Temido delincuente y adorado benefactor. Pocas figuras como la del Niño Sáez resumen ambas condiciones en su existencia. Porque a sus 36 años, con unos 70 delitos imputados, se había convertido en uno de los criminales más peligrosos de España. Era el rey de los aluniceros y había amasado una fortuna próxima a los 150 millones de euros a base de golpes delictivos a cada cual más ambicioso, como el asalto de un almacén judicial en Málaga en el que sustrajo 120 kilos de coca. Así se había granjeado una leyenda en el mundo criminal, que le llevó a codearse según ha podido saber EL ESPAÑOL con Rafa Zouhier, condenado por los atentados del 11-M y expulsado a Marruecos. El Niño vivió al límite, siempre huyendo de la Justicia. Y su nombre hacía temblar hasta a los delincuentes más temidos. Uno de ellos, posiblemente un narco colombiano, fue el que ordenó su asesinato.
Pero en el madrileño distrito de Latina al Niño Sáez se le conocía más por sus obras caritativas. Por eso, en esas calles, el mundo se sostuvo en alfileres el pasado domingo, 12 de mayo, cuando un sicario le descerrajó tres disparos a plena luz del día. “Era un tipo querido”, admiten unos; “Ahora te rezaremos a ti”, lloran otros.
En el distrito de Latina, a Francisco Javier Martín Sáez se le adora como una especie de santo. Es el barrio que le vio nacer y morir hace días, y que ahora llora su muerte. No se habla de otra cosa. Se comenta en las esquinas, en los bares y en las entradas de las casas. Este jueves, a la una de la tarde, dos hombres se detienen en la mitad de la calle Laín Calvo, a pocos metros de donde dispararon al Niño. Señalan el lugar en el que cayó muerto en medio del asfalto. Ambos son vecinos del barrio y le conocían bien. “Fue ahí, justo a la mitad de la calle”, señala uno de ellos. Se refiere al lugar en el que Sáez tenía aparcado su Smart biplaza, gris metalizado, a la altura del número 16 de la estrecha callejuela. “Él fue al colegio con mi hijo, hace ya años. Cuando eran pequeños. Arriba, allí a Santa Cristina. Es un chico que ha hecho toda su vida aquí, en el barrio”, explica a EL ESPAÑOL Antonio, quien protege su identidad bajo un nombre ficticio.
El domingo pasado, a las 11 de la mañana, Antonio paseaba a su perro por la calle Caramuel, perpendicular a Juan Tornero. No llegó a escuchar el ruido. No oyó los disparos. No advirtió lo que estaba ocurriendo 600 metros más abajo. Sólo se dio cuenta cuando lo vio. “Nos dijeron que aquel día iba a ir al gimnasio, como todas las mañanas. Yo lo vi tirado, boca arriba. Estaba lleno de sangre. Algo horrible. Además no lo vi por segundos. Dos minutos después de que ocurriera entraba por la calle y lo vi ahí en el suelo. Ya no pudieron hacer nada”, relata.
Otro hombre que también prefiere preservar su anonimato asegura que El Niño Sáez era un tipo muy conocido en las calles de Latina. Y muy querido. En su ecosistema se movía como un pez en el agua. Pese a que colaboraba en obras solidarias, todos sabían quién era y a lo que en realidad se dedicaba. “Aquí no era un secreto. Era buen chaval, muy educado siempre que te lo cruzabas, siempre dispuesto a echar una mano, pero después todos sabían lo que había. Sabían a lo que se dedicaba”, explica el segundo de los vecinos.
Días después de lo ocurrido, en la calle Juan Tornero se erige un altar improvisado por los vecinos y los familiares en honor al hijo perdido, el joven que pasó de grafitero a alunicero y después se metió en el negocio de la droga. Más de 30 velas rojas y blancas se agolpan en la estrecha y grisácea acera. Sobre ellas, en la señal de tráfico de la esquina de la calle, las flores se acumulan alrededor de una fotografía, el lugar en el que el delincuente exhaló su último aliento cubierto de sangre. De vez en cuando, alguien pasa, se detiene y presenta sus respetos al Sáez.
