Mamadou lleva un mes sin salir al mar. Llegó de Senegal hace 10 años, se enroló en los pesqueros de Burela y ató cinco cabos que le cambiaron el rumbo. La familia de Wahyudi le espera en Indonesia, pero su casa está aquí, entre el pueblo y la nevera del barco. Jejomar va más allá: después de 12 años se siente más gallego que filipino, y cuelga el sombrero en el mismo puerto sobre el que ahora corretea una legión de caboverdianos. Así hasta llegar a 42, el número de nacionalidades que conviven en la Babilonia lucense.
Ahora el senegalés está intranquilo. Hace ya tiempo tomó la decisión de quedarse, se casó con una local y aprendió el gallego, el idioma oficial una vez te adentras en el Cantábrico. Todavía se quieren, pero a las maneras del puerto. Él hace mareas de veintitantos días y pasa por casa seis o siete, lo justo para ver a la mujer, pero esta vez la cosa se ha alargado. Lo lleva mal, no tiene nada que hacer. Ella lo lleva peor, está demasiado acostumbrada a gobernarse sola.
Estira los pies, se repanchinga y pide un corto en el bar más cercano. A menos de 100 metros, él marcha sobre el dique armado con un volantín y un paquete de cigarrillos, y pisa con fuerza las tablas del Nuevo San Juan, el barco en el que pasará los próximos quince días en alta mar con otros nueve compañeros, todos de fuera de España. La secuencia de tres segundos entre el primer trago de una y el paso de otro es, dicen sus compañeros, la viva realidad del puerto en que nadie es extranjero.
Burela tiene 27 años de vida, ocho kilómetros cuadrados y banderas de todos los colores. En total, son 42 nacionalidades distintas conviviendo entre sus menos de 10.000 habitantes; casi un 20% de extranjeros según los datos oficiales, pero muchos más en el pulso de la calle. Dicen los mayores que los pioneros llegaron al filo del cambio de siglo, cuando el pescado se acabó, los beneficios empezaron a flaquear y las tripulaciones autóctonas cobraban demasiado. Uno llamó a un par de peruanos, otro a varios caboverdianos y se extendió la voz. Comenencias, dirán algunos.
Ahora es difícil pensar en una Burela distinta. A poco que se intercambien dos tragos y cuatro preguntas, las mesas de al lado en el restaurante del puerto se giran para explicarte, medio en broma medio en serio, el chiste que forja la identidad de su pueblo: “¿Por qué en Foz hay tantos asturianos y en Burela tantos negros? Porque nosotros escogimos antes”. Y risa. Y aclaración. “Trabajan mejor que los jóvenes de aquí”. Un piropo, dicen.
“¿Qué hay más gallego que esto?”. Habla Xosé, que en su día fue marinero y delantero del Burela, arrinconado en la barra. Con la vista fija en Mamadou da una calada y apura el último corto. “Quince días fuera y la mujer deseando que fuesen veinticinco”, aclara entre risas. La misma regla se aplica para el crisol de culturas que es la tripulación del Nuevo San Juan: filipinos, indonesios, caboverdianos, marroquíes, ghaneses… Todos respiran tranquilos. Hay pescado. Luego trabajo. Luego mar. “Pues normal”.
"No quedan jóvenes"
Otro que amaneció intranquilo es Demetrio, pero se ha sumado a la catársis colectiva. Lleva 33 años como patrón, aunque la primera vez que se echó a la mar fue de niño, con su padre. Ahora cuenta 72, un susto en el corazón y una prótesis de cadera le impide embarcar, y lo echa de menos. Toda su tripulación está formada por extranjeros, los mismos que ahora embarcan por dos semanas.
“Empecé a traerlos de fuera hace como 20 años, sobre todo de Cabo Verde. Este año he contratado a cuatro indonesios, que son los que mejor están trabajando últimamente”, relata. Llega 2021 y empieza la temporada de indonesios. Como si fuera de naranjas. Al final, según el mes, coges las que están a mejor precio.
La razón es la de siempre, ‘os cartos’. Traerse a un extranjero salía -y sale- mucho más barato que contratar a un local o llamar a alguien del pueblo de al lado. Vienen, trabajan, se vuelven un par meses con sus familias y regresan a Burela. Así durante años. La conclusión es un pueblo joven, muy joven, en el que la mayor parte de la pirámide generacional se ha detenido.
“Ellos [los extranjeros] ganan muchísimo dinero para lo que son sus países, así que les interesa quedarse como marineros. No quedan jóvenes que quieran sacarse la titulación y los capacitados somos todos mayores”, explica Demetrio. Los jubilados, como él, han tenido que desempolvar el poncho y volver a sacar las katiuskas: no queda nadie que les coja el testigo. Tripulantes, eso sí, hay más que nunca.
Por ahora, les sirve para resistir. Hace cinco años ofrecieron a Demetrio 10 millones de euros por el barco, pero decidió aguantar. Ahora las ofertas no suben de 5. Lo que sí sube, dice, es el precio de la vida. “Pero el del ‘peixe’ sigue igual”.
La primera ola
Burela siempre ha sido casa. De los pueblos de menos de 10.000 habitantes, el puerto de todos es uno de los pocos que no ha dejado de incrementar su población en los últimos años. También es joven, muy joven, y se mantiene como el único ayuntamiento de Galicia con un crecimiento vegetativo -la diferencia entre fallecimientos y nacimientos- positivo. La razón principal, claro está, son los que vienen de fuera y se quedan, sobre todo en los últimos años.
