“Antes me tienen que matar”. A Andrés, un antiguo subinspector de la Policía Nacional, se le pone la voz solemne cuando le hablan de desalojo. “Les va a costar trabajo sacarme de mi casa —sigue enervado—; porque no lo voy a permitir”.
La que llama su casa, en realidad, no lo es. O sí. En ella vive junto a su esposa desde el año 1964 y en ella nació el menor de sus dos hijos. Afectivamente, para estos dos octogenarios, el modesto 'pisito' aledaño a las actuales instalaciones de la comisaría de Cádiz en el que viven es su casa; aunque legalmente la vivienda pertenece a la Dirección General de la Policía, que le ha dado un ultimátum: Andrés es, a su juicio, un okupa y tiene dos meses para marcharse. O lo echarán.
“Yo nunca he hecho nada en contra de la ley; ni lo he hecho, ni lo haré”, aclara Andrés, policía jubilado de 82 años que dedicado su vida precisamente a hacer cumplir la ley. Por eso se enciende cuando lo tildan de “okupa”. “Dan a entender, de forma solapada, que lo soy —argumenta—; que al no ser ya del Cuerpo, no debo vivir en esta casa”.
Hace tres semanas, Andrés y el resto de inquilinos del antiguo pabellón de la Policía la Nacional de Cádiz recibieron una críptica carta con membrete de la Dirección General de Policía. En ella se les instaba a comparecer en la comisaría para recibir una notificación de inicio de un expediente en relación su vivienda. Sobresaltados por el perturbador aviso, fueron a saber de qué se trataba.
Allí se les comunicó la resolución de un expediente de desahucio por infringir el régimen legal que regula los pabellones y viviendas de la Dirección General de la Policía:“ocupación sin el correspondiente título que habilite”. A partir de ahí, tanto Andrés como sus vecinos tienen hasta el 17 de agosto para cerrar por fuera de forma definitiva.
La Dirección General de la Policía estima que “el cese efectivo en el cargo que generó el derecho a la ocupación de la vivienda determina el desalojo de la misma”, aunque a Andrés y a sus vecinos no les acabe de encajar la norma.
“De haber sabido que debía dejar la casa cuando me jubilé, habría buscado una vivienda entonces, cuando todavía tenía fuerzas; ahora ya no tenemos opción”, justifica el octogenario, que todavía guarda su placa de subinspector.
Andrés entró en el Cuerpo en 1960. Quiso ser militar en la Marina, pero se cruzó su actual esposa por el camino y abandonó sus sueños de echarse a la mar. En búsqueda de estabilidad, acabó pidiendo un puesto en la comisaría de la Policía Armada de Cádiz, el nombre que recibía antes de la actual denominación Nacional; y se lo dieron. Así de fácil.
Ahí empezó su sucesión de promociones y cambios de destino hasta llegar a su Cádiz natal. De cabo, a Toledo; de sargento, a Basauri; y de ahí, ya como subinspector, a Cádiz, donde se jubiló por problemas nerviosos derivados de su estancia en el País Vasco.
Del País Vasco a la jubilación en Cádiz
“Vivíamos con una intranquilidad constante, nos tiraban bombas al cuartel y cada dos por tres sufríamos algún atentado —narra el octogenario—; si íbamos de servicio, iban a por nosotros, y a más de un compañero lo tuvimos que enterrar”. Sin ir más lejos, a su compañero de litera, que murió al estallarle una bomba justo cuando iba con su coche de camino a Bilbao. “He velado a muchos compañeros y despedido a muchos coches fúnebres”, lamenta. “Y este es el pago que he recibido después de toda la vida dedicada a la Policía”.
Andrés consiguió su actual piso dos años después de hacerse policía. Se lo asignó el comandante de la guarnición cuando se quedó vacía una de las doce disponibles en el pabellón, dividido en dos edificios de tres alturas y dos pisos por planta.
