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Jaime Beltrán llevaba poco más de una hora en mitad del mar cuando perdió la esperanza de que alguien viniera a rescatarle. Estaba desnudo. Se había quitado la ropa para evitar hundirse y tenía el cuerpo congelado. El agua rondaba los 12 grados de temperatura. Hacía ya un rato que no se sentía las manos ni los pies. Le temblaba la mandíbula y le tiritaba la dentadura. Estaba solo, no veía ni escuchaba a nadie a su alrededor. Como fue un niño criado en la mar, sabía que debía evitar nadar para no cansarse en exceso. De repente, Jaime se abrazó a algo que flotaba junto a él. Al instante de palparlo se percató de que se trataba del cadáver de un compañero. Estaba boca abajo. Jaime reaccionó dando un pequeño empujón a aquel cuerpo con el fin de alejarlo. Nunca supo quién era. “En ese momento pensé que no tenía salida, que mi futuro terminaba ahí, en esas aguas gélidas, entre olas como montañas”.
Pese a que dentro de cinco meses habrán transcurrido 65 años, Jaime Beltrán recuerda con viveza aquel trágico episodio de la Armada española que el Régimen de Franco dejó que el tiempo sepultase. Jaime es hoy un anciano ligero y sano pero con una notable sordera por sus muchos años en el Ejército con unos cascos en las orejas mandando y escuchando mensajes en código morse. Nunca olvidará aquellas horas en mitad del Estrecho.
Por aquel entonces Jaime tenía 25 años y estaba soltero. Ahora ya ha soplado las 90 velas, es viudo y padre dos hijos, aunque uno murió. Mientras toma una infusión en una cafetería de su pueblo, San Fernando (Cádiz), cuenta que fue de los últimos marineros, sino el último, en lanzarse a un mar Mediterráneo embravecido aquel día, con olas de más de 10 y 12 metros.
El dragaminas Guadalete, un barco militar en el que iba a bordo como operario de radio, se fue a pique pasados unos minutos de las seis de la tarde del 25 de marzo de 1954. 20 horas antes había partido del puerto de Ceuta para realizar tareas rutinarias de supervisión de la costa y llevar hasta Melilla a unos cuantos jóvenes que iban a empezar la mili. Pero al poco de partir se desató un duro temporal que acabó engullendo la embarcación y la vida de 34 de sus 78 tripulantes. Sólo se pudo rescatar 12 cuerpos. Supuso la peor catástrofe de la Armada en tiempos de paz, un Titanic español cuya historia lleva más de seis décadas en penumbra.
Ahora EL ESPAÑOL reconstruye ese pasaje olvidado de la historia de la Armada y da voz a los testimonios de los únicos cuatro marineros de aquel barco que siguen con vida. Lo hace, además de a través del relato de los supervivientes, gracias al contenido del informe enviado dos semanas después al Ministerio de Marina por el comandante del Guadalete, el teniente de navío José Manuel González de Aldama. Era su primera salida a la mar en ese barco. 20 días antes, el 5 de marzo de 1954, había asumido la capitanía tras tomar el relevo del teniente de navío José Mollá Maestre.
Uno de los supervivientes de aquella tragedia vive en Ceuta, dos en la provincia de Cádiz y otro en Candriles, a 40 kilómetros de Santander. Con los cuatro ha contactado este periódico. Se trata de héroes anónimos cuyo naufragio se contó sin pena ni gloria en el diario Pueblo y el ABC en mitad de páginas interiores. En el periódico fundado por Torcuato Luca de Tena se le prestaron tres míseras columnas.
Por aquel tiempo era más importante -y menos negativo para la imagen del Régimen, que buscaba salir de la depresión tras la Guerra Civil y abrirse un tanto al mundo- beneficiarse de las ayudas del Plan Marshall, firmado con EEUU un año antes (1953), o la vuelta a España desde los campos de concentración soviéticos de más de dos centenares de voluntarios de la División Azul.