Uno de los encargados de traerlos es Juan Carlos Otero, el pescador de hombres que ha conseguido que nombres como Ginandjar, Wilson o Nurul hace tiempo que no suenen extraños en la flota. Negociador laboral de ABSA (Armadores de Burela S.A.), atiende a EL ESPAÑOL en su despacho, en una de las naves del puerto. Su función desde hace años es intermediar entre los armadores, que demandan personal, y los países de origen, que lo ofrecen. Y transformar Burela.
“En el año 1999 nos mandaron buscar una solución a la falta de personal cualificado para trabajar en los barcos. Un año después empezamos a mediar con agencias en Perú, luego en Indonesia, Ghana, Marruecos… y empezó el bum de los extranjeros”, afirma. Al fondo, en la estantería, se le apilan documentos, ficheros y carpetas, todas con nombre y apellido, de los miles que a lo largo de los años vinieron buscando trabajo y decidieron quedarse en Galicia.
—¿Cómo es el proceso para traerlos aquí?
—Al principio mediábamos con agencias de representación en los países de origen y ellos arreglaban la mayoría. Luego vimos que podíamos hacerlos nosotros y que eran los propios extranjeros los que nos recomendaban a los suyos. Venían y decían “oye tal, que tengo un primo que ha trabajado en los barcos coreanos y se quiere venir”, y lo traíamos. Un poco por el boca a boca, que es lo que ya llevábamos tiempo haciendo con los caboverdianos (comunidad asentada desde los años 70). Los presentas ante la asociación de Gobierno, les das una autorización, les gestionas el DNI en comisaría y les das el permiso de trabajo, siempre nominativos.
El de los caboverdianos fue un ejemplo de integración muy temprano, en un momento en que muchos gallegos todavía se asustaba al ver a un negro por la calle. “Sería impensable a día de hoy”, concuerda Juan Carlos.
La comunidad extranjera, sobre todo la africana, ha cobrado tanto protagonismo que hasta el expresidente de Cabo Verde, Pedro Pires, estuvo de visita oficial en Burela hace un par de años. Comenzaron como marineros, estibadores, empleados de la lonja y rederas, pero ahora ya trabajan en todos los sectores. La mayoría se queda.
Un ejemplo de ellos son Wahyudi (39) y Rohidin (38). Amigos de la infancia, llegaron de Ciudad Tegal (Indonesia) hace 12 años, recomendados por un colega de su barrio. Ahora uno vive en Xove y otro en Viveiro, pero trabajan en Burela, uno de marinero y el otro en la conservera. El español les cuesta, pero el gallego lo defienden bien. Cosas del mar. Su idea es seguir hasta la jubilación, ellos aquí y sus familias allí, y verlas un mes o dos al año. Con el sueldo de marineros dan abasto para todos.
Las familias
¿E as mulleres? Uno se lo pregunta a menudo. En el puerto sólo les encuentras a ellos, fumando y embarcando, pero ni rastro de ellas. La mayoría de las extranjeras se dedican a la hostelería, y prefieren no pisar el puerto. Ni siquiera las encuentras entre las redeiras.
Sofía vino de Cabo Verde con 14 años junto a su madre y sus tres hermanos mayores. Dos años antes su padre y su hermano mayor consiguieron curro en el astillero, compraron la casa de Burela y se trajeron a la familia. De eso hace más de una década, y ahora está casada con otro caboverdiano, también pescador. Tienen dos hijos, gallegos los dos.
No es el caso más habitual. La mayoría de ellas, como ocurre con Wahyudi y Rohidin, se quedaron en los países de origen para vivir más barato de los sueldos de los hombres. La excepción son, precisamente, las caboverdianas, precisamente por pertenecer a la comunidad más grande y asentada. Algunas de ellas incluso tiene un grupo de música, Batuko Tabanka, que compaginan con sus empleos en restaurantes y tiendas.
Aún así, la sombra de nacionalidad es alargada. En proporción, ellas son las que más intentan sacarse las pruebas, prepararse el idioma -sobretodo el castellano- y sacarse el examen. El pueblo, de hecho, está lleno de ofertas de academias y cursos de idiomas, historia, geografía y cultura general. Entre los alumnos de hoy hay hasta cinco nacionalidades distintas, pero la convivencia es perfecta. Como siempre. Ellas están más interesadas. A ellos, como a Sakis, les da más igual.
Vino de Senegal recomendado por sus amigos y, al llegar a Burela, empezó a relacionarse con ellos e hijos de extranjeros. Quizá por miedo, pero duró poco. Al poco tiempo ya era un vecino más, y así lleva 15 años. “Sigo de paso”, bromea, y por eso no se quiere sacar la prueba. Trabaja bien, ayuda y se esfuerza. Gana su dinero a fin de mes y envía una parte a su mujer e hijos. Cuando libra se da una vuelta, visita el bar y echa tragos con los suyos, extranjeros o locales.
“Sólo le quieren porque es guapo”, ríe Rafa, compañero y amigo. Se conocieron en el barco. “Porque a la sombra no me ven bien”, responde Sakis, y le coge del hombro. En Burela, más que en ningún sitio, nadie es extranjero. Se sube a las tablas y se prepara para la descarga. Uno, dos, tres, hasta siete marineros. Imposible disimular: todos son caboverdianos o filipinos. Uno se plantea si realmente existen los pescadores gallegos, pero Sakis es más rápido. “Yo no los veo”.
—Pero habelos, hailos.