Cuando se conocieron en Malí, su país natal, eran apenas unos críos, recuerdan Mamadou Djallu y Sejdou Elassogue este martes, sentados en dos sillas herrumbrosas. Los dos hombres saltaron juntos desde Marruecos la valla fronteriza de Melilla. Fue el 4 de noviembre de 2016. Gritaron “¡boza, boza!”. Habían vencido. Jamás olvidarán esa fecha, cuentan mientras de fondo, en mitad de un monte que les aísla y a su vez les protege, se escucha la banda sonora de las primeras horas de la tarde, cuando el estómago nos adormece los sentidos, las voces se atenúan y el silencio, casi palpable, se hace grave.
Aquel día, el del salto, se pensaron dioses. Habían llegado a territorio europeo, una tierra que desde niños imaginaron llena de oportunidades. De aquello han pasado ya cuatro años y tres meses. Hoy, Mamadou y Sejdou, de 33 y 30 años respectivamente, siguen siendo amigos. El pasar de los días les ha unido todavía más. Sobre todo, en la desesperanza y en el sufrimiento.
Los dos hombres llevan un par de años viviendo en una chabola levantada con palés, cartones y plásticos en un asentamiento donde conviven alrededor de 500 inmigrantes. Se encuentra a cuatro kilómetros de Mazagón, entre los municipios de Moguer y Palos de la Frontera. Mamadou y Sejdou están rodeados de enormes fincas donde se cultivan fresas que luego acaban en mesas de medio mundo.
En mitad del monte, a sólo 30 kilómetros de la ermita del Rocío, donde cada año culmina la mayor peregrinación católica de España, Mamadou y Sejdou no tienen luz, agua ni retrete, aunque algunos inmigrantes han instalado placas solares para obtener electricidad. Mamadou y Sejdou tienen ayer, pero no saben si mañana. De la nada tienen de sobra, hasta para compartirla. Los dos amigos se encuentran en situación irregular en España. Carecen de permiso de trabajo y de residencia temporal.
Sejdou, chaquetón azul cielo, mandíbula prieta, pies descalzos, me clava la mirada mientras cuenta su vida actual: “Cuando salimos de Malí jamás pensamos que acabaríamos viviendo así, como animales, en mitad de un monte cerca de una finca de fresas donde ni siquiera podemos trabajar. Mi familia no sabe las condiciones en las que vivo. Estamos olvidados. Somos como fantasmas”.
Mamadou, más tímido, sudadera roja, nariz ancha, ojos marrón miel: “¿Qué quieres que te contemos? Salimos de nuestro país para vivir mejor y mira -dice extendiendo su brazo derecho y recorriendo con él el horizonte de derecha a izquierda-. No trabajamos en el campo salvo que otro inmigrante que tenga papeles nos los preste por unos días. Aquí la gente cae en depresión, en el alcoholismo… El infierno está cerca de vosotros, los blancos, aunque no queráis verlo”.
Las fincas con plantaciones de fresas y otras frutas que hay dispersas por la provincia de Huelva esconden un fenómeno que no se da en ningún otro lugar de España, salvo en Almería. Entre 20 y 30 asentamientos de inmigrantes -algunos de apenas una veintena de infraviviendas a otros con hasta 200 o 300 chozas- salpican la geografía onubense.
Se calcula que en ellos puede haber en torno a 3.000 residentes, aunque la cifra, muy relativa, oscila en función de si es o no tiempo de recoger la cosecha. A la mayoría de las personas que están allí se les niega el alquiler de un inmueble en el casco urbano de los pueblos limítrofes por el mero hecho de ser africanos, carecer de documentación en regla y ser pobres.
En el mismo asentamiento en el que viven Mamadou y Sejdou, también otro maliense, Chaikre Touré, tiene su cabaña. Él vive sólo. Accede a que el fotógrafo entre en ella y la retrate. Al entrar tiene un pequeño comedor con una mesa baja y un sofá viejísimos. A la izquierda, detrás de unas lonas, hay un colchón tirado en el suelo. Junto a él, una estufa de butano apagada.
“En invierno hace mucho frío aquí”, dice. “Es un riesgo muy grande porque se puede generar un incendio en sólo unos segundos y acabar muerto. Pero también puedo morir congelado”, añade Chaikre.
El hombre, de 37 años, llegó en cayuco a Tenerife en 2007. Partió desde una playa de Mauritania. La travesía duró cuatro días. Desde que está en la península ha trabajado como jornalero en Lérida, Logroño y Jaén. También como mozo de almacén en Barcelona. “Un amigo me dijo que aquí podría ganarme la vida. ¡Y ya ves!".
En febrero de 2018, la Mesa de la Integración, formada por colectivos como Cáritas, Huelva Acoge o la Fundación Europea para la Cooperación Norte-Sur (FECONS), publicó el informe Realidad de los asentamientos en la provincia de Huelva.
En un documento de 78 páginas se analizaba la situación de estos campamentos que comenzaron a extenderse hace ya un cuarto de siglo -aunque su cronificación se inicia en 2012- y cuya expansión ninguna institución pública ha sabido evitar, así como tampoco ofrecer una alternativa a quienes residen en ellos.
Tan sólo un 10% de las personas asentadas en estos campamentos consigue trabajar de siete a doce meses al año. Alrededor de un 48% logra tener un empleo entre cuatro y seis meses. Y el 32% restante sólo puede trabajar de uno a tres meses, según datos aportados al estudio por la Fundación Europea para la Cooperación Norte-Sur (FECONS).
