En España no hay datos acerca de este colectivo. Según la oficina de Comunicación del Ministerio de Defensa se debe a que en las Fuerzas Armadas "no se pregunta por la orientación sexual a nadie que quiera ingresar en las mismas, por lo que no podemos proporcionar estadísticas”. Por su parte, la Asociación Unificada de Militares Españoles (AUME) tampoco tiene respuesta, aunque en su caso el motivo se debe a que no tienen dinero "para llevar a cabo un informe de tal envergadura ni tampoco disponen de personal que lo haga”.
Un vacío que para la ex comandante y diputada socialista Zaida Cantera es reflejo de una institución intransigente, clasista y llena de prejuicios. “El Ejército, además de machista, no respeta ni a transexuales ni a homosexuales. Les hace la vida imposible para que se vayan. En los 17 años que estuve en sus filas no se hizo ningún estudio al respecto y habría servido de mucho para poder tener ahora alguna cifra que les visibilice en la práctica y para darles el trato igualitario que merecen”, dice.
Transfobia entre las filas
Pero ¿cómo es el día a día de una transexual en las Fuerzas Armadas? Artizar Díaz es una marinero de la Armada Española especializada en hostelería —también cubre alojamientos como cocinas, despensas o lavanderías—. Reside en Cartagena y es activista del movimiento que trata de informar sobre la transexualidad de una forma positiva y realista sin prejuicios. Solo pone una condición a la hora de hablar: no salir fotografiada con el uniforme. Esta mujer de mirada profunda ha preferido hablar a callar. “Guardar silencio es traicionarme y no mostrar la realidad que se sufre tanto en el Ejército como en el resto de la sociedad por total desconocimiento”, dice.
Sin pelos en la lengua reconoce que un buen día, y tras sufrir una tormentosa relación de amor-odio que termino hace 8 años, decidió quitarse la careta y mostrar la mujer que siempre ha sido y es. “Entré en el ejército con 20 años. Allí pasé unos años sin pena ni gloria hasta que decidí hace cinco hacer el cambio”. Un paso que, dice, le ha servido para empoderarla. “Tomar la decisión y llevarla a la práctica me ha servido para encontrar toda la energía que me había faltado siempre. Así empecé a ser activista y me inicié gradualmente en el transfeminismo. Di el paso por una relación agónica y al mismo tiempo querida a pesar de que ya hacía tiempo que había terminado, mientras veía un episodio de Bones, me di cuenta que había estado mintiendo a toda la gente que había querido”, reconoce.
Y ahí comenzó su otra lucha. “Todo mi entorno militar reaccionó con confusión”. Ella dice haber sido parte de esa reacción. “Mi máscara era tal que durante años había estado interpretando un papel de Óscar. En apariencia había sido un machote de manual y de repente dejaba de serlo. Y a pesar de ello me negué también a pasar por el aro y a adoptar los roles de genero tradicionales reservados a las mujeres por el patriarcado”, añade. Desde entonces, el ejército “trata de ser amable y se esfuerza conmigo pero ni se ha adaptado al cambio ni se ha hecho a la idea”, explica.
Una situación que a veces es complicada, pero que curiosamente, tiene sus consecuencias positivas por producirse allí. “Cuando surgen conflictos es un trago desagradable, pero no me callo. La ventaja de lo militar es que cuando esto ocurre puedo meter un cuerno y denunciarlo y con bastante efectividad a esas personas se les pone en vereda, de hecho con más efectividad que en la sociedad civil”, añade la marinero.
Artizar también denuncia la total desprotección de las transexuales militares durante el proceso de cambio físico y la falta de regulación de su presencia. “Tenemos una desprotección absoluta porque legalmente no está contemplado que las personas transexuales militares podamos existir, así que nos vemos en situaciones como las de seguir en vestuarios masculinos o tener que raparnos la cabeza hasta conseguir el nuevo DNI. Eso es jodido porque a lo mejor tienes más tetas que la compañera de al lado y tienes que estar en el vestuario de tíos. El cambio que hace falta es la regulación de nuestra presencia. Es un vacío legal de los que muerden el culo”, subraya.
