¿Y si compramos un eléctrico? La pregunta, de un modo u otro, habrá surgido, irremediablemente, en muchas casas. Es inevitable. Ya saben, que si el medio ambiente, que si el 'impuestazo' al diésel... Hay demasiados indicadores que lo sugieren. Y, en EL ESPAÑOL, hemos 'alquilado' uno durante una semana. ¿El modelo? El Nissan Leaf, el más vendido en España en 2018 (más de 1.200 unidades), un automóvil para el día a día y el uso cotidiano. Una buena opción para saber si se puede vivir en Madrid con 270 kilómetros de autonomía y si se tienen 30.000 euros, precio del vehículo.
Con él, hemos ido de casa al trabajo, del trabajo a casa; hemos hecho algún recado, hemos montado planes de fin de semana... Lo normal, vaya. En siete días, hemos recorrido más de 300 kilómetros; lo hemos cargado en tres ocasiones (en un garaje particular, en un centro comercial y en una gasolinera). ¿El precio? Tan solo 12 euros.
Sin ruido, sin vibraciones, sin emisiones
¿La primera diferencia entre un coche 'normal' y uno eléctrico? La ausencia de ruido y de vibraciones, la suavidad y la aceleración. ¡Sin duda, recomendable para cualquiera! Pero hay más: acelera más rápido y en menos tiempo al salir de un semáforo.
En el primer contacto, recorremos 24 kilómetros (del hogar del probador hasta la redacción del periódico) y nos atascamos, como es natural, en la M-30. La autonomía, en este bautizo, baja demasiado rápido. Quizás, se puede achacar al modo de conducción, a la novedad, a la prueba iniciática de aceleración, velocidad y frenada. ¿La certeza? El motor eléctrico compite a la perfección contra uno de combustión en términos de potencia. Nada que objetar.
En este recorrido, gastamos 80 kilómetros de autonomía de la batería -nos lo dieron con 200-. Nos quedaron, por tanto, 120. Para alguien acostumbrado a autonomías de unos 800 kilómetros de media, asusta en un primer momento contar con tan poca batería. Agobia circular estando pendiente de la batería, del contador instantáneo del consumo.
La bendición, en este caso, es contar, como un servidor, con un garaje en casa con toma de luz: permite dejar cargándolo toda la noche, unas seis horas y media. Intentamos, en esta primera noche con él, desconectar el cable manualmente, pensando en qué ocurriría si lo dejamos cargando en la calle e intentan robarlo. Tarea imposible a menos que, con el mando, des el consentimiento para que finalice la carga.
A la mañana siguiente, la batería queda al 92% con 220 kilómetros de autonomía. ¿El precio? Un euro por cada 100 kilómetros.
Consumo menor de lo esperado
Probamos, camino del trabajo, llevar una conducción en el modo 'normal' a la ida y 'ECO' a la vuelta. Además, al poner la marcha directa, activamos un modo de conducción 'B', según el cual el motor retiene mucho más al soltar el acelerador, permitiendo el ahorro de 'combustible' y la regeneración de la batería. Gastamos 20 y 15 kilómetros respectivamente. Menos incluso de la distancia real que separa el hogar de un servidor del puesto de la redacción.
Entre las sorpresas, el recorrido al Santiago Bernabéu-Atocha, 6,3 km de recta con numerosos semáforos y tráfico denso que discurre por el Paseo de la Castellana, el de Recoletos y el del Prado. El gasto quedó en tres kilómetros negativos según la autonomía. No solo no gastamos, sino que al apenas no pisar el acelerador, el coche almacenó energía extra gracias al sistema de retención del motor.
Paradójicamente, donde el coche más se luce es en los atascos. Mientras que para un vehículo de combustión suponen un tormento (tanto por consumo como por el constante cambio de marchas), en el coche eléctrico las sensaciones se invierten. Sin ruido, sin vibraciones, sin marchas, sin casi consumir nada en cada acelerón y regenerando batería en cada frenada. El estrés que suelen provocar es inexistente.
Además, nos olvidamos de parquímetros, de zonas azules y verdes, de estar pendientes del reloj y de las multas.
La odisea de la carga en la capital
Quisimos apurar la batería y comprobar qué pasaba si intentábamos recargarlo en la capital, con el agobio de disponer tan solo de 40 kilómetros de autonomía (en uno de combustión la alerta de la reserva estaría funcionando desde los 100). ¡Casi nos da un infarto! Fue un fracaso de sábado.
Consultamos varias páginas web y aplicaciones con mapas que indicaban la localización de los puntos de carga. En un gran número de puntos, no coincidían. También resultó lioso distinguir puntos públicos, privados, de hoteles, de tiendas, de aparcamientos. Saber cuáles se podía usar, cuáles no, en cuáles tenía que pagar y en cuáles no.