Como él, el resto de inquilinos son policías jubilados o viudas e hijos de esos agentes. De las doce viviendas iniciales hay ocupadas, según la nomenclatura de la Dirección General, ocho viviendas. Otra pertenece a un policía enfermo de cáncer que tuvo que irse con sus hijos y el resto están vacías. Todos tienen ya la carta, y todos deberán irse antes del próximo 17 de agosto.
A Tomasa, su esposa, le gustó la casa nada más verla. Era amplia, aunque modesta, y estaba bien situada: en el barrio de Santa María y cerca del paseo marítimo y la playa. Hoy, 55 años después, apenas puede bajar los cuatro tramos de escalera que separan el segundo piso en el que vive de la calle. Está torpe y con la movilidad muy reducida, y desde que les llegó el aviso de desahucio ha empeorado su estado de salud. También el de su marido.
“Estamos fatal”, descerraja Tomasa mientras que Andrés repasa la retahíla de medicamentos que toma para la tensión, el corazón, el azúcar y un sinfín de dolencias que se han agravado en los últimos días. “Desde que me llegó la notificación vivo a base de pastillas para los nervios”, confiesa a los reporteros de EL ESPAÑOL.
En su caso, la pensión de 1.700 euros no es el problema para acceder a una nueva vivienda; a él no le importa pagar, pese a que tiene a un hijo, también enfermo y divorciado, viviendo con ellos y paga la hipoteca de su otro hijo. Ambos están parados. Su verdadero problema es que no hay pisos disponibles cerca del actual, y no quieren verse lejos, mayores y desarraigados. “Tenemos añoranza, no queremos irnos”, confiesa.
“Si la cosa dura —zanja Andrés—, ¡que saquen los muebles y me dejen en la puerta! ¿Qué puedo hacer?”.
La casa de hoy no es ni de lejos como la que vivieron hace 55 años. Ya no hay niños jugando en el patio. Tampoco risas. Quienes nacieron en el pabellón de la avenida Fernández Ladreda superan ya los cuarenta años, en algunos casos incluso los setenta.
“Mamamos la policía desde pequeñitos”
Juan, de 70 años, nació en uno de los pisos que hoy quieren desalojar. Su padre fue el primer inquilino, allá por 1953. Y como él, Juan también fue de la Policía Armada, ‘los grises’ como se conocían popularmente. Recuerda como de 'zagalillo' jugaba con la veintena de hijos de policías a tirarse piedras con los niños de los barrios cercanos. También, años después, como las piedras les seguían sobrevolando la cabeza en las duras manifestaciones de Astilleros que como policía trataba de contener. “Hasta lavadoras nos tiraban desde las azoteas”, detalla.
Hoy vive en el mismo piso en que se crió con su hermana, la única que sigue soltera. Juan está divorciado y, fallecidos sus padres, ambos ocupan el piso en el que también nacieron sus siete hermanos. “Mamamos la policía desde pequeñitos”, afirma, de ahí que no sea el único de la familia que acabó enfundándose el uniforme. Era el camino normal.
Ahora le pide a la Dirección General que les “echen el cable”. “Que nos den algo que podamos pagar; que hablen con nosotros, porque hasta ahora solo ha habido una comunicación y una fecha en la que marcharnos”, critica el policía jubilado.
Pisos a 90 pesetas
Todos los pisos son iguales en ese antiguo pabellón. Y todos se conservan sin reformas aparentes desde los últimos años. Son modestos, mucho, y por las paredes ya empieza a rezumar el salitre. Andrés llegó a pagar 90 pesetas de alquiler; Cándida, la viuda del agente José María Merino, 120 pesetas al mes. Cuantía que se les retiraba de la nómina puntualmente cada mes.
“Hasta el cambio de Policía Armada a Policía Militar, que nos quitaron las ayudas que recibíamos por tener hijos y el economato —relata Cándida, asturiana de nacimiento—; como compensación nos dijeron que no teníamos que pagar el alquiler, y desde entonces no pagamos”.