Ella, además, relata otras situaciones desagradables con algunas de sus propias compañeras. “Cuando compartimos el vestuario se esconden como si no tuviera nada mejor que hacer que mirarlas. Intento pasar y hago como que no me entero”. También hay quienes dicen se las dan de guay y en cuanto pueden le preguntan por sus genitales. “Al principio, cuando no tenía callo, les respondía, pero ahora les digo que ¡qué narices les importa!”, añade la militar. Según sus propias palabras: "la gente es igual de buena o mala en lo civil que en lo militar".
En cuanto a si este desgaste le compensa, Artizar tiene claro que sí. “Estoy a la espera de asignación de destino en Cartagena después de un año destinada en Madrid. El ejército no es perfecto, pero tiene cosas que me encantan, como por ejemplo servir a tu país. Es algo muy grande. Sé que eso la gente se lo toma como una gilipollez desfasada, pero para mí es muy especial. Además, no se vive mal. La sociedad militar me da una protección que no tengo fuera”. Mientras le llega su nuevo destino, ella sólo piensa en dos cosas: en casarse con su novia, a la que conoció hace cinco años, y en seguir empoderándose para que su lucha activista sirva para quienes vengan después. “Para mí que mi pareja sea una mujer es el menor de mis desvelos porque, para bien o para mal, me es más importante mi faceta de trans que la de bisexual”, finaliza.
Lesbianas no, gracias
Si el colectivo trans lo tiene complicado, la cosa tampoco es nada fácil cuando se es lesbiana. M.L.M., sargento primero de tierra de 38 años de edad y madre de un niño de 5 años, lo sabe bien. Tanto, que prefiere no revelar su nombre ni su imagen para no complicar aún más el infierno porque el que dice estar pasando. “Me están haciendo la vida imposible. Me han quitado toda la ilusión por un mundo en el que entré enamorada. Cada día que pasa me pesa más ponerme el uniforme”, explica.
Esta militar denuncia que su condición homosexual le lleva acarreando vejaciones desde 2006, humillaciones, un continuo freno a su carrera y, sobre todo, sufrimiento personal. “En las notas, me quitaban puntos. No querían que fuera de las primeras de la promoción, así que por más que estudiaba y me esforzaba, nunca pasaba del seis”, recuerda con expresión triste. Pero eso no es todo. Aún lleva peor comentarios como los de “una bollera de mierda nunca va a ser primera de promoción” o que “voy a arder en los infiernos porque me gustan los felpudos”. También relata cómo uno de sus jefes le llegó a preguntar “cuántos coños me había comido”. A lo que ella le respondió contundente —ya no se calla ni pasa una, nos reconoce— “que seguro que muchos más de los que él se había comido”; u otros compañeros que le decían que “cómo me gustaban los felpudos y les dije que en la puerta de mi casa me gustan los de colores”.
La sargento primero reconoce que las Fuerzas Armadas, sin importar el cuerpo al que se pertenezca, son una sociedad de machitos. “Te dicen que eres lesbiana porque no has probado una buena polla y cosas así. Es una mentalidad cerrada y cuadriculada. No te respetan. He visto palizas a gais, sé de homosexuales que, como son graciosos, los tienen como monos de feria”. También cuenta que hay otros que no salen del armario y que son capaces "de llevar una vida paralela, están casados y con hijos, mientras sus compañeros, como no les ven con parejas, les dicen que no se adaptan bien y que son unos raros”, añade la militar.
Además M.L.M. nos cuenta cómo dependiendo de la apariencia física de las lesbianas la vida es más o menos fácil. “Hay una diferencia entre las que ellos dicen son follables y no follables. Las que tienen aspecto más masculino no tienen tantos problemas como las que somos femeninas o atractivas. Les jode que seamos guapas y creen que si nos hicieran un favor hasta íbamos a cambiar de acera. Para ellos somos un desperdicio”, recalca.
Esta pequeña mujer, durante la hora y media larga de entrevista en una cafetería madrileña, no hace más que relatar situaciones inimaginables. Como cuando se quedó embarazada. “En el ejército son todos muy cristianos y capillitas. Cuando me embaracé por inseminación in vitro me mandaron hacer un tribunal médico porque decían que una lesbiana no podía quedarse embarazada. Así de cerrojos son”, recuerda entre la ironía y la desesperación.