En ese pequeño homenaje callejero hay un mensaje junto a la fotografía, que corrobora la veneración que se le tiene en la zona. Reza así: “Descansa en paz, has sido el mejor. Antes rezábamos a Dios, ahora te rezamos a ti. Aunque nunca te haya conocido, siempre te he seguido. Ayúdame, por favor, a vivir. Tengo tres hijos y no tengo nada. Ayúdame”. La nota, anónima, está rodeada de flores y todo tipo de estampas religiosas. Es esa veneración la que se vio el día que le mataron, con vecinos y familia llorando a pocos metros del cuerpo caído del butronero. Es el hijo pródigo del barrio. Por eso el luto permanece todavía en el pequeño ecosistema del barrio. Ahí, en cada una de esas calles, Sáez tenía una historia. Nació, vivió y murió allí.
Su trayectoria delictiva
Francisco Javier Martín Sáez recorrió su vida por vías paralelas, en un submundo del hampa en el que se desenvolvía con facilidad. No es de extrañar que hallase la muerte en uno de esos caminos al margen de la ley. A la Policía le es difícil acotar el cerco en torno al posible asesino -o asesinos- del que fue uno de los delincuentes más peligrosos de España en las últimas décadas. Ante la pregunta de “¿quién podía ser su principal enemigo, el que le tramase un complot para asesinarlo?”, sólo hay una respuesta: “Tenía demasiados”.
Porque El Niño Sáez comenzó muy pronto su andadura. De ahí le venía el sobrenombre; un apelativo que al principio hacía referencia a su corta edad y que, con el tiempo, se haría un espacio en los archivos judiciales. Según fuentes policiales consultadas por EL ESPAÑOL, El Niño cometió sus primeros delitos -de pequeña envergadura- cuando apenas tenía 11 años. “Nada importante”, cuentan quienes lo conocieron. Algunos hurtos que, por lo general, no pasaban de caprichos infantiles. Y también algunas transgresiones relacionadas con el mundo del grafiti.
Pero a medida que fue creciendo, El Niño Sáez se iba sintiendo cómodo en la zona sur de Madrid, y más aún en el distrito de Latina, donde residía. Repetidor y poco dado al estudio, cumplió como pudo su trayectoria en el colegio Santa Cristina. Y comenzó a hacerse fuerte: físicamente, con sus visitas casi obsesivas al gimnasio; y también en el mundo de la delincuencia, donde comenzó a fraguarse un nombre.
Tenía alma de líder. Él lo sabía y explotaba al máximo esa virtud. “Las malas compañías”, aducen algunos de sus amigos y compañeros, son las que le precipitaron al otro lado de la ley. Pero él apenas se dejaba influir o intimidar; más bien era él el que imponía su criterio a pesar de su corta edad. Y se rodeaba de gente que cumplía con los objetivos que se iba marcando, cada vez más ambiciosos.
Carlos Jarry Sánchez López era uno de sus hombres fuertes. Con él se especializó en el alunizaje, una técnica de robo basada en el lanzamiento de un coche contra un establecimiento para acceder al interior del local. Carlos Jarry, nacido en Vallecas, era considerado el rey de esta técnica, y fue detenido en varias ocasiones por robo de coches cuando aún era menor de edad. Vivió demasiado deprisa: persecuciones a toda velocidad en Vallecas y Villaverde, arrestos, detenciones y un tiroteo que acabó con su vida el 11 de enero de 2008, cuando apenas tenía 23 años. Un ajuste de cuentas.
El Niño Sáez también se codeaba con Alfredo Díaz Moreno, a quien apodaban El Pimiento. También era conocido por su pericia al volante y sus habilidades como alunicero. Y acumulaba decenas de detenciones. Un chatarrero descubrió su cuerpo en un polígono industrial de Paracuellos del Jarama en diciembre de 2008. Tenía cuentas pendientes con otros delincuentes.
Esas muertes quizá le sirvieron al Niño Sáez como advertencia. Si con una mano se granjeaba enemigos en el mundo del hampa, con la otra se rodeaba de amistades y simpatías en su barrio de Latina, donde destinaba parte de su dinero a fondo perdido en obras sociales o en préstamos a gente que pasaba estrecheces. Así se rodeó de una especie de escudo protector, personas que lo idolatraban y que eran capaces de todo para proteger a uno de los delincuentes más perseguidos de España.
