En 1987, Tino Casal llevaba dos años apartado de la música y de los medios. Desde su último disco, 'Hielo Rojo' (1984) y la agotadora gira posterior, el músico había pasado más tiempo en el hospital que en un estudio de grabación. El hombre que había conseguido tres números uno con sus tres primeros discos y había llenado las radiofórmulas de canciones como 'Champú de huevo' o 'Embrujada' se acercaba a los cuarenta años alejado de los últimos coletazos de una “movida” que empezaba a ser otra cosa: menos original, más enlatada, más dependiente de las recetas de éxito de las discográficas.
Casal era un tipo raro que encajaba con los tiempos raros de principios de los ochenta… pero no tanto con esa normalidad yuppie de finales de década mezclada con ritmos de discoteca. Los tiempos de Modern Talking, los tiempos de Pet Shop Boys, los tiempos de Olé Olé y la Década Prodigiosa. Reducida su movilidad por una grave infección en ambas piernas, Casal tenía ante sí el reto de “adaptarse” a un pop más fácil y un look más estándar o seguir siendo Casal. Pocos daban un duro por ninguna de las dos opciones. El disco “Lágrimas de cocodrilo” salió sin demasiado apoyo mediático y pasó un poco desapercibido. Último coletazo de una vieja gloria.
Aquel disco era su eterno homenaje al “glam” mezclado con los habituales ritmos de baile, una voz prodigiosa y la estética de “nuevo romántico” que nunca abandonó: trajes complejos, barrocos, llenos de colores y capas, que parecían envolver al cantante en una cebolla cromática mientras movía un bastón como si fuera una varita. No, el disco no se vendía. Pese a la elaboradísima producción. Pese a los días en los estudios de Abbey Road juntando a músicos hasta formar una especie de “muro de sonido” que elevara las canciones a lo grandioso. Así, hasta que alguien decidió programar “Eloise”, el último sencillo, y el resto fue una enorme bola de nieve.
Viviendo deprisa
“Eloise” era una canción perfecta para Tino Casal. La mejor canción que uno podría soñar para una “rentrée” triunfal. Orquestada hasta el exceso, aprovechando al máximo el falsete de Casal, y con cambios de ritmo súbitos en su interior, pasando del intimismo a la histeria en pocos segundos, reflejaba todo lo que había sido Casal y todo lo que quería seguir siendo en el futuro: una incontrolable fuerza de la naturaleza. Un hombre que se niega a rendirse y que renace de sus cenizas. Ya en abril de 1988, con 38 años, una edad inusual en una industria post-adolescente, Tino Casal conseguía colocar a “Eloise” como número uno de los 40 Principales. 'Lágrimas de cocodrilo' acabó siendo el segundo disco más vendido del año. El primero fue 'Descanso dominical', de Mecano.
El encanto de Tino Casal era su originalidad desbordante y, a la vez, su capacidad para pescar en tantos mares: por supuesto, David Bowie, del que versionó la maravillosa “Life on Mars?”, de la época Ziggy Stardust, pero también Tom Jones, con el que no solo compartía vozarrón sino actitud desafiante. Fan de Sara Montiel, Tino Casal también era consciente de la importancia de una estética hasta cierto punto “dramática”, propia de la tradición de la música femenina española: una mezcla de rabia, pundonor y sutileza. Casal no era solo un cantante, era un actor. Un actor que no se movía de su sitio y a la vez conseguía que todos los ojos se centraran en él, sin distracciones posibles. Mira la chaqueta, mira el bastón, mira la barba, mira esos ojos llenos de rímel.
El éxito de “Eloise” fue tal que arrastró al resto del disco e incluso al siguiente sencillo, “Oro negro”, otra canción comercial con estribillo pegadizo, marca de la casa. La mezcla de ambigüedad y exotismo seguía funcionando y desesperando a partes iguales. A Tino Casal se le amaba o se le odiaba, pero difícilmente dejaba a nadie indiferente. El hombre que en 1985 llenaba todo tipo de recintos y que en 1987 había desaparecido de las portadas, empezaba 1989 como una de las grandes estrellas musicales del país. Deprisa, todo demasiado deprisa. La velocidad de las cosas.
El disco que llegó a destiempo
El problema, desde la perspectiva de los más de treinta años de aquel éxito inesperado, es que a Tino Casal la música había dejado de apasionarle. Casal formaba parte de una generación convencida de que todo era posible y que, desde luego, todo había que intentarlo. Mientras las radios ponían “Eloise” día y noche, mientras la discográfica pagaba exóticos vídeos de aire entre gótico y pachanguero, Tino Casal pintaba. Era su gran pasión. Pintaba y pintaba y se sentía por fin libre, sin expectativas de ventas ni listas de éxitos.
La música exigía. La industria trituraba. Hacía falta algo nuevo, era el momento, pero Tino quería pintar, Tino quería esculpir. Tino acababa de dejar a la mujer de su vida y disfrutaba de los últimos coletazos de la noche madrileña ochentera. Tiempos del 'Stella', tiempos del 'Archie's'. Al final, le salió un disco llamado 'Histeria' que partía de la base de siempre: algunas versiones (el “Killing me softly” de Roberta Flack, completamente irreconocible) y la estructura de música electrónica con tintes épicos y estribillos memorables. Al contrario del anterior disco, EMI lo promocionó a lo bestia, con un primer single homónimo que sonó en todos lados. Al contrario del anterior disco, por lo que fuera, no funcionó.
