En julio de 1969 coincidieron dos hechos históricos: la llegada por primera vez del hombre a la Luna (con la intervención determinante de la estación de la NASA en el municipio madrileño de Fresnedillas de la Oliva) y la elección por parte de las Cortes franquistas de Juan Carlos de Borbón como heredero de Franco a título de rey.
50 años han pasado desde entonces. Fue el 21 de julio de 1969 cuando los españoles observaron por televisión de madrugada los primeros pasos de Neil Armstrong y Buzz Aldrin sobre el satélite terrestre. Esa misma tarde, tuvo lugar en el Palacio del Pardo un Consejo de Ministros donde Franco hizo oficial su decisión (adoptada unos días antes) de proponer a Juan Carlos como su sucesor en la jefatura del Estado con el añadido de que, llegado el momento, lo haría con la dignidad de un nuevo monarca. Era el punto y seguido a una crónica no anunciada ya que existían varias alternativas posibles en su legado. Sí fue una decisión histórica: los acontecimientos siguientes (votación en las Cortes, aceptación expresa de Juan Carlos y juramento del nuevo príncipe ante Franco y sobre los santos Evangelios) marcaron el futuro de nuestro país.
El guión estaba escrito desde 1947. El 26 de julio de aquel año (se cumplen también esta semana 72 años desde aquella fecha) fue promulgada la Ley de Sucesión en la jefatura del Estado. El texto fue aprobado por las Cortes españolas de la posguerra, sometido a un referéndum sin garantías democráticas, y aceptado por el 82% del cuerpo electoral que representaba el 93% de los votantes que acudieron a las urnas. Su objetivo político fundamental era convertir a España en un Reino y establecer las condiciones y procedimientos para la sucesión del general Franco al frente de la jefatura del Estado. Dicha ley establecía dos posibilidades: el nombramiento de un rey por parte de Franco o el establecimiento de una regencia, también por decisión personalísima del general. Ambas decisiones, una vez adoptadas, podían ser revocadas por el propio Franco.
Las condiciones que debería albergar el futuro heredero eran tan abiertas que dejaban todo a la voluntad del general: “Para ejercer la Jefatura del Estado como Rey o Regente se requerirá ser varón y español, haber cumplido la edad de 30 años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de su alta misión y jurar las Leyes fundamentales, así como lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”. Condiciones que cumplió, en su momento, con pulcritud, el heredero del general.
Así las cosas, Franco se autoproclamó en 1947 como un “hacedor de reyes” o, si llegara el caso, propiciador de regencias más o menos republicanas. Como reacción ante tamaña osadía, el que se consideraba por sangre heredero legítimo de la dinastía histórica, Juan de Borbón y Battenberg, montó en cólera e hizo público un Manifiesto (Estoril, 1947) donde denunciaba la ilegalidad de la mencionada ley ya que suponía la alteración de la propia naturaleza de la monarquía sin consultar con el heredero legítimo del trono que, según su consideración, era él.
Sin embargo, esta nueva proclama suponía, desde todos los puntos de vista, una bajada del tono respecto a la anterior posición pública del conde Barcelona de 1945 (Manifiesto de Lausana) cuando apostó todas sus cartas contra Franco al pensar que la derrota del Eje en la II Guerra Mundial iba a traer consigo el final de su régimen. Sin embargo, la Guerra Fría fortaleció la dictadura franquista y, de ahí en adelante, todas las aspiraciones de Juan de Borbón estuvieron guiadas con la esperanza de que el dedo de Franco señalase su augusta persona como la elegida a ocupar su lugar, una vez él muerto o retirado.
Nada de eso ocurrió y sí lo que el conde de Barcelona nunca hubiese imaginado. Franco hizo pública su decisión de hacer príncipe y sucesor a título de rey a su hijo Juan Carlos. Para completar la tragedia familiar, el nieto de Alfonso XIII aceptó ser sucesor de Franco a título de rey en contra de la voluntad de su padre que se consideraba el monarca legítimo.
La aceptación de Juan Carlos suponía romper la línea de sucesión de la monarquía. Una infidelidad que no tuvo el valor de hacérsela saber, cara a cara, a su progenitor, que era el titular de ese derecho. En su lugar, le mandó una carta personal. Escrita con letra clara y firme, según Luis María Anson. La misiva la trasladó personalmente a Estoril, el 16 de julio de 1969, el marqués de Mondejar. En ella, Juan Carlos intentaba justificarse: “Me resulta dificilísimo expresarte la preocupación que tengo en estos momentos. Te quiero muchísimo y he recibido de ti las mejores lecciones de servicio y de amor a España. Estas lecciones son las que me obligan como español y como miembro de la Dinastía a hacer el mayor sacrificio de mi vida y cumpliendo un deber de conciencia y realizando con ello lo que creo que es un servicio a la Patria, aceptar el nombramiento para que vuelva a España la Monarquía”.
