Son invisibles a vista de cualquiera. Y aún más para los millones de conductores que cada día, cuando circulan por la M-30, en Madrid, pasan a escasos metros de ellos y ellas.
Algo lógico, tal vez. Pues cuando alguien transita con su vehículo por esta vía de circunvalación, resulta complicado mirar más allá de las decenas de carriles que lo componen o de las infinitas salidas que se deben tomar o no para llegar al trabajo o a casa, después de una intensa jornada.
La realidad, en cambio, es que la autopista más famosa de Madrid y probablemente de España no es solo el lugar en el que se escucha a diario el sonido incesante de motores y de cláxones, sino también el hogar de decenas de personas que viven en asentamientos chabolistas a escasos metros del asfalto. Y que conforman, podría decirse, el carril oculto de la M-30.
No es tarea fácil descubrir dónde están, todavía menos intentar llegar hasta ellos. Pero, en cualquier caso, se trata de un fenómeno que ha ido creciendo en los últimos meses a ambos lados de los carriles, y principalmente en el tramo este de la carretera madrileña. Aquel que va desde el barrio de Arturo Soria al de Ciudad Lineal. Aproximadamente tres kilómetros de distancia en los que EL ESPAÑOL ha podido advertir aproximadamente 20 chabolas.
Algunos, dicen, llevan bastante tiempo, otros apenas medio año, pero la gran mayoría se acaba de asentar en las lindes de la M-30, entre puentes y espesura.
Miguel Ángel
La chabola de Miguel Ángel, un madrileño de 54 años, comparte pared con las barreras de sonido de la autopista. Aunque apenas contienen el ruido de la carretera. Está demasiado cerca de ella, pero era, según cuenta a este periódico, la mejor ubicación para instalar sus tiendas de campaña. "Estuve yendo de un sitio a otro hasta que al final encontré este lugar. Es el menos húmedo, el puente me protege de la lluvia".
Su casa está situada bajo el Puente de Costa Rica, que conecta la zona de Arturo Soria con Chamartín. Vive allí desde hace dos años. "Vendieron la casa de mis padres en Hortaleza y me quedé en la calle, no tenía trabajo", apunta. Fue cuando construyó su chabola con telas y paneles de metal, limpió toda zona y se asentó junto a las vallas de la autopista.
"Aquí no molesto a nadie. Los vecinos se quejaron al principio, pero ahora me llevo bien con ellos, ya veis cómo está esto, lo limpié todo", relata Miguel Ángel. En el confinamiento, este madrileño se las puedo apañar. Estuvo en casa de su hermana tres meses y después volvió a su chabola. Allí, insiste, se siente en paz. Para ganarse lo poco que tiene, ayuda a limpiar parques y arregla bicicletas que encuentra por la calle. "Ahora estoy montando un tándem; después las vendo, o se las regalo a quien lo tiene", expresa.
— ¿Os habéis asentado aquí recientemente muchas personas?
— Somos bastantes. Algunos llevamos un par de años. Aquí al lado había un poblado de rumanos, pero lo han desalojado. Hace un mes y medio, llegaron otras tantas personas. Si cruzáis por el puente, llegaréis hasta ellos.
Intentar llegar hasta las chabolas de las que habla Miguel Ángel es una tarea complicada. Principalmente porque al estar tan cerca de la autopista, los únicos caminos que existen son las carreteras de acceso y salida de la M-30. Tanto que, en la mayoría de ocasiones, no queda otra que andar por los arcenes.
En un primer intento, no damos con ellas. Cruzamos el Puente de Costa Rica, sobre la vía de circunvalación, dirección Arturio Soria y bajo el mismo, encontramos tres casetas de plástico y palos de madera en medio de una gran explanada de césped. Allí viven José Manuel, Victor y otra pareja de chicos jóvenes que, en esta ocasión, no están en la chabola.
Victor y José Manuel
Tímidos, en el interior de las infraviviendas, finalmente atienden a este diario. "¿Estáis buscando a Víctor?", dice, cuando nos advierte, José Manuel. Este último lleva tres años viviendo en la M-30, es el más veterano de la zona. "Aquí estamos muy bien, tranquilos. No queremos ir a albergues para estar hacinados. No nos drogamos, no bebemos, no fumamos, no hacemos daño a nadie. Solo queremos que nos dejen en paz", sentencia este madrileño de 50 años. Lo único que quieren, si es que les permiten pedir algo, son fuentes de agua. No queda ninguna a kilómetros. Por eso cada día recorren gran distancia para tener provisiones.
Victor, en cambio, solo lleva unos meses en su cabaña. "Estaba durmiendo en el Parque de Berlín, por la noche es una zona conflictiva y le dije que viniese aquí", cuenta sobre su vecino José Manuel. Tiene 65 años y hace dos se quedó sin trabajo. Solo le queda un mes para jubilarse y mudarse con lo que le quede de pensión a su pueblo, Valdepeñas, en Ciudad Real.