El 26 de marzo de 1954, justo un día después del hundimiento del Guadalete y cuando muchos de los supervivientes aún estaban hospitalizados, partían desde Odessa, ciudad que hoy forma parte de Ucrania, 286 españoles a bordo del barco Semiramis, de bandera griega. La mayoría, 229, eran miembros de la División Azul. El resto eran desertores, niños de la guerra, marinos mercantes y alumnos de la aviación de la República. El Semiramis llegó al puerto de Barcelona el 2 de abril de aquel año. Esa noticia sí abrió periódicos y acaparó portadas.
Aquel hecho, unido a la voluntad de Franco por evitar una nueva imagen de decadencia de su régimen tras una posguerra de miseria y hambre, provocó que la tragedia del Guadalete en aguas del Estrecho quedase sepultada hasta nuestros días.
A los náufragos que no perecieron ahogados a causa de aquel temporal los llevaron al hospital, donde recibieron la visita de altos mandos del Ejército; el Estado condecoró a algunos y a otros, los menos, les concedieron una pensión; a todos les dieron dos semanas de vacaciones y luego cada uno rehizo su vida como mejor pudo. Alguna viuda, como la del suboficial Manuel Samper, ni siquiera pudo asistir al entierro de su marido. Días después, Jaime Beltrán envió una carta a la mujer contándole cómo había sido el sepelio de su esposo.
20 horas de lucha
El dragaminas Guadalete fue la respuesta de la Armada a la necesidad de rastrear las miles de minas abandonadas en el mar tras la Guerra Civil y las dos guerras mundiales. Basado en un diseño alemán, era un buque pensado para navegar por las tranquilas aguas bálticas y para quemar el excelente carbón germano de la cuenca del Rhur. Pero la mala calidad del carbón nacional y la bravura del Estrecho provocaron que se hundiera a 30 millas de Marbella.
Según el relato que incluyó en el informe del hundimiento el comandante González de Aldama, él y su tripulación partieron de Ceuta a las diez de la noche del 24 de marzo de 2014. Había “marejadilla y viento fresco del este”.
Al doblar Punta Almina y salir de su resguardo, la mar aumentó en intensidad y el barco empezó a navegar “atravesado”. Pese a que se pudo gobernar el dragaminas, comenzó a entrar agua en sus calderas. A las 03.10 de la madrugada, el jefe de máquinas le comunicó a González de Aldama que “el carbón era todo tierra” y que había que quemar cenizas constantemente.
Sobre las cinco de la madrugada el Guadalete puso rumbo al cabo de Tres Forcas para fondear en Cala Tramontana. El viento soplaba con fuerza de 70 y 80 nudos. Las olas comenzaban a alcanzar los diez y los 12 metros, aunque no rompían contra el buque. El barco se quedaba sin presión constantemente, por lo que volvía a cruzarse y a marchar sin gobierno.
A las 07.50 horas, el comandante envió un mensaje de radio a tierra a través de Jaime Beltrán. Aunque no recibían respuesta, la tripulación sabía que sus comunicados llegaban. “Como el carbón era polvo, el agua había formado una pasta incombustible”.
Menos de dos horas después (09.12), González de Aldama reconoce que empieza a estudiar la posibilidad de volver a Ceuta. Aunque ya le será imposible. “Mientras tanto, le dije al segundo comandante que bajase a máquinas y tratase de animar a la dotación (...) Me contestó que, aunque el personal trabajaba como negros y sin la más mínima queja, no creía que pudiésemos subir la presión. Me comunicó haber hecho un reparto de bocadillos y coñac".
A las 09.15, el Guadalete tuvo conexión radiotelegráfica con el buque Guadalhorce, que estaba amarrado en Ceuta. De 11 a 12, desde el Guadalhorce se le comunica al Guadalete que ha pasado “lo peor”, que están dentro del área de un ciclón y que “la mar y el viento bajarían rápidamente”.