Fuimos, también, a una gasolinera que ofrecía servicio de carga. Pedimos asesoramiento a uno de los empleados de la estación de servicio, quien no pudo explicarnos bien el funcionamiento. "Está dentro de la gasolinera, pero no nos pertenece. Hay que descargarse una aplicación y gestionarlo desde ahí", aclaró.
Resultó ser de la compañía IBIL. Tras el registro y la recarga, no fuimos capaces de poner el dispensador en funcionamiento. El servicio técnico de su 902 me explicaron que "alguien había accionado el botón de emergencia y que por eso no funcionaba". Hasta el lunes no la arreglarían.
Nos desplazamos entonces a un punto de carga en la acera par de la castellana. Estaba ocupado. Más adelante encontramos otro. Reservamos la plaza y nos dispusimos a cargar. Dio el mismo problema que la primera vez. "Sería muy extraño que los dos puntos de carga de IBIL presentasen la misma avería en el mismo día", pensamos. El servicio técnico nos volvió a dar la misma explicación que antes: "Es un error puntual, pronto nuestros técnicos lo arreglarán".
Agobiados por la autonomía de la batería (algo más de 20 kilómetros), acudimos a un centro comercial céntrico con puntos de carga disponibles y gratuitos a cambio de pagar el estacionamiento. Las diversas aplicaciones mostraban que había plazas libres. Todas estaban ocupadas. Nuestros cuatro intentos por repostar el coche fueron en vano. No nos quedó otra que volver a casa resignados, salvados por las cuestas abajo y las retenciones.
FIN DE LA PESADILLA
Al día siguiente, regresamos a la capital con la misma intención. Por fin, conseguimos cargarlo en un punto IBIL. Optamos por la carga rápida, dejándolo conectado algo más de 20 minutos. Después de tomar un café, leer Twitter y consultar alguna red social, salimos de la gasolinera con 154 kilómetros más de autonomía. El coste, que en un primer momento estimamos en cinco euros, acabó siendo casi de diez (8,80). Más o menos unos seis euros por cada cien kilómetros tratándose de la carga rápida, calculamos. Tampoco supone una diferencia tan grande respecto a los gasolina y diésel.
Pudimos también probar la denominada "carga de oportunidad" el día anterior a la devolución del vehículo. Tras dos horas estacionado en un centro comercial (lo que duró la película del cine), sumamos a la autonomía 36 kilómetros. Poco por dos horas, mucho teniendo en cuenta que fue gratuito.
Tras una semana
¿Conclusiones? En plena conducción, las sensaciones son buenas -probablemente, como en uno de gasolina o diésel recién comprado-. Pero, eso sí, estar pendientes de la autonomía, de vigilar que el indicador instantáneo de consumo no se dispare y de recargarlo mediante una conducción más ergonómica generan una sensación incómoda, de agobio. Pero también induce al conductor a adoptar un pilotaje más tranquilo que puede traducirse en una mayor seguridad.
Sus características permiten olvidarnos de todos los obstáculos que impone la contaminación, de las trabas, los protocolos y las limitaciones. Además, con la conciencia más tranquila por no emitir partículas contaminantes.
Sobre el alto coste que suponen (a partir de los 25.000 €), el Gobierno suele ofrecer ayudas a su adquisición que rondan los 5.000 euros; no pagan estacionamientos regulados, pagan menos impuestos y gastan mucho menos tanto en energía como en mantenimiento.
Ahora bien, sin disponer de un garaje en casa, la tarea d cargar el coche se antoja algo enrevesada. Probándolo, quizás, durante un periodo más largo, el conductor puede adquirir hábitos y rutinas en las que cargarlo no sería tan problemático.
Pero, aun habiendo pocos vehículos en el parque (a los 14.842 al cerrar el año 2017 -según Anfac- habría que sumar las 15.495 de matriculaciones de 2018 -según AEDIVE-, con más de 30.000 en todo el país) siguen siendo pocos los puntos de carga para alimentarlos.
Según Electromaps (la web de mapas más consultada para encontrar puntos de carga) registra 512 puntos en la Comunidad de Madrid. Si le restamos los que pertenecen a aparcamientos, hoteles, tiendas y restaurantes, talleres y concesionarios, y particulares, resultan 156 puntos de carga. Según datos de Anfac, desde el año 2016 se han matriculado en Madrid 14.827 vehículos eléctricos.
Existe la voluntad tanto por parte del Gobierno como por parte de compañías eléctricas de que el número de puntos de carga supere al de gasolineras de aquí a pocos años, pero de momento son solo previsiones.
En Madrid, por ejemplo, donde hemos residido durante el experimento, no hay ningún punto de recarga en Getafe (municipio de más de 180.000 habitantes) -más allá de cargadores privados y centros comerciales-. Y eso, desde luego, es un problema.
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