes de gente estrepitosamente vestida de blanco y fajada de rojo, cantimploras y tetrabriks en ristre como cuernos de caza. Tren que tuve que coger porque al nieto de Hemingway no se le había ocurrido otra cosa que escribir una memoria familiar y publicarla en España.
La entrevista tuvo lugar en el hotel La Perla. Camino de allí ya me enteré de que el miembro más destacado de la cuadrilla con la que John Hemingway había salido a mi encuentro, Ignacio José Ascacíbar (Nacho), un joven mozo de Logroño moreno y muy guapo, increíblemente sobrio y silencioso en aquel ambiente, era aspirante a escritor y padecía trastorno bipolar. Faltaba todavía un rato para que se publicara una selección de relatos de Nacho de indiscutible matriz hemingwayana (muchas historias de hombres solos al aire libre, cazando, pescando y estableciendo con los animales y con las mujeres relaciones tan lacónicas como complejas). Yo no sabía muy bien qué pensar cuando veía a John Hemingway aleccionar gravemente al joven artista contra la tentación de dejar la medicación para su trastorno bipolar y aprovechar la euforia de las puntas maníacas para darse alas literarias. ¿Estar loco ayuda a crear?
-Al principio parece que funciona, pero luego las fases maníacas son cada vez más cortas, las depresivas más largas, y acabas perdiendo toda capacidad de escribir, que físicamente es un oficio más duro de lo que mucha gente cree. Esto es en parte lo que llevó a mi abuelo al suicidio.
Punto pelota. Nacho prometió dejar el alcohol, retomar las pastillas y ponerse a escribir día sí, día también, como un poseso.
Uno de los efectos secundarios del fenómeno Hemingway parece ser que Pamplona esté llena de Nachos. La Fiesta atrae a muchos fiesteros y nada más, gente que sólo busca nueve días de adrenalina, bacanal e indulgencia en un mundo cada vez más hostil a los excesos. Pero no sólo. La ciudad imanta oscuramente a un tipo muy concreto de hombre, de vividor y de escritor muy seria y muy efectivamente hemingwayano. Que parece un personaje de Hemingway o cuanto menos su consanguíneo.
El español Fernando Sánchez Dragó, que a falta de padre de carne y hueso, muerto en la guerra civil cuando él todavía anidaba en el vientre de su madre, eligió a Hemingway como padre de pluma y de espíritu, y convirtió el luto por su muerte, en 1961, en un viaje al corazón de la luz de los Sanfermines, volvió sobre el tema en una columna publicada en julio de 2013 en El Mundo. Volvió, sí, pero de qué manera. Esta vez Dragó ponía la Fiesta a caldo. La dejaba vista para sentencia por la masificación y hasta la chusma, vamos a decirlo todo, que en su opinión habían matado su encanto y su espíritu inicial.
Cosas de la vida, me tocó a mí hacer de traductora de un breve pero intenso intercambio epistolar entre John y Dragó a propósito de este asunto. Da la casualidad de que este primer cruce de legitimidades hemingwayanas se producía sobre el telón de fondo de las primeras grandes andanzas de Bill Hillmann en la Fiesta. A la que ya hacía muchos años que concurría, pero es que le llevó un largo tiempo aclimatarse, acostumbrarse, y sobre todo ser aceptado y respetado por los corredores de toda la vida y por toda la fauna firmemente enraizada en la Curva de la Estafeta y alrededores.
Bill Hillmann andaba por allí, pastoreando a otros guiris como cabestros y poniendo orden, pero yo no reparé en él en seguida porque había mucho donde elegir para fijarse. Por ejemplo en Alexander Fiske-Harrison, Xander para los amigos. Un aristócrata inglés de pies a cabeza que corría los encierros con una chaquetilla roja que parecía la del amigo de Mary Poppins en la película, y que resultó ser la de su uniforme en Eton. Se dice pronto. Más teniendo en cuenta que Xander es de un guaperío moreno que recuerda más a Fran o a Cayetano Rivera que a un candidato al Brexit. Es el único torero británico en activo del que en este momento se tiene noticia y la lió parda en su país con un libro, Into the Arena, donde elevaba la tauromaquia a la orgullosa condición de arte. Y aprovechaba para recordar a sus encocorados compatriotas que ellos fueron capaces de inventar una raza de perro sólo para divertirse viéndole pelear con los toros. Hey bulldog. Como para recibir lecciones antitaurinas de Isabel II ni de nadie.
