“¿Qué iba yo a hacer? Pues lo que haría cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y corazón, ayudar a esa familia”.
El sevillano Pablo Campos, de 29 años, se refiere a la noche del 9 de diciembre de 2018, el día que le cambió la vida. Volvía a casa por carretera tras pasar un fin de semana en unas termas junto a su novia cuando vio que cuatro personas caminaban por el arcén de una autovía griega. Estaban haciendo autostop. Dos eran críos.
Llovía tanto y hacía tanto frío que Pablo aminoró la velocidad y se echó a un lado de la carretera. A duras penas, entendió que aquellos extraños se dirigían hacia Tesalónica, como él y su chica, de origen griego. Sin dudarlo, les invitó a subir a su furgoneta.
Por el camino hacia la ciudad ubicada en el norte de Grecia, país al que Pablo había llegado cuatro años antes, el joven y su pareja supieron que aquellas personas eran de origen palestino. Los adultos eran un matrimonio. Los menores, sus hijos.
20 kilómetros más adelante, Pablo se topó con un control policial a la salida de un peaje. Le pidieron la documentación a todas las personas que iban en el vehículo. Él no encontró mayor inconveniente a aquel acto rutinario de los agentes griegos.
Pero aquella familia palestina había entrado al país de manera ilegal. Los agentes condujeron a Pablo y a su novia hasta una comisaría. Por el camino, el convoy de coches en el que marchaban -ellos, a bordo de su propio vehículo- se detuvo en una ocasión. A Pablo le requisaron su teléfono y su documentación.
Tras prestar declaración, se le metió en un calabozo durante tres días. Se le acusó de favorecer el tráfico ilegal de inmigrantes. Una vez él y su novia pasaron a disposición judicial, una fiscal les dijo que no se preocuparan, que quedarían en libertad en pocas horas. Poco les duró la alegría.
Cuando retornaron a comisaría en busca de sus pertenencias, los agentes policiales volvieron a retener a la pareja. De madrugada, trasladaron a Pablo a un centro de internamiento. La celda en la que lo encerraron, cuenta el chico, era de ocho metros cuadrados. Dentro había 15 personas que tenían que compartir ducha y retrete. No podían salir a ningún patio a caminar. Debían hacerlo dentro de aquel reducido habitáculo.
Cada jornada, los custodios les entregaban 5,83 euros en monedas dentro de un vaso de plástico. Era dinero para pedir comida a un negocio que había junto a aquel centro. Como cada ración costaba tres euros, hubo días en que Pablo no comió para poder telefonear al exterior.
40 años de cárcel
A finales de diciembre, Grecia deportó a Pablo y le prohibió volver al país en un plazo de cinco años. Pese a que había tratado de justificar mediante testigos y documentación que tenía arraigo en el país, el joven acabó siendo expulsado. Llegó a Madrid el día de Navidad. Cuando sus padres lo recogieron en el aeropuerto de Barajas, les contó la verdad.
“Durante los seis meses siguientes a mi llegada a España sufrí una depresión. En Grecia tenía hecha mi vida. Dejé allí a mi novia, a mi gato, mi furgoneta…”, cuenta el joven, vinculado a los movimientos sociales de ayuda a los más desfavorecidos, entre otros, a víctimas de guerra. Justo antes de instalarse en Grecia estuvo un tiempo en India llevando a cabo talleres de intercambio cultural en pequeños pueblos del país.
A Pablo se le pide una pena de 40 años de cárcel (10 por cada miembro de la familia). El 25 de febrero de 2020 se debió celebrar el juicio. Pablo viajó hasta Grecia con un permiso de estancia temporal de cinco días. Finalmente, la vista oral se aplazó. Si no hay contratiempos, el próximo 12 de abril se sentará en el banquillo de los acusados.
“Confío en que se me absuelva, pero mis abogados y los de mi pareja se lo toman muy en serio. En Grecia el tráfico de personas está muy penado. Pero yo sólo hice lo que debía hacer, lo que mi conciencia me mandaba. Yo no conocía de nada a aquella gente. Dijeron que no me habían pagado, que no sabían nada de mí. Incluso los policías explicaron que sabían que había una familia haciendo autostop en la autovía. Este proceso contra mí es una locura”.
El periodista Alejandro Castillo pretende llevar a la televisión el caso de Pablo Campos, de 29 años. Se encuentra grabando un documental en el que se narra la vida de este sevillano y su calvario con la justicia griega.
“Pablo no es el primer chico que pasa por algo así en Grecia. Se intenta frenar la ayuda humanitaria a los refugiados acusando a la gente de delitos que no tienen sentido”, explica Castillo, quien solicita de manera pública financiación para culminar su proyecto.
A Pablo Campos este proceso judicial le ha costado ya en torno a 10.000 euros. Ahora se encuentra cerca de Limoges (Francia) trabajando con un amigo en la restauración de autocaravanas de los años 80. "Sólo quiero que esto termine pronto". Es el deseo de este sevillano de buen corazón.