Pero la realidad era otra. “Nos alentaron con palabras optimistas, guardándose para sí su preocupación y temor”, reconocía días después el comandante del buque en su informe remitido a la Jefatura de las Fuerzas Navales del Norte de África.
A las once de la mañana del 25 de marzo de 1954, la situación del barco ya era insostenible. El temporal no remitía, el agua entraba por todos los lados, unos marineros rezaban y otros contaban chistes o daban tragos de coñac, no se sabe si para combatir el frío o el miedo.
Dos barcos no les socorrieron
Dos horas más tarde, a las 13.10, apareció en el horizonte un barco de guerra. Se trataba de una corbeta que venía del Estrecho. Nadie logró ver su bandera ni su nombre, pero el comandante apuntó en el Cuaderno de Bitácora del Guadalete la palabra “inglesa”.
Aquel barco empezó a llamar al dragaminas español con un proyector. Pese a que desde el Guadalete se le respondió, el buque de guerra terminó la conversación de inmediato. “Estoy en situación apurada, necesito remolque”, insistieron desde la embarcación partida desde Ceuta. Nadie respondió.
Más allá de las dos de la tarde, el comandante dio por perdido el barco. Sabía que se iba a hundir y que los 78 marineros a bordo tenían complicada su salvación. “Sin decirnos una palabra -González de Aldama y su segundo a bordo- comprendimos que el mantener ocupada toda la dotación era el mejor medio para evitar el pánico y mantener la disciplina. La dotación cumplió como siempre, bajó a la caldera sin una mala cara y sin una protesta. Y con agua hasta el pecho, comenzó a achicar entre bromas y chistes”.
A las 15.12 horas de la tarde se avistó un mercante al que se le advirtió con las bolas de ‘sin gobierno’ en el palo del dragamina que la embarcación iba a la deriva. Tampoco socorrió al Guadalete. 22 minutos después, a las 15.35 horas, las máquinas se pararon definitivamente. El barco se atravesó a la mar. Con toneladas de agua en cubierta, sólo funcionaba la luz y la radio del dragaminas. El comandante, sabiendo que el Guadalete “estaba perdido”, ordenó a la dotación que permaneciera “en cubierta en los sitios más resguardados”.
El crudo relato del comandante
*[Transcripción literal de algunos extractos del informe que el comandante del dragaminas Guadalete envió al Ministerio de Marina el 6 de abril de 1.954 y al que ha tenido acceso este periódico.]
“A las 15.35 horas se pararon las máquinas de nuevo por falta de presión, esta vez definitivamente. El 2º me comunicó que los marineros que achicaban la caldera de proa no daban de sí lo suficiente para disminuir el nivel del agua. Teníamos en cubierta toneladas de agua, quedando solamente en marcha el grupo ‘emergencia diésel’, que era el que suministraba fuerza a la radio y luz al barco (...) Se mandaba subir a cubierta a toda la dotación.
(...) Ordené que todo el mundo se pusiese los chalecos salvavidas. Mandé subir salvavidas para los radios y personal del puente. Viendo a un timonel que no llevaba salvavidas le pregunté si es que estaba sordo. El 2º comandante me informó que faltarían unos 6 o 7 chalecos. Le di el mío a ese marinero, no lo quería coger a pesar de no saber nadar, pero le ordené ponérselo y me obedeció.
El buque escoraba ya unos 30 grados. Le ordené (al contramaestre) preparar las balsas para poderlas echar al agua cuando el barco se hundiese (...) Le ordené también que rompiese con hachas todo lo que quedase a bordo de madera y lo preparase para lanzarlo al agua. Lo hizo, poniendo al lado de la chimenea todos los enjaretados de duchas y retretes, todos los tableros del puente y todas las sillas y maderas.
El almirante de navío Miranda había mandado al puente todas las bengalas y cohetes del pañol del condestable y se prepararon para su utilización en el caso de que avistásemos algún buque (...) En estas circunstancias la mar se nos llevó dos de las balsas sin poder hacer nada por recuperarlas. El barco seguía escorando y embarcando cada vez más agua. Sin interrupción, se mandaron SOS por las ondas de socorro y tráfico naval.
[Los miembros de la dotación] estaban agrupados tratando de aparentar la mayor serenidad a base de chistes y de hacer comentarios sobre lo que harían al llegar a Ceuta. De todas estas cosas no puedo dar horas fijas porque aunque recuerdo que miré el reloj en alguna ocasión, no recuerdo ahora las horas marcadas ni los momentos en que lo hice. Yo fijo el hundimiento del Guadalete en un poco antes de las 18 horas porque cuando recobré el conocimiento a bordo del ‘Potestas’ [en realidad, el barco se llamaba ‘Potestá’] mi reloj estaba parado con agua dentro a las 18.
En los últimos momentos el Guadalete escoraba 50 grados a estribor. Las olas escoraban su castillo y cubiertas. (...) Mandé entonces abandono de buque (...) Estábamos dentro del puente el almirante Miranda, el segundo y yo completamente solos. Ambos me dijeron que ellos no se tirarían al agua si yo no lo hacía y que por favor no intentase ninguna tontería.
Cuando quisimos salir del barco del puente no pudimos hacerlo por la puerta de babor porque con el barco escorado no podíamos llegar hasta ella. Como la puerta de estribor estaba metida dentro del agua no veíamos forma de salir por ninguna parte, hasta que al almirante Miranda se le ocurrió la idea de bucear, pensando que como la escora era de menos de 90 grados la profundidad de la puerta sería pequeñísima. Aprovechando un momento en el que el buque enderezó algo salimos buceando los tres cogidos de la mano y con el salvavidas (....) Primero salió el almirante Miranda agarrado al salvavidas con una mano, después el almirante Moreno también agarrado al salvavidas con una mano, y por último, yo, cogido de la mano del almirante Moreno. Al salir yo o bien el buque escoró un poco más o bien buceé menos, y me pegué con la cabeza en el aislador de la antena del R/T [radiotransmisor] quedando un poco atontado. El frío del agua me despejó rápidamente. Cada uno de nosotros metió un brazo por el salvavidas para no separarnos ni hundirnos.
No hacía ni unos minutos que habíamos abandonado el buque cuando lo vimos irse a pique. La mar nos había separado de él unos 50 metros y se deslizó de popa escorado 90 grados a estribor, y desapareciendo en muy pocos instantes.
Varios marineros al abandonar el barco consiguieron hacerlo con la balsa. A su lado y asidos a ella se agruparon como unos 30 hombres más. Estaban a unos 400 o 500 metros de nosotros sin que las olas nos permitieran nadar en su ayuda o a ellos en la nuestra. (...) Ya en el agua comprendí que si no me quitaba la ropa me hundiría porque el agua me pegaba el traje al cuerpo y me tiraba hacia el fondo.
Estando en el agua vimos los palos de un mercante y varios de los marineros que estaban con nosotros empezaron a alegrarse. El 2º (...) les dijo a los marineros que moviesen los pies para que no se les agarrotasen. Era imposible nadar, sólo se podía mover manos y pies cuando venía una ola o golpe de mar para hundirnos. Estábamos helados y tragábamos grandes cantidades de agua (...) A mi lado el cabo Martín Vivancos empezó a desfallecer y le insistí que se animase enseñándole el mercante que ya estaba muy cerca.
El mercante llegó primero a nuestro grupo. Hizo una maniobra perfecta amurando a la mar, parando y gobernando con la máquina y dejando que la mar batiese sobre él. Largó varias escalas de gato y salvavidas redondos y esperó. (...) Primero subieron varios marineros y un mecánico. (...) El cabo Martín Vivancos y yo con el salvavidas que nos había quedado seguimos hasta otra escala más a popa y al llegar a ella yo cogí uno de los salvavidas embalsados del mercante italiano mientras él intentaba subir. Le faltaron las fuerzas y cayó hundiéndose. Volvió a flotar medio ahogado y le pude agarrar y pellizcarle fuertemente poniéndole la escala en las manos. Reaccionó y tras muchos esfuerzos consiguió subir y llegar a cubierta.