70 delitos y un robo de 120 kilos de coca
En total, al Niño Sáez se le imputan unos 70 delitos. Muchos de ellos están relacionados con el asalto a camioneros en mitad de la carretera para robarles la mercancía; también con el robo de joyerías, en las que conseguía botines que en alguna ocasión superaban los 800.000 euros. Para ello, además del alunizaje, empleaba la técnica del butrón: reventar la pared de un local adyacente para acceder al que contiene la mercancía susceptible de robo. En las fichas policiales también se describe su maestría con la lanza térmica, una herramienta capaz de perforar casi cualquier material con el calor. Así reventaba las cajas fuertes.
En noviembre de 2011 dieron el golpe definitivo, el que posiblemente cambió el transcurso de su vida. La banda del Niño Sáez perpetró el mayor robo de coca que se recuerda en el país tras asaltar el almacén judicial de Málaga. Él y sus compinches se movieron con precisión: reventaron el bombín de la nave y rápidamente inutilizaron el sistema de cámaras de seguridad. A 200 metros se encontraba el cuartel de la Guardia Civil, pero los agentes no percibieron la presencia de los delincuentes. Los fallos en las cámaras eran frecuentes y aquél, creían, era uno más.
Los delincuentes se hicieron con 120 kilos de coca. Y al Niño Sáez se le abrió un horizonte hasta entonces desconocido. Mover las drogas era mucho más fácil y rápido que colocar las joyas. Lo que probablemente no midió fue el resquemor que despertaría entre otros clanes de narcos celosos de su territorio, sobre todo los colombianos, quienes no le perdonarían las injerencias en su negocio.
Cuando las cosas se ponían especialmente complicadas, el delincuente se refugiaba en alguna de las casas que tenía en Marruecos. Según fuentes policiales, su clan había amasado una fortuna próxima a los 150 millones de euros y él había invertido parte de esa cantidad en viviendas en el país vecino.
Su relación con Rafa Zouhier
Es posible que fuese en ese escenario donde se fraguase su relación personal con otra persona de sobra conocida en el ámbito judicial. Rafa Zouhier, exconfidente policial, fue expulsado de España en marzo de 2014 tras cumplir diez años de condena por su implicación en los atentados del 11-M de Madrid. Según la sentencia, él puso en contacto al cabecilla de la célula terrorista, Jamal Ahmidan (conocido como El Chino), y al minero José Emilio Suárez Trashorras, encargado de aportar el explosivo.
Otra hipótesis es que El Niño Sáez y Rafa Zouhier se conociesen en el mundillo de los gimnasios, que tan bien conocían los dos. O quizá en el patio de alguna prisión en la que ambos coincidiesen. El caso es que la Guardia Civil montó un dispositivo el 4 de octubre de 2014 -seis meses después de que Zouhier fuese expulsado a Marruecos- en torno a la discoteca Ushuaïa de Ibiza. Allí se celebraba una macrofiesta con motivo del fin de la temporada veraniega. Cientos de personas atestaron el local, uno de los más destacados de la noche ibicenca.
Pero los agentes de la Benemérita pusieron el foco sobre el espacio VIP del local, donde la botella más cara de champán se vende por 100.000 euros. De acuerdo a sus informes, Zouhier, transgrediendo la orden de expulsión de España que se le había impuesto seis meses atrás, se iba a reunir allí con algunos amigos. Varios procedían del mundo del alunizaje. Y entre ellos no podía faltar el jefe, El Niño Sáez.
La Guardia Civil, con agentes infiltrados en la fiesta, encontró a varios hombres con un perfil similar al de Rafa Zouhier, pero ninguno de ellos era el sospechoso. El Niño Sáez tenía por entonces un sinfín de causas abiertas, pero se encontraba en libertad provisional y no se le podía arrestar.
Mañanas de gimnasio
Con todo, Sáez no olvidaba sus orígenes. Y por eso seguía residiendo en el barrio que le vio crecer. Hacía tiempo que había vuelto a vivir con su madre, su padre y sus dos hermanas en su casa de siempre, en el número 5 de la calle Saavedra Fajardo, a pocos metros de la calle Laín Calvo, el lugar en el que le mataron el pasado domingo. Se trata de una zona residencial que transcurre perpendicular al paseo de Extremadura. Allí se sentía a salvo entre los suyos.
