Gutiérrez Muñoz posa para EL ESPAÑOL en el Parque del Retiro.

Gutiérrez Muñoz posa para EL ESPAÑOL en el Parque del Retiro. Gustavo Valiente EL ESPAÑOL

Reportajes

El valiente testimonio de Gutiérrez Muñoz, escritor con ELA: “La enfermedad me hizo mejor persona"

La vida que no he vivido (Kailas Editorial, 2024), el autor relata sus sensaciones desde que le comunicaron que tenía la enfermedad. 

19 julio, 2024 02:26

A cualquiera se le puede desfigurar la vida en un segundo, o en un diagnóstico. El 17 de junio de 1998, cuando aún no había cumplido 35 años, el neurólogo de José Luis Gutiérrez Muñoz le asaltó con uno devastador: esclerosis múltiple, una enfermedad crónica y degenerativa de la que no es posible escapar. Solo te permite luchar hasta la extenuación, si eres un héroe (casi) invencible, con el único propósito de postergar su conquista. Gutiérrez es un superhombre que, seguro, odia este término y que, posiblemente, se ha convertido ya en uno de los más duros rivales contra los que haya batallado la esclerosis múltiple.

Doctor en Bellas Artes, escultor, viajante, defensor de causas de antemano perdidas, dos hijos procedentes de India, otros dos de Nepal, lugares en los que abanderó proyectos culturales, solidarios y de desarrollo; sabio, empático, amante de Aurora, la beligerancia de Muñoz (Madrid, 61 años), en contra del destino que le ha proporcionado la enfermedad, resulta encomiable hasta límites desconocidos.

En su libro de memorias La vida que no he vivido (Kailas Editorial, 2024), José Luis Gutiérrez Muñoz cuenta cómo lucha contra la esclerosis múltiple sin guardarle rencor y, a veces, dándole las gracias. “Me ha convertido en mejor persona”, asegura este -aún- profesor de Bellas Artes de la Universidad Complutense. Gutiérrez vive con su mente intacta y brillante encerrado en un cuerpo que no puede manejar. Apenas puede mover el dedo meñique de la mano izquierda. Solamente.

José Luis Gutiérrez Muñoz, en la feria del libro firmando su libro.

José Luis Gutiérrez Muñoz, en la feria del libro firmando su libro. Gustavo Valiente EL ESPAÑOL

En su casa adaptada de Pinto, este hombre acaba, sin pretenderlo, dando lecciones sobre cómo vivir. O, mejor dicho, sobre cómo apreciar nuestra vida, algo que la mayoría de los ciudadanos solemos olvidar. Sobre todo si no hay una tragedia vigente en nuestras vidas, o una a la vista.

A pesar de la inmovilidad casi absoluta, Gutiérrez se siente feliz. Quizá es, como él mismo dice, un estúpido optimista; o, tal vez es, simplemente, un hombre evolucionado que ha aprendido a la fuerza numerosos conceptos inaccesibles para muchos.

Hace unas semanas, antes de conocerlo, en Kailas, la editorial que ha publicado su libro, nos aventuramos a preguntarle si querría ir a firmar libros a la Feria del Libro de Madrid. Sospechamos que era una pregunta bienintencionada pero posiblemente ridícula y seguro que innecesaria. Para nuestra sorpresa, el autor sí quiso ir a la FLM… y pidió hacerlo dos veces. Con la ayuda de su nieta, Gutiérrez firmó numerosos libros y una presencia en la Feria muy especial: se veía a distancia la delicada y enorme devoción que sentían por él quienes lo visitaban. Quizá, entre otras cosas, pretendían agradecerle no solo el esfuerzo que hizo para acudir al Retiro, que no es menor, dado lo complejo que es para él moverse -que lo muevan-, sino la lección de vida que ofrece cada día.

Gutiérrez conserva la voz y, con ella, transmite un discurso inteligente y sólido, alejado de sometimientos a los designios de los dioses y de extrañas autoflagelaciones. Tampoco contempla, ni en su expresión más íntima, el victimismo. Y sí, volvería a vivir esta vida otra vez.

-Uno, suponiendo la vulnerabilidad de una persona en su situación -qué gran ingenuidad, me di cuenta después-, le pide disculpas por adelantado por si le hago alguna pregunta improcedente.

-No tenga miedo -me dice, cuando se lo planteo.

-Gracias, le contesto. Pero, ¿a qué le tiene miedo usted?

-Tengo miedo a que la enfermedad evolucione más, y sé que va a suceder, y que alcance un punto en que ya no pueda hacer absolutamente nada. Quiero seguir manteniendo cierta ilusión por levantarme y por hacer algo cada día. Una de las pocas herramientas que me quedan es la voz, y temo perderla. Conozco a muchos enfermos de esclerosis múltiple que da pena escucharlos hablar. Tienen tantos problemas de dicción que a veces les digo, bromeando, que para conversar con ellos se necesitarían subtítulos… (sonríe).

-La voz, su voz, es esencial.

-Sí. Para todo el mundo es importante, claro, pero para mí además es mi herramienta de trabajo como profesor.

-¿Tiene otros miedos?

-Que no pueda seguir utilizando el dedo meñique. No tiene tanta trascendencia como la voz, pero implicaría una adaptación de mi forma de trabajo. Yo escribo con la voz, pero el dedo meñique es importante porque me posiciona en la pantalla y lo utilizo para pasar las páginas de los libros que leo, simplemente pulsar la flecha de la derecha me permite pasar de página, es un movimiento mínimo pero me resulta muy cómodo. Pero el miedo fundamental, yo creo el de todas las personas, es a quedarme solo.

Su nieta le firmó sus libros en la Feria del Libro.

Su nieta le firmó sus libros en la Feria del Libro. Gustavo Valiente EL ESPAÑOL

-Pero no está solo.

-No, no, tengo a Aurora y a mi familia. Como pareja nos da también un poco de miedo el momento en que los hijos abandonen el hogar, que eso es algo que inevitablemente llegará, pero ahora mismo la convivencia con ellos es tan buena, a pesar de todas las dificultades y pequeños problemas diarios, que constituyen un apoyo fundamental en nuestra vida.

-¿Sabe que, hablando con usted, no parece que le dé miedo ninguna de las cosas que asegura que teme?

-Tal vez porque las verbalizo. Un miedo, cuando se puede verbalizar, ya es menos miedo. El libro que he escrito, en cierto modo, me ha ayudado en este sentido. