Los Pirri, el drama de asistir a dos toreros muertos
Subalternos de lujo, forman parte de una de las grandes dinastías del toreo. El padre auxilió al Yiyo, y el hijo a Víctor Barrio. Un arte de generosidad en este mundo supersticioso.
16 julio, 2016 03:40Noticias relacionadas
El sábado 9 de julio la noticia corrió como la pólvora: Víctor Barrio, 29 años, matador de toros de vocación tardía (antes le había dado por el golf) pero firme, sucumbía a una cornada fatal en la plaza de Teruel. Sucumbía además en brazos de un banderillero de lujo, Pablo Saugar, de la dinastía de los Pirri, que ni siquiera iba en su cuadrilla. Pero qué iba a hacer Saugar, ¿apartarse? ¿Dejar pasar ese cáliz? No, se arrimó al torero mortalmente herido con la misma pretoriana gallardía con que hace tres décadas lo hizo el padre, actual patriarca de la dinastía Pirri, el Pali, para socorrer al Yiyo. Y escuchar aquella frase terrible: “Pali, este toro me ha matado”. Que así era.
Pero no acaban ahí las bodas de sangre. El Yiyo, y con él el Pali, toreaban en Pozoblanco el día que cayó Paquirri. De aquel cartel sólo sobrevive el Soro. Me lo recuerda Elisa Beni, una periodista a la que nadie asociaría ahora mismo con ninguna musa taurina, precisamente, pero que en los albores de su profesión acumuló la sobrecogedora casualidad de haber entrevistado tanto a Paquirri como al Yiyo justo el día antes de que a los dos les cogieran para siempre. Ella lo cuenta tal cual porque no se tiene que ganar la vida entrevistando a más toreros. “Desde luego, ya me han advertido de que si quiero escribir de toros esto no lo cuente, y que jamás de los jamases se me ocurra pedirle una entrevista al Soro”, concluye.
Elisa guarda recuerdos más vívidos de la entrevista con Paquirri -“porque yo era casi una niña y no sabía cómo no perderme en aquellos tremendos ojos que ese hombre tenía…”- que de la que tuvo con el Yiyo, que le pareció más soso. “No se nota nada”, se adelanta a mi pregunta, leyéndome el pensamiento. Al matador de toros no se le nota por nada en particular que la tarde siguiente va a ser la última. Que va a rendir el alma en la plaza.
¿Están escritos el destino y la suerte? ¿Tienen sentido las toneladas de superstición que rodean al mundo del toro, superstición que ha levantado por ejemplo un muro de silencio alrededor de la dinastía Saugar, los Pirri, en este momento? “Víctor Barrio estaba boca abajo, al darle la vuelta boca arriba ya vimos que…”, se le quiebra la voz a uno de los subalternos que estaban aquella tarde en Teruel. ¿A cuál? Nadie lo quiere decir. Omertà. O quizá es que el roce constante con la tragedia tiene sus rituales, sus protocolos íntimos. Sus momentos de hablar y de callar.
“El mundo del toro es profundamente supersticioso”, reconoce uno de los máximos especialistas y hasta hace poco gerente de Las Ventas, Carlos Abella, quien recuerda que para los toreros el amarillo no existe –hay hasta 25 eufemismos para designar este color sin nombrarlo-, que el color marrón es siempre tabaco y que el rojo puede ser grana, encarnado o colorado. Cualquier cosa menos rojo con todas las letras. Hay quien se conforma con no decirlo y hay quien ni siquiera se plantea llevarlo, como Paco Camino: “Jamás se vistió de grana, excepto una sola vez, después de encerrarse con 7 toros en Madrid, se puso ese traje una sola vez y luego lo donó al museo”, recuerda Abella, sin asomo de ironía ni de burla.
A ver quién ironiza sobre las millones de veces que debe de haberse santiguado José Mari Manzanares antes de entrar en la plaza o de las dudas casi epistemológicas que asaltan a Enrique Ponce cada vez que tira la montera al suelo y le queda boca arriba, para horror de una plaza que a lo mejor no vuelve a respirar hasta que el torero vuelve a poner la montera boca abajo. El mismísimo Juan Belmonte se hinchó a torear con unas medias sucias porque uno de su cuadrilla lo tenía convencido de que cambiárselas era tentar a la suerte. Hasta que un día le cornearon con esas medias puestas y camino de la enfermería gritó el maestro que se habían acabado esas “cochinas” medias para siempre.