Hasta entonces, a este manchego no le queda otra que vivir pegado a la autopista. Y no se queja. "Aquí soy feliz. Estoy rodeado de campo y eso es lo que quiero cuando me jubile. Comprarme un huerto en el pueblo y terminar allí mis días", sostiene.
Este casi jubilado llegó con 17 años a la capital española. Encontró trabajo, se casó y al poco se divorció. Iba viviendo por temporadas en Valdepeñas y en Madrid hasta que se quedó sin trabajo y sin casa. Aún así, la sonrisa no se borra de su cara. Menos aún cuando muestras sus obras. Decenas de cuadros e ilustraciones que pinta a diario. "Ahora estoy haciendo una que me ha pedido un amigo. Luego vendrá a recogerla. Con lo que me de, por poco que sea, pues ya tengo para comprar más pinturas", cuenta, ilusionado, Victor. "¡Te vas a hacer famoso!", le grita Jose Manuél mientras el manchego posa para el fotógrafo.
Junto a él, después del pasado verano, también llegó una pareja de jóvenes. "Él es español y ella creo que marroquí. También vivían en el parque y les dije que viniesen. Ahora no están, se han marchado esta mañana. Aquí estamos muy bien los cuatro", insiste José Manuel.
Cuando les preguntamos, José Manuel y Victor nos indican cómo llegar al poblado del que nos ha hablado antes Miguel Ángel. Desde sus chabolas, al otro lado de la carretera, entre varias decenas de árboles, se advierte otro campamento de plástico y lonas. "Ellos acaban de llegar, yo diría que no llevan ni un mes, tenéis que cruzar la carretera para llegar", indican.
Omar y sus 12 vecinos
De no ser por las indicaciones de estos últimos, habría sido, tal vez, imposible dar con el poblado. Pues se encuentra incrustado, como una pequeña isleta, entre dos carreteras que dan acceso a la M-30. Para entrar al campamento se debe atravesar el asfalto o caminar por el arcén durante varios minutos. Está rodeado de arbustos. Y lo único que se advierte desde abajo, en la autopista, es un par de carros y una cuerda, atada entre dos troncos, donde tienen colgadas varias prendas de ropa.
La entrada se encuentra a escasos metros de los coches que no dejan de transitar el Puente de Costa Rica. El poblado está compuesto por más de una docena de chabolas, hechas con plásticos, telas y metales. La mayoría están abiertas, pero no hay nadie en su interior. Solo restos de comida, utensilios de cocina, ropa y mucha suciedad.
Omar, un marroquí de 48 años, y una mujer que le acompaña son los únicos que atienden a este periódico. Están preparando la comida. "¿Podemos pasar?", les preguntamos. "¡Sí, sí, claro. Están en todo su derecho¡", responde.
— ¿Llevan mucho tiempo aquí?
— Yo llegué con la borrasca filomena, el resto llegó después.
El conjunto de infraviviendas se instaló a finales del mes de enero. Desde entonces, la Policía Municipal madrileña, cuenta Omar, les visita cada jueves, para ver cómo va todo en el campamento. En él conviven unas seis parejas [entre ellas, dos mujeres embarazadas], todas de origen rumano-turco y Omar, oriundo de Marrakech (Marruecos).
"No hay nadie a estas horas. Están todos intentando ganarse la vida con la chatarra. Ellos no estarán mucho tiempo, vienen como cinco meses, ganan dinero y se vuelven a su país. La convivencia es buena, nunca hay problemas", cuenta sobre sus vecinos este marroquí.
— Y usted, ¿cómo terminó aquí?
— Yo estaba casado, tenía dos hijos y una casa en Colmenar Viejo, pero lo perdí todo por tonterías.
Servicios sociales
Intentar acceder al resto de chabolas ubicadas en el tramo este de la M-30 es, directamente, imposible. Las más cercanas al puente de Ciudad Lineal, por ejemplo, están asentadas bajo los puentes que le preceden, en las zonas más altas. Y en las que, desde la carretera, se observa cantidad ingente de basura. Otras, por ejemplo, están pegadas a la M-30, a la misma altura. Sin senderos o caminos visibles que conduzcan hasta ellas.
La mayoría de las personas que viven en estas chabolas ha rechazado la ayuda de los servicios sociales del Ayuntamiento de Madrid. Muchos de ellos lo admiten: "Solo queremos que nos dejen en paz, nosotros nos buscamos la vida". Por otro lado, cabe mencionar que la proliferación de estos asentamientos no corresponde a un incremento de chabolas en la capital española, según explican a este diario fuentes de Samur Social.
"Los asentamientos no son nuevos ni han crecido. Están formados por personas que rechazan los recursos, y reciben atención periódicamente. En general, no se ha apreciado un crecimiento de los asentamientos en la ciudad. Eso no quiere decir que no haya asentamientos nuevos. Siempre los hay, pero también hay otros que desaparecen", puntualizan. Sin ir más lejos, hace una semana el Consistorio derribó un poblado chabolista con 22 infraviviendas que se había levantado junto a la M-30 y la A-3, al lado del puente de Conde Casal.