Y ante tal situación se ha estado planteando denunciar. Incluso ha estado a punto de dar el paso con un abogado. Sin embargo ha dado marcha atrás y lo ha hecho por su hijo. “Denunciar no sirve de nada. Todos se tapan. Te van minando con la estrategia de que te canses tú antes que ellos. Mucha ley de protección y acoso, pero todo es mentira. Lo que hay dentro la gente no lo sabe. Aquí se trabaja con el miedo. Es una cuestión de poder. Mientras eres populacho de la tropa no hay problema, pero cuando asciendes te hacen la vida imposible. Llevo toda mi vida aquí, no he hecho otra cosa y mi hijo, que vive con sus abuelos, tiene que comer. Perdí la vocación, ahora es supervivencia económica. No sigo por otra cosa. Me avergüenza el mundo al que pertenezco. Al Ejército le falta respeto”, finaliza.
Harta de ser señalada
Quien sí se decidió a dar el paso y decir basta a una situación parecida es Patricia Campos, la primera y única piloto de reactor del Ejército a quien se le hizo la vida imposible. “El Ejército es machista por naturaleza, pero además también es homófobo. Si para ellos ya es difícil admitir que una mujer tenga los mismos derechos y capacidades que un hombre, cuando además se suma ser lesbiana, la situación es como tener entre las manos una bomba de relojería”, explica.
Por eso, ahora, desde la distancia y sin que sea una venganza que se sirve en plato frío, ha querido contar su experiencia en un libro Tierra, mar y aire (Editorial Roca). “Lo he escrito desde el corazón y en homenaje a tantas y tantas personas que en todo el mundo han arriesgado incluso sus vidas o han visto cómo sus derechos humanos no son respetados por el hecho de ser homosexuales. Este mundo absurdo debería pensar más en las capacidades de las personas que en a quiénes amemos o con quiénes nos guste acostarnos. Falta educación, falta mucho respeto”, reclama con una mirada de ojos tan claros como la paz que transmite al hablar.
Ahora, si Patricia tuviera que volver a vivir todo, lo haría dándole la vuelta a la tortilla. Cambiando el silencio y a veces la sumisión por la fuerza y la voz en alto. “A veces siento que no fui lo suficientemente valiente. Que en esos años no me rebelé, que no luché lo suficiente. Hoy no me habría callado, no habría ocultado mi homosexualidad, habría defendido la de otras compañeras o compañeros, no me habría sentido presa de mi misma ni de la cárcel cuyos barrotes me ponía el Ejército. No habría llevado tanto peso encima”, asume la exmilitar. “La Armada vive en un mundo paralelo a la sociedad y no avanza con el mismo ritmo. Cuando las personas con las que trabajas no comparten tus mismos valores, es muy difícil mantener una convivencia, y por eso lo mejor es abandonar e irse”.
Con esa etapa cerrada, la expiloto ha aprendido a reinventarse, a encontrar en otras pasiones como el fútbol —es entrenadora de un equipo femenino en Estados Unidos y también, en cortos períodos, en Uganda con niños o mujeres con sida— su nuevo camino y aunque reconoce que echa mucho de menos volar, “porque allí, en lo más alto del cielo y con el reactor en mis manos, me siento en paz y en libertad”, ahora es por fin feliz. “Salir del armario es lo mejor que me ha podido pasar”, recalca. Tanto que dice que cada vez que da los buenos días a alguien responde con el mismo saludo y una coletilla que le encanta mostrar. “He perdido los escrúpulos y ahora cada vez que me dan los buenos días yo también los doy y de inmediato añado: ¡y tengo novia!”.
Una novia hawaina llamada Mía, que aprendió español con acento gaditano durante sus tres años en Rota y que, aunque no ha salido de su armario públicamente, la acompaña en la entrevista y la mira enamorada desde la distancia. "Si no escribo yo este libro con todo lo que he pasado en el Ejército, ¿quién iba a hacerlo? No podemos esperar más. La realidad es que si nadie hace nada, no avanzaremos. La visibilidad puede luchar contra la ignorancia, contra el miedo y contra la homofobia. Puede dar confianza y ayudar a muchas personas que no saben ponerle nombre a lo que sienten. Yo creo que hay que vivir la vida que queremos vivir y que nuestra orientación sexual o las legislaciones no condicionen nuestros sueños”, finaliza.