Es fácil sacarle punta a estas cosas. Es fácil no tratarlas con el debido respeto, mayormente en pleno apogeo de lo antitaurino, entendido casi siempre como un racionalismo muy perdonavidas y muy barato, muy de bajo perfil. Cuando no directamente abyecto en Twitter. Los toreros son los primeros que admiten sus “manías” y hasta “rarezas”, siendo una de las más potencialmente peligrosas que a determinado matador, banderillero –no digamos si es una dinastía entera- se les pueda llegar a atribuir cierto imán para la desgracia…
¿Es lo que les podría pasar a los Pirri después de la cogida de Víctor Barrio? ¿Por eso este muro de silencio alrededor de lo ocurrido en Teruel y del baúl de los recuerdos terribles allí abierto? Todos los entendidos salen con rotundidad al quite: “Aquello fue casualidad, el Pirri que allí estaba, Pablo, ni siquiera era de la cuadrilla de Víctor”, subrayan Carlos Abella, Enrique Ponce y Fernando Sánchez Dragó. De hecho, si se piensa despacio, o aunque sea deprisa, dado el altísimo riesgo del oficio, lo extraño es que una dinastía tan acendrada como los Pirri no haya presenciado dosis mucho más altas de tragedia. Que no hayan visto correr mucha más sangre en el albero.
Más teniendo en cuenta la nobleza de esta ganadería humana, con perdón. Es pegar una patada en cualquier rincón del mundo del toro y levantarse una polvareda de respeto, cuando no de adoración, hacia los Pirris, llamados así porque no han destacado jamás por su altura física (de ahí que les empezaran a llamar Pirracas, y de Pirracas, Pirris). Sí sobresalen, y cómo, en todo lo demás. Conocerles es verse bañado en coraje. Quien a la plaza se acercó lo sabe.
Van por la tercera generación. Las fuentes de la dinastía están en el barrio madrileño de Lavapiés. Emilio Saugar, matarife y subalterno, tuvo siete hijos varones y a los siete los enfiló camino del toro de una manera o de otra. El que menos, salió sastre taurino.
Hablan bien de ellos todos y cada uno, incluso superando diferencias como las que llegó a mantener todo un José María Manzanares con el segundo gran Saugar, el carismático Lorenzo, popularmente conocido como Chete, banderillero que fue de Dominguín y del Soro además de Manzanares. A este alguna vez le salió respondón. Llegó a decirle cosas como “oye, no te desentiendas de ese toro, que le tienes que matar tú con la espada, no yo con la muleta”. El de Alicante, menudo es, lo vio todo rojo y quiso despedir a Chete. Luego harían las paces porque, entre otras cosas, no había cómo no hacerlas.
El caso es que este diálogo entre matador y banderillero es más significativo de lo que parece. Shelly Frape, una inglesa afincada en Cádiz que ha dedicado los últimos cinco años a escribir un libro sobre la dinastía de los Pirri cuya publicación en este momento está parada -¿demasiada tragedia en el aire?-, decidió titular su obra El hombre de plata con el alma de oro. Iba por el Chete. Frape no recurrió a este título sólo porque le puedan gustar las metáforas con muchos metales, sino porque la expresión “torero de plata” es tan poética como precisa.
Un torero de plata es menos que un matador de toros pero bastante más que un simple banderillero o picador. Es un cuasitorero. Un semidiós. Un híbrido entre Quijote y Panza, entre tocar la gloria con los dedos y tener los pies bien plantados en el suelo. Los Pirri son de esa clase de estirpe. Casi todos han toreado algo, se han puesto enfrente de las astas, han mamado matadero de pequeños. Al final se han especializado en ser subalternos, pero no de cualquiera ni de cualquier manera. Su aportación a una corrida se mide pues eso, en lingotes de plata... o de oro puro.
Un torero de bien es conocedor de la diferencia entre que le asista un banderillero así o uno del montón. Por eso se tragó Manzanares su orgullo con el Chete, y por eso todo el mundo del toro cierra ahora filas con los Pirri, dándole una orgullosa vuelta de tuerca a la maledicencia y a la superstición: “No es que se les vayan los toreros al cielo, es todo lo contrario; probablemente muchos matadores que hoy caminan y respiran pueden seguir haciéndolo porque en tardes complicadas tuvieron un Saugar, un Pirri, al lado”, concluye Fernando Sánchez Dragó. Se entiende que quiere decir que semitoreando hasta las últimas consecuencias.