Cándida y José María criaron a cinco hijos en ese piso. Su marido murió hace cuatro años y ahora vive ella sola con su hijo, de 42 años. Todavía guarda con celo la chaqueta del uniforme de él, que nunca llegó a estrenar. Acostumbrada a Gijón, a Cándida le sorprendió lo luminosos que eran los pisos, cercanos a la playa. Le gustaba tanto que llegaron a tratar de comprarlo, pero el Ayuntamiento de Cádiz les alertó que se los expropiarían, al ser ellos los titulares del terreno cedido al Ministerio del Interior. Ante semejante estampa decidieron no variar la situación.
“En este piso he sido feliz, pero ahora me están dando muchos disgustos”, lamenta Cándida a sus 72 años. La asturiana está mal de salud, tiene problemas de corazón y hace una semana que una fractura de rodilla la tiene postrada en el sofá. No puede andar.
De su pensión de 800 euros vive su hijo y el hijo de este, de siete años. “Pagas la luz, el agua y la comida y, con suerte, llegas a final de mes”, lamenta el hijo menor del matrimonio, parado. José María se llama como su padre y quiso ser policía como su padre, pero una oferta para militar en el Cádiz CF lo apartó de la carrera policial. Su faceta como futbolista tampoco fraguó.
“La situación es crítica”, advierte José María. “No nos negamos a pagar un alquiler, esperamos a que la Policía nos dé una alternativa, pero ellos quieren que me vaya como un perro”, critica. “No me esperaría esto de ellos jamás, ojalá nos hubiesen explicado la situación antes de llegar a este punto del desahucio”, lamenta.
Piden la intermediación del Defensor del Pueblo
Por el momento, ellos no están buscando alternativas de alojamiento. Confían con que la presión popular reconduzca la situación y que prospere la petición de ayuda lanzada al Defensor del Pueblo Andaluz.
En una carta, el abogado de los afectados, el gaditano José Blas Fernández, insta al Defensor del Pueblo a que intermedie y paralice los desahucios. A su juicio, la situación es “todo un despropósito impropio de una Administración Pública” ya que “sin explicación previa” y “obviando sus circunstancias personales, familiares y económicas” la Dirección General de la Policía ha hecho de estas ocho familias los “destinatarios de un excesivo celo de la Administración” para la que han servido y que ahora “se deshace de ellos”.
Mientras que avanza el reloj y se dirime la acuciante situación, los vecinos siguen conjeturando sobre el porqué de tal apremiante resolución. “Y ninguno somos capaces de saber por qué ha surgido todo precisamente ahora; nadie lo sabe”, explica José Antonio, hijo de uno de los ‘grises’ que estrenaron las viviendas.
Solo por la prensa local saben que el subdelegado del Gobierno en Cádiz está moviendo ficha en este asunto. “Sabemos que está recabando información en profundidad y que se compromete a abrir una vía de diálogo con los afectados, pero no sabemos qué pasará”, apunta receloso José Antonio, que confirma que nadie se ha puesto en contacto con ellos.
Según publica Diario de Cádiz, el subdelegado del Gobierno José Pacheco ha confirmado que la orden de desalojo es “un procedimiento administrativo que se abre de oficio y que es completamente legal porque los afectados no están ya en activo en el Cuerpo”.
Declaraciones que no tranquilizan a los inquilinos de las viviendas en disputa. “Tenía la sospecha de que algún día alguien reclamaría algo, pero lo han hecho de una forma que no se explica —reprocha José Antonio—; deberían dar una alternativa, pero aquí nadie sabe nada, todos se desentienden”.
Por eso llora Dori, viuda desde hace once años del policía Juan Fernández. En sus noches son ya habituales las lágrimas y los desvelos. Desde hace 33 años es la última inquilina en llegar al pabellón de los policías “okupas” y como el resto aguarda a que llegue el 17 de agosto, fecha en la que deberá irse de la que ya es su casa.
“Jamás me hubiese esperado esto de la Policía, pero —advierte Dori— vamos a luchar por esto”.