Unas horas más tarde, el embajador de España en Portugal, Giménez Arnau, le entregaría otra carta personal, también autógrafa, esta vez firmada por Franco, con el encabezamiento de “Mi querido Infante” donde le comunicaba su decisión y también sus razones políticas: “Yo desearía, comprendierais, no se trata de una restauración, sino de la instauración de una Monarquía como coronación del proceso político del régimen, que exige la identificación más completa con el mismo, concretado en las Leyes Fundamentales refrendadas por toda la nación”.
Según Anson, presente esa mañana de julio en Villa Giralda, con estas dos cartas “Franco aplastaba finalmente a don Juan, y sin misericordia alguna, sin una conversación, sin negociar ni siquiera la rendición, le daba la puntilla en el centro del ruedo ibérico con el instrumento que más daño podía hacerle: su propio hijo, el Príncipe de Asturias, don Juan Carlos”.
La reacción del conde de Barcelona es inmediata: ordena a Pedro Sainz Rodríguez redactar dos cartas dirigidas a José Mª Pemán y a José Mª de Areilza en donde les comunica la disolución de su Consejo Privado y del Secretariado Político. Tres días más tarde, el 19 de julio, también ordena hacer público un Manifiesto donde especifica su desacuerdo con la decisión adoptada: “Para llevar a cabo esta operación no se ha contado conmigo, ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español. Soy pues un espectador de las decisiones que se hayan de tomar en la materia y ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración”.
A partir de este momento, las relaciones entre padre e hijo quedan completamente rotas. En el ámbito personal y político. Y lo estarán durante bastantes años. Como prueba de esta desaprobación y disgusto del conde de Barcelona ante la actitud de Juan Carlos están las dos cartas que, redactadas por Antonio García Trevijano, Juan de Borbón dirigió a Franco y a su hijo. El texto más duro que Trevijano escribió era contra Juan Carlos y decía, entre otras cosas, lo siguiente: “¿Qué Monarquía salvas? ¿Una Monarquía contra tu padre? No has salvado nada. ¿Quieres salvar una Monarquía franquista?...Ni estoy de acuerdo, ni daré mi consentimiento nunca, ni aceptaré jamás que puedas ser rey de España sin el consentimiento de la Monarquía, sin pasar a través de la dinastía”. Don Juan firmó y lacró los dos sobres y aseguró que saldrían enseguida hacia Madrid aunque nadie ha podido asegurar que llegaran a sus destinatarios.
El martes 22 de julio de 1969 tuvo lugar por la tarde un pleno extraordinario de las Cortes franquistas. Franco propuso a don Juan Carlos como su sucesor y las Cortes lo aceptaron por mayoría absoluta: 491 votos a favor, 19 en contra y 9 abstenciones. Franco tenía 77 años y Juan Carlos, 31 en 1969. Al día siguiente, se personó en el palacio de La Zarzuela el presidente de las Cortes, Antonio Iturmendi, para comunicar el heredero los acuerdos adoptados en la sesión del día anterior. Juan Carlos leyó un discurso donde aceptó expresamente el nombramiento.
Fue finalmente el miércoles 23 de julio de ese mismo año de hace 50 años cuando el general Francisco Franco Bahamonde y el príncipe don Juan Carlos de Borbón y Borbón, los dos con uniforme del Ejército de Tierra, se dirigieron juntos, en coche, desde el palacio de El Pardo al Palacio de las Cortes, en la Carrera de San Jerónimo en Madrid. Durante el trayecto el hijo del conde de Barcelona, apresado por los nervios, le pidió a Franco que le permitiese fumar un cigarrillo. “No puedo más” le dijo. Y Franco que no toleraba a sus ministros que fumasen en los Consejos, accedió comprensivo.
Tras la apertura del acto por Franco, el presidente de las Cortes, Antonio Iturmendi, procedió a tomar juramento a Juan Carlos:
“En nombre de Dios, y sobre los Santos Evangelios ¿juráis lealtad a su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?”
Y don Juan Carlos juró. Su padre, para aislarse de lo que consideraba una humillación, salió a navegar con su barco “el Giralda” hacia el norte de Portugal.