En el bloque de al lado, en los ladrillos del muro de la entrada, su huella está grabada para siempre en forma de grafiti, una actividad que había comenzado a desarrollar en su adolescencia. Cuatro letras enrevesadas en vertical y en color violeta al lado de la casa de su madre. No está comprobado que sea suyo, pero lo cierto es que lo pone bien claro: “Sáez”.
Un poco más arriba, subiendo por el paseo de Extremadura y luego torciendo a la derecha, está el colegio de Santa Cristina, en el que pasó los años de su juventud. Hace tres años que lo cerraron, quizá por eso la verja está abierta. En el patio del recreo, cuyas canastas oxidadas ya no tienen red, los grafitis se acumulan en las paredes. En el recinto se encuentra ahora la sede de FUHEM, una entidad sin ánimo de lucro titular de centros concertados en Madrid. Era la propietaria del colegio de Sáez.
Algunos de los profesores de su época hace 20 años, se encuentran consternados por lo ocurrido. “Algunos lo están comentando estos días. Y todos coinciden: el de ahora no es el mismo chico que el de hace dos décadas en el colegio”.
Su vida en el gimnasio
No resulta extraño que el día en que acabaron con su vida fuera a por su ración de ejercicio matutino. Cada jornada se levantaba y cruzaba el puente de Segovia hacia el numero 5 de la Calle Mármol, al otro lado de la rivera del Manzanares, a pocos minutos del Vicente Calderón. Allí, en el Fitness Place Sport Center, ejercitaba su cuerpo durante aproximadamente hora y media. Llegaba solo, cogía las pesas y trabajaba su cuerpo sin descanso. Aquel día no iba a ser menos.
Sáez no necesitaba entrenador personal, algo que es muy típico en los gimnasios porque son quienes preparan las rutinas de entrenamiento. Él iba a su aire. Llegaba, saludaba y al terminar se marchaba con tranquilidad. “Era un tipo bastante majo, muy educado. Nunca nos causó ningún problema”, explican algunos de los operarios del gimnasio.
El centro es el típico gimnasio. Cuenta con una sala central repleta de máquinas y de filas de bicicletas estáticas sobre un enorme parqué de madera. Al menos desde hacía dos años, era el lugar al que acudía cada día con regularidad. En Fitness Place, El Niño Sáez era uno más. Aunque era uno de los habituales cada mañana, no se inscribía con su nombre. Iba pagando meses sueltos. El precio por 30 días es de 24,90 más 28 euros de matrícula. Una minucia para un hombre acostumbrado a mover una fortuna de 150 de millones de euros tras décadas moviéndose con soltura en el mundo del hampa.
En la boca del lobo
La vida del Niño Sáez de discotecas, lujos y asaltos estaba a punto de llegar a su fin: la crónica de su muerte ya estaba anunciada. Tenía demasiados enemigos y muy poderosos. Uno de ellos planeó el asesinato que sacudió este domingo, 14 de mayo, el distrito madrileño de Latina.
Ese día, Sáez salió de casa de su madre a eso de las once. Fue a buscar el coche para ir al gimnasio. Hacía tiempo que no lo aparcaba en la puerta de casa. “Por precaución”, dicen en el barrio. Por eso recorrió los 500 metros que hay entre la puerta de su piso de toda la vida y la calle Laín Calvo.
El matón se metió en la mismísima boca del lobo, en el barrio en el que Francisco Javier Martín Sáez era más fuerte. Fue allí donde le descerrajó tres disparos. La víctima arrastró su existencia hasta la calle Juan Tornero, donde quedó tendido sobre su propia sangre. Eran las 11.30 de la mañana.
La Policía investiga quién puede estar detrás de un crimen que fácilmente se puede entender como un ajuste de cuentas. De momento, siguen la pista colombiana porque creen que un poderoso narco pudo ordenar la ejecución de su rival. Y que para ello contratase a un sicario de confianza, también nacido en el país cafetero. Por eso se investigan las entradas y salidas en los principales aeropuertos españoles.
Mientras, el distrito madrileño de Latina se sostiene en una atmósfera de tensión, expectante por la resolución del crimen. Sus vecinos se dividen entre los que comentan en susurros la trayectoria criminal del Niño Sáez y aquellos que lloran sin disimulo al que consideran uno de sus principales benefactores. Porque, para algunos, era una suerte de santo, un delincuente redentor que ayudó a los que lo necesitaban en el barrio de Latina hasta que acabaron con su vida en una esquina.
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