El sol pega fuerte. Cae despiadado entre dos orillas de casas bajas, rotas y deshabitadas, y franquea un haz de vías sobre gravilla, una torre a medio caerse y una veintena de vagones dormidos. El óxido cubre las chapas y los raíles, algunos de ellos totalmente levantados del suelo, otros cubiertos por yuyos y maleza. El surco conduce a un edificio solitario, una estación de tren cubierta por ventanas rotas, un tejado de ocho puntas y una marquesina que hace su trabajo a duras penas. Sobre ella se lee el nombre del pueblo, Algodor, aquel apéndice de tierra desde el que Madrid se adentra en Toledo, pero que nadie recuerda.
Todavía es media mañana, pero el reloj del andén marca las 6.23. No tiene segundero ni cuerda, pero a nadie le preocupa perder el próximo tren. El último fue el 15 de noviembre de 2005 a las 20:40; partió con 13 pasajeros, llegó a Madrid, y sólo regresó el maquinista. Desde entonces, con la llegada de los de alta velocidad, Adif cerró con llave las puertas de la estación y, por extensión, detuvo en el tiempo al pueblo que la acompaña.
Ahora, las dos orillas de casas bajas, rotas y desvencijadas acogen a algo menos de una docena de familias, el agua corriente no es potable, muchas no tienen servicio de alcantarillado ni teléfono fijo, mucho menos internet, y los únicos visitantes que recibe el pueblo son un par de seguratas de Prosegur. Llegan por la mañana, vigilan la estación abandonada y se van a mediodía. De no ser por ellos, y a la vista de cualquier extraño, Algodor sigue anclado a principios del siglo XX.
“La mayoría se fueron cuando llegó el AVE que conecta Madrid con Toledo”, explica a EL ESPAÑOL Jose, uno de los últimos vecinos de la zona. Hijo de trabajador de la Renfe y camarera de la cantina de la estación, por sus ojos han pasado la caída y la agonía de Algodor, desde la decadencia de los años 50 hasta el cierre definitivo en 2005. “Cuando se quitaron las máquinas a vapor [años 70] la mayor parte de los trabajadores se fueron, y cuando llegó la alta velocidad se acabó de morir del todo”.
Es el sino de una comunidad como la de Algodor, cimentada y levantada ex profeso para albergar una estación importante y, a su alrededor, un poblado (no al revés). Alrededor de la estación se formó un núcleo de convivencia, una ciudad en miniatura con sus dos bares, su iglesia, su escuela, su médico e incluso una sala de cine: todo un conjunto de vida atropellado por la segunda mitad del siglo XX.
"Ahora la gente sólo viene de vez en cuando, o durante las fiestas del pueblo", señala, paseando. A su lado hay una verja que en otro tiempo separaba el parque de la estación; ahora esconde una hamaca, una piscina hinchable y una mesa llena de colillas. Al fondo, la última prueba de lo que podía haber sido es la puerta del lavabo y la entrada a la cantina, atizadas por el tiempo y cerradas a cal y canto. No recuerda la última vez que hubo que guardar cola en la barra.
Estación de rodaje
Porque sí, a pesar de su estado actual, la estación de Algodor fue en su día un importante nudo ferroviario en el que se cruzaban varias líneas. El primer vestigio se encuentra justo enfrente, en una vieja máquina oxidada, dormida desde Dios sabe cuándo: en uno de sus vagones, azotado por el paso del tiempo y recubierto de graffitis, todavía pueden leerse las siglas MZA (Madrid-Zaragoza-Alicante), la compañía ferroviaria que levantó Algodor de sus cimientos.
Entonces, a principios de los años 20, la estación se dio un lavado de cara y se convirtió en la estampa neomudéjar actual, similar a la estación de Toledo con la que también comparte arquitecto, Narciso Clavería. Aun ahora, a pesar del polvo y la desolación que la asemejan a una cantina del Medio Oeste, el edificio sigue operativo y Adif lo alquila como centro de rodaje para películas y series. "Muchísimas". Por sus raíles han pasado la Julieta de Almodóvar y varios capítulos de El Secreto de Puente Viejo, entre muchos otros, un último arrebato de vida ficticia en un pueblo que se resiste a morir.
Pasa una vez cada par de meses, el único movimiento del pueblo fantasma al margen de los de seguridad. También cambia por completo el ambiente de la zona, acostumbrada a escuchar nada más que el quejido de la herrumbre contra el viento y la tierra chocando contra las placas de metal. Son los sonidos que uno se espera al llegar a un sitio así, entre película de miedo y western de Sergio Leone.
Lo que desde luego puede sorprender es que, en medio del páramo, los cristales rotos y el cementerio de trenes, te sobresalte el reggaeton. Suena embotado, contra paredes y ventanas cerradas, encima de la marquesina. Uno pregunta “¿hola?” y se para la música, y se abre la ventana. Dentro están María, dos perros y el espíritu de Daddy Yankee: lleva nueve años viviendo ahí, en la parte de arriba de una estación abandonada.
“Todo el piso son viviendas, siempre lo han sido. Cuando la estación estaba funcionando aquí vivían los jefazos de Renfe”, comparte. Ahora las cosas han cambiado, y lo que antes eran apartamentos de clase alta en una zona de tránsito cerca de Madrid se han convertido en pisos sin agua potable ni transporte público. En ese momento, con su pareja en el trabajo y sin otro vehículo propio, está atrapada en el pueblo. "Sabes que que en Algodor nunca nadie va a venir a molestarte".