(...) Solté el salvavidas y empecé a trepar. Una ola me ayudó quedando colgado a mitad de la escala. El golpe de mar siguiente me golpeó de tal forma contra el costado que el dolor me hizo abrir las manos y soltarme y caer el agua. Pude asir la escala e intenté subir de nuevo (...) Estando a mitad de escala se me agarrotaron las manos y no pude continuar. Metí los brazos en ángulo por los peldaños de la escala para no caer y me subieron cobrando la escala desde arriba.
(...) Más tarde, [el segundo] me contó enseñándome las manos que había tenido que mordérselas con verdadera furia para reaccionar y no caer por cuarta vez. No pude dar un paso por la cubierta del buque, estaba tan agotado que perdí el conocimiento [lo hicieron reaccionar con coñac].
(...) Miré el reloj y marcaba las 19.30 horas. Calculé que había estado en el agua alrededor de hora y media, quizás un poco menos. (...)
(...) Los italianos nos dieron mantas y nos quitaron la ropa empapada que nos quedaba. Una media hora después oímos gritos y nos dijeron que eran los de la balsa. Salió el segundo a cubierta y les gritó que tuviesen calma al subir. El salvamento de esta segunda mitad de la dotación fue una verdadera tragedia. Como estaban tan agotados (dos horas y media en el agua) casi no podían subir por la escala. Algunos al soltarse de la balsa se hundieron desapareciendo y otros al caerse desde media escala al agua por falta de fuerzas arrastraron al fondo a sus compañeros al caer sobre ellos.
El contramaestre 2º Don Mariano Romeral tuvo una actuación brillantísima. (...) Cuando la balsa estuvo al costado del mercante cobró una falsa amarra que le echaron de a bordo, amarró la balsa para que no la llevase el mar y no consintió en subir a bordo hasta que no lo hubieron hecho todos, animándoles y dándoles órdenes para que la subida fuese lo más rápida y ordenada posible. Al subir él el último, había llegado tan al límite de sus fuerzas que al ponerle en calderas una inyección para que reacccionase notó una pequeña mejoría durante unos minutos y poco después falleció.
*[El barco italiano tomó luego rumbo a su país. El comandante pidió hablar con el capitán. Lo convenció de que, con un muerto a bordo, lo mejor era volver a Gibraltar. Él le daría las indicaciones. Así se hizo]
(...) A los marineros les dieron café, coñac y galletas… A los tres oficiales nos metió el segundo oficial en su camarote y nos dio galletas y chocolate, prestándonos toda la ropa que tenían tanto a la marinería como a nosotros.
[Al llegar a tierra] el cadáver del contramaestre fue llevado al hospital de la Marina de San Fernando en una ambulancia del Ejército y todos los marineros y suboficiales fueron llevados al hospital del Ejército donde les dieron ropa caliente y les alojaron en dos salas ya preparadas para descansar”.
Hablan los supervivientes
Juan Echevarría es uno de los 44 marineros del Guadalete que lograron salvar la vida tras el hundimiento del dragaminas. Tenía 20 años cuando sucedió aquella tragedia. Es natural de Colindres, Cantabria.
Hoy tiene 86 años. Iba a bordo de aquel barco porque había hecho la mili en Ceuta. Aunque ya había cumplido, sus superiores le pidieron que él y otros siete chicos en su misma situación acompañasen a los novatos hasta Melilla para enseñarles algunas cuestiones durante la navegación.
“Éramos unos niños prácticamente. De los cumplidos como yo se ahogaron varios. Uno que era de Irún seguro. Y el capitán de máquinas también”, recuerda Juan, al que apodan ‘Lolo’, sentado en el comedor de su casa. “Trabajé en calderas como un loco. Pero el carbón era malísimo y se hizo pasta”, añade.