Tal vez, después de todo, la prisa fuera mala consejera. Tal vez, Tino Casal tendría que haberse tomado un respiro para poder sorprender más tarde. Demasiada intensidad junta, incluso para sus fans. Uno no puede vivir permanentemente en la epopeya musical. “Histeria” era una canción sobre alguien que quiere salir por la noche y la noche, simplemente, le resulta inabarcable. Una canción sobre deseos que se suceden –“primero, pillar; y luego, beber, hasta enloquecer, y al amanecer, volteretas mil”- y solo conducen a una insatisfacción, un cierto agotamiento. Abandonó el bastón sin abandonar el estilo pausado de los movimientos exactos. A la gente le gustó, pero no tanto. Número tres, el primer pinchazo de su carrera. Sería el último.
Crónica de una muerte de madrugada
Las construcciones culturales siempre son a posteriori. Cuando pensamos desde 2021 lo que fueron los ochenta y lo que fueron los noventa nos vienen a la cabeza imágenes y conceptos completamente distintos. Claro, pero es que ahora hemos visto las películas completas. No todo era blanco o negro en 1990 o 1991. Cierto es que en Inglaterra, la “nueva ola” había dejado paso ya definitivamente a la música electrónica y el “sonido Madchester”. Cierto es que en España, Mecano y Radio Futura sacaban sus últimos discos y que, en Estados Unidos, David Geffen decidía apostarlo todo por una banda punk-rock llamada Sonic Youth, y a su rebufo, por unos chavales de Aberdeen, de nombre Nirvana.
Aun así, pensar que el tiempo de Tino Casal había terminado con el cambio de década y el pinchazo (relativo) de 'Histeria' es mucho pensar. Al fin y al cabo, 'Loco Vox', de Locomía, fue una de las grandes canciones de 1991 y ahí seguía conviviendo el hedonismo ibicenco con las nuevas tendencias, más sucias, más peligrosas: el tecno salvaje de KLF, el recitado poligonero de Chimo Bayo… El Bowie de Ziggy Stardust se convirtió en el Bowie de 'Heroes' y Berlín, cortesía de Brian Eno y U2. España cambiaba a otra cosa, sin tener muy claro al qué. Algo entre el “VIP Guay” y el porno codificado de madrugada.
¿Y dónde quedaba Tino Casal en todo esto? En el “Stella”, de nuevo. La discoteca de moda de principios de década, la que inmortalizó José María Cano en 'Bailando salsa'. El 22 de septiembre de 1991, hace esta semana treinta años, Casal salía del “Stella” junto a su amigo Antonio Villa-Toro y dos chicos a los que acababan de conocer. La búsqueda infatigable, casi ansiolítica, de la belleza. Iban rumbo a un estudio de grabación, cuenta la versión oficial, a las seis de la mañana, en medio de una noche lluviosa y resbaladiza, y el coche acabó empotrado contra una farola. Tino Casal murió casi en el acto. Uno de los chicos lo haría cuatro meses después. Se suicidó.
La construcción de una leyenda sin homenajes
Del accidente se dijo de todo porque los accidentes se prestan a todo tipo de especulaciones, especialmente de madrugada, cuando la noche más confunde. Si su ausencia entre 1985 y 1987 se atribuyó equivocadamente al SIDA, ¿cómo no se iba a vincular su accidente mortal al alcohol y las drogas? Sus amigos y conocidos han dedicado buena parte de estos treinta años a desmentirlo: Tino apenas bebía, Tino controlaba, Tino era un hombre moderado. Da igual. Tino, al fin y al cabo, no conducía. Tino murió en el asiento del copiloto, tras un grito estremecedor. Lo intentaron trasladar en helicóptero, pero no había nada que hacer.
Tino apenas bebía, Tino controlaba, Tino era un hombre moderado
Tenía cuarenta y un años y a su leyenda la arrasó de nuevo la velocidad. El mundo cambiaba demasiado rápido como para pararse a resumir la figura de Tino Casal con tiempo y calma. El mundo había caído rendido a los brazos de Kurt Cobain mientras España se entregaba a Los Manolos. No hubo un momento de pausa para homenajes ni recuerdos. Quizá fue lo mejor. Quizás, eso mismo reforzó la imagen de Tino Casal como un tipo único, un individuo singular que no pertenecía a más tribu que a la de su propio culto.
Treinta años después, la estética de Tino Casal nos resulta excesiva y seguimos estancados en “Eloise”, como si el hombre no tuviera cinco discos en el mercado -seis, si se cuenta “Origen”, ese extraño primer disco de finales de los setenta, descubierto el año pasado-. Quizá lo que más llame la atención es el poco empeño que puso en gustar y lo mucho que gustó a tanta gente. Todo el mundo parece coincidir en que Tino Casal era un tipo de una inteligencia superior. Probablemente, su recorrido musical estaba ya agotado cuando le llegó la muerte, pero la música no lo es todo en la vida. Habría buscado huecos artísticos y mediáticos en los que instalarse. Los camaleones son así. Cuando uno se empeña en convertirse en un “fenómeno”, no hay tendencia cultural que le borre del mapa. Casal, el inaprensible, sigue aún entre nosotros.