Bill era un tipo más discreto, más callado, que sólo destacaba cuando se encendía. Cuando su propio trastorno bipolar (y ya van unos cuantos en lo que llevamos escrito…) estallaba en forma de demonios iracundos, dispuestos a abrirse paso a puñetazo o incluso cuchillada limpia. Como en los buenos malos tiempos de Chicago. O cuando se enamoró de su mujer, la mexicana Enid, y casi la pierde liándose a hostias con su cuñado en la boda de su hermana.
Como el mismo Bill nos cuenta, él sustituyó las drogas y la delincuencia por el boxeo y luego trató de sustituir el boxeo con el amor de Enid y a la literatura. Su obsesión por escribir, aun con todo en contra, era tan animal y tan intensa como la de Papa Hemingway, como la del joven Nacho de Logroño, como la del mismo Dragó. Algo tendrá la Fiesta cuando tanto escritor bragado la bendice. Cuando en los momentos más bajos y más desprestigiados de la Fiesta sigue atravesándola una especie de llamada de la selva literaria. Un tam-tam creador y salvaje…
Bill Hillmann admite que se volvió adicto a los encierros porque, sin exactamente curarle de todo lo demás, le enseñaron a vivir virilmente, dignamente y hasta creativamente con ello: Los bipolares quedamos atrapados en estados de tristeza que pueden trocar en meses de oscura depresión, del mismo modo que la felicidad puede trocarse en meses de subidón maníaco, en esos estados nosotros sufrimos muchos y los que nos rodean y nos quieren también.
Vale. Lo pillo. Pero, ¿qué tienen los Sanfermines para hipnotizar a tanta gente así? ¿Qué les ofrece la Fiesta?
Correr con los toros en la totalidad de los ocho encierros es muy duro. Te fuerza a través de un ciclo emocional completo. Si llegas maníaco probablemente estarás deprimido a media fiesta, al rato volverás a la manía y quizás te dé tiempo a volverte a deprimir antes de que la fiesta acabe. En cualquier caso, acabas purgado de todas esas caóticas emociones. Los ocho días y medio que duran los Sanfermines te llevan de punta a punta de tu bipolaridad, un proceso que por lo general requiere meses se completa en horas. Esto es importante porque sólo cuando eres incapaz de tener visión global del ciclo, eres incapaz de dominarlo, de resistirlo. Entonces es cuando pierdes la esperanza y piensas en el suicidio. San Fermín me enseñó a mí a lidiar con mi enfermedad, con lo que soy, me da las fuerzas para luchar.
Desde hace bastantes años, Bill ha hecho novillos –nunca mejor dicho- de los Sanfermines una sola vez: el año que se casó con la valiente Enid. Digo lo de valiente porque de encierro en encierro, de cornada en cornada, ha estado a punto de abandonarle varias veces. Después de la espectacular cogida de 2014 llegaron a discutir a grito pelado en el hospital, en presencia de un enfermo terminal de cáncer que, harto de gritos, les espetó un tremebundo: “¡Me cago en Dios!”. La pareja, avergonzada y reconciliada, se fundió el resto de la noche en un silencioso abrazo.
Una vez escribí de él, de Bill Hillmann –lo pone en su libro- que él era uno de los seres “más seriamente hemingwayanos” que he conocido nunca. Se nota porque sales de Pamplona y no destiñe. Porque lejos de la Fiesta sigue prendida su luz. No es un héroe circunstancial sino total. No es un pijo de la Fiesta ni la ha recibido en graciosa herencia sin merecérsela. Se la ha ganado.
Y es por eso, saben, que yo no cambiaré la tele de canal cuando salgan los Sanfermines y cuando salga él. Nunca.