Aparte de eso son majos y simpáticos. De Pablo Saugar, el que sostuvo a Víctor Barrio, todos los interpelados destacan lo buena persona que es y hasta lo exageradamente dulce para un mundo como el del toro. Shelly Frape, la británica que se hizo pirróloga fascinada por la calidad humana del Chete y hasta de su mujer, Teresa, se hace lenguas de la buena pasta de la nueva generación, los hermanos Pablo y Víctor Hugo y su primo David. Ciertamente desde la muerte del Chete en 2010 el nuevo patriarca es precisamente el Pali (el hermano del Chete que vio morir al Yiyo) y Shelly ha notado cierto cambio, cierto endurecimiento. Como si les costara más abrirse a la gente. Confiarse al mundo.
¿Puede tener que ver con los nuevos bríos antitaurinos? Es verdad que el torero, tan poderoso en la plaza, fuera de ella puede resultar anacrónicamente frágil, como una mariposa. “Los valores del mundo del toro, sus ideales de honestidad, solidaridad y hombría, casan mal con ciertas mezquindades del mundo de hoy”, subraya aquel misterioso subalterno que estaba en Teruel pero que no quiere dar su nombre. Por respeto a Víctor Barrio…y a los Pirri.
Sólo hay que ver el impacto devastador que los mezquinos tuits congratulándose por la muerte de un joven de 29 años en la plaza han tenido en este colectivo tan sensible. Les falta cinismo para digerir tanto horror. Para hacerse a la idea de que se les pueda querer tanto mal. ¿Es la dignidad taurina un bastión más amenazado por la feroz crisis económica, moral y humana que por todas partes nos rodea?
No puedo pedir más! En la mar, con mis hermanos @hugopirri8 y David pic.twitter.com/jCxnIQil8Y
— Pablo Saugar PIRRI (@PpirriVI) 24 de marzo de 2016
Que se lo pregunten si no a Rosa Gil, la que fue conocida como 'la Nena del Leopoldo', en alusión a Casa Leopoldo, el mítico restaurante taurino de Barcelona que Rosa regentó con tierna mano firme durante muchos años. Acaba de cerrar después de sufrir toda clase de atropellos y trapacerías que han hundido a la Nena en una grave, palpable y desoladora depresión. “Ya no voy nunca a los toros, han conseguido que ya no me importe nada”, desgrana desoladoramente, sentadita muy quieta en una terraza de la Rambla del Raval.
Sigue teniendo el cabello en llamas. Y algo retumba en alguna parte de la formidable energía con que Rosa abanderó la resistencia numantina a cerrar la plaza de toros de Barcelona. O que necesitó para casarse con el torero portugués José Falcón. Recién casada, vestida aún de blanco y de novia, su José tuvo que sacarla en volandas de Portugal porque había matado un toro allí sin querer, ilegalmente, y bueno, tocaba poner pies en polvorosa.
“Mi marido y yo nos conocimos dos veces, la primera en la finca de Antonio Ordóñez, luego años después en un tentadero. Me acuerdo de cuando me pidió que nos casáramos. No estaba enamorado de mí, me dijo, pero necesitaba una mujer que le atara los machos... y yo acepté”, evoca Rosa. Me lo cuenta así, tan aparentemente en frío, que el corazón se me encoge como un alfiler.
A Falcón lo cogió el toro Cucharero en 1974. La cornada dio de lleno en la femoral. Pudo salvarse, quizá, de haber ido derecho a la enfermería. Prefirió seguir en la plaza, emperrado en morir matando. Consiguió antes lo primero que lo segundo. “De mi marido no han hablado estos días cuando han hecho la lista de los toreros muertos en la plaza todos estos años, se lo han saltado”, se queja Rosa, aguardando que su hija Carla, todo lo que le quedó de José, venga a recogerla para ir a comer juntas. Viendo a la Nena tan desarbolada y tan triste, me sube como una espuma de rabia por todo el cuerpo. ¿Pero en qué clase de mundo vivimos que la mejor gente es la que está así?
Pero la vida sigue, el toro sigue, hasta Twitter sigue. En el funeral por Víctor Barrio volvió a darse cita toda la casta, la buena casta, se entiende. Los mejores salieron de debajo de las piedras para despedir a uno de los suyos ya camino del Walhalla. Tienen, por eso sí lloran, de plata las calaveras. Por eso la muerte, cuando escarba, siempre les encuentra en su sitio. Abiertos de capa y de corazón.