“No podemos hablar de personas que sólo viven en los asentamientos durante determinadas épocas del año, sino de personas que viven permanentemente en ellos, fenómeno que entra dentro del llamado sinhogarismo”, indica el informe, que señala la existencia, en 2017, de 26 campamentos repartidos en un total de cinco poblaciones: Lepe (12), Lucena del Puerto (4), Mazagón (4), Moguer (4) y Palos de la Frontera (2).
“La situación de los asentamientos es bien conocida por las administraciones locales, autonómicas y nacionales, y ya se han producido diversas muertes debido a lo inseguro de las construcciones”, añade el informe. “Además, en la actualidad viven menores acompañados y no acompañados en estos poblados de infravivienda y, también, jóvenes extutelados por la Junta de Andalucía”.
Ninguna administración local, provincial, autonómica o estatal consultada por este periódico ofrece una cifra concreta de las personas hay viviendo en estos asentamientos. El pasado 19 de febrero, un fuego fortuito generado en una chabola de un campamento ubicado junto al polígono industrial de Palos de la Frontera calcinó alrededor de 150 chozas.
Vivían en ellas entre 400 y 600 personas, según los propios habitantes del campamento. Se salvaron alrededor de otras 200 casas. El Consistorio de Palos no ofreció a los damnificados, que se quedaron sin nada, ni un lugar donde pasar aquella noche.
Los inmigrantes tuvieron que dormir al raso o servirse de amistades que les hicieran un hueco en sus viviendas, tan frágiles como las suyas. Dos días más tarde, el 21 de febrero, 56 colectivos y asociaciones de distintos puntos de Andalucía suscribieron un documento en el que denunciaban la situación de la gente que se había quedado sin techo a consecuencia del incendio.
"En un Estado plenamente democrático ninguna administración puede permanecer ajena a esta histórica situación de vulneración de los derechos fundamentales de las personas”, decía el texto, difundido por la Asociación Multicultural de Mazagón.
Este martes, a mitad de mañana, Youssef Elgani, marroquí de 29 años, se afana en levantar de nuevo su chabola en el poblado de inmigrantes que hay junto al polígono industrial de Palos de la Frontera. Con un martillo y la ayuda de varios amigos, ajusta con clavos la estructura de palés de lo que volverá a ser su casa. Una vez la tenga en pie, la recubrirá con cartones y plásticos con los que evitar la humedad y la entrada de agua en caso de lluvia.
El joven llegó en patera a Cádiz en 2014. Youssef procede de Kenitra, una ciudad a 40 kilómetros al norte de Rabat. El incendio de la madrugada del 19 de febrero a punto estuvo de costarle la vida. El chico ya estaba en Palos cuando en diciembre de 2019 una marroquí de 23 años falleció a causa de otro fuego. Durante un breve descanso, Youssef explica lo que sucedió hace casi tres semanas.
“La gente empezó a gritar pasadas las cinco y media de la madrugada. Me tocaron la puerta y salí corriendo. ‘Despierta, despierta’, me decían. Las llamas ya estaban encima”, explica el chico. “Sólo me dio tiempo a coger el móvil y la cartera”. En su nueva chabola convivirán ahora entre cuatro y seis hombres. “Nadie nos alquila un piso. Yo tengo papeles, pero la mayoría de mis amigos no. Hay gente que nos trata como apestados”.
A sólo una treintena de metros de la vivienda de Youssef, otros dos marroquíes, Omar Mubarak (30 años) y Aiyub Smlali (25), se encuentran retirando las piedras y los troncos calcinados de la pequeña parcela en la que tenían su antigua chabola. “El ayuntamiento no nos ofreció ni una manta aquella noche. Nada”, se lamenta Omar.
El relator especial de la ONU para la pobreza extrema y los derechos humanos, Philip Alston, pasó dos semanas en España a principios de 2020. En febrero de ese año redactó un informe sobre lo que había visto en los lugares por los que había pasado. Uno de ellos fue Huelva.
En una rueda de prensa en la que hizo un primer balance tras terminar su viaje, Alston dijo: "La situación de los recolectores de la fresa en Huelva es peor que en un campo de refugiados”. Al relator de la ONU le dejó “pasmado” la situación de estas personas, de las que dijo que viven “como animales”.
Su informe posterior, colgado en la web de Naciones Unidas, fue sumamente crudo. “En Huelva, me reuní con trabajadores que vivían en un asentamiento de inmigrantes en condiciones que rivalizan con las peores que he visto en cualquier parte del mundo. Están a kilómetros de distancia de agua potable y viven sin electricidad ni saneamiento adecuado. Muchos llevan años en España y pueden permitirse un alquiler, pero dijeron que nadie los acepta como inquilinos. Ganan apenas unos 30 euros al día y casi no tienen acceso a ningún tipo de apoyo gubernamental. Una persona me dijo: ‘Cuando hay trabajo, España necesita inmigrantes, pero a nadie le interesan nuestras condiciones de vida’. Según la sociedad civil, entre 2.300 y 2.500 personas viven en condiciones similares durante la temporada de la fresa. En 2018-19, la cosecha de fresas en Huelva facturó 533 millones de euros (...)”.
Con sus palabras, Alston condensaba dos mundos que conviven en uno solo: el de un sector que genera cientos de millones de euros al año y que, a su vez, oculta un drama humanitario.