Juan Echevarría cuenta que fue uno de los últimos en lanzarse al mar. Fue él quien descolgó una balsa que había justo debajo del puente del mando del dragaminas. Era la única que la mar no había engullido.
“Salvé a más de 30 hombres. Yo me subí a bordo con cuatro o cinco más. Luego, cuando fueron llegando otros, nos lanzamos al agua y nos fuimos sosteniendo entre todos. Nos agarrábamos de los brazos, del cuello, de donde se podía. Los más fuertes sosteníamos a dos o tres. Los débiles tragaban agua sin cesar. Cuando llegó el barco italiano vi cómo algunos se caían al mar porque no tenían fuerzas para subir las escalas y aguantar las embestidas de las olas. Murieron cuando les faltaban unos metros para llegar a cubierta. Nunca lo olvidaré. Un chico que era de Tarifa se ahogó así”.
José Vega reside en Algeciras junto a su mujer. Tiene 85 años. Cuando el hundimiento del Guadelete contaba sólo 19. Estaba haciendo la mili cuando aquel temporal del Estrecho se tragó el dragaminas de la Armada. José es parco en palabras, aunque por momentos se le humedecen los ojos al recordar aquella tragedia.
“Fue un infierno. Nadábamos entre cadáveres. Algunos compañeros se mordían las manos para poder notárselas y seguir agarrados a alguna madera o a algún salvavidas. Los chalecos no servían para nada. Eran de corcho con tela”.
Eumenio Prieto es el otro superviviente que sigue vivo. Nació en Ceuta, donde sigue residiendo. Tiene 85 años. Eumenio, como Jaimen Beltrán, era militar de profesión. Por aquel entonces llevaba dos y medio en la Marina. “Yo no me tiré al agua pero el mar no me tragó. Fui a parar con otro muchacho, los dos agarrados a un enjaretado. Él iba con una camiseta y yo con un pantalón de deporte, caía el viento brutal. Por fin, después de casi tres horas en el agua, vimos un barco. Al llegar, en seguida nos echaron un cabo, me amarré pero estaba aterido y el cuerpo empezó a pesar. Al final, como pude, me salvé. Estaba temblando”.
Al subir a cubierta, Eumenio se abrazó a otros supervivientes. También lloró. Se acordó de sus padres, a los que pensó que nunca más vería en vida.
"Un estruendoso silencio en torno a la tragedia"
20 días antes del hundimiento del Guadalete, el teniente de navío José Mollá Maestre cedió el relevo al frente de la capitanía del dragaminas al comandante González de Aldama. Fue el 5 de marzo de 1954.
Los dos hijos de Mollá, fallecido en 1977, también son militares. Ignacio Mollá, de 59 años, es comandante de Infantería en la reserva. Su hermano Luís es capitán de navío también en la reserva. Tiene 64 años.
Ignacio y Luis Mollá son los dos artífices de que se haya podido arrojar luz a este pasaje olvidado de la historia de la Armada española. Luis, que reside en Jerez de la Frontera (Cádiz), estudió al detalle los hechos y consiguió rescatar el informe que presentó el sucesor de su padre al frente del Guadalete ante el Ministerio de Defensa. En 2014 organizó un homenaje a los supervivientes del hundimiento. Luís, en cambio, se encarga ahora de impartir conferencias por toda España dando a conocer lo que sucedió.
“La noticia del Guadalete cayó en el ostracismo, quedó escondida en España. Tanto por motivaciones del Régimen ya que era un momento de apertura, como por la llegada del Semíramis a Barcelona con la gente de la División Azul. Lo cierto es que se guardó un estruendoso silencio en torno a aquella tragedia. Ojalá ahora se sepa que siguen habiendo héroes anónimos que durante más de seis décadas nunca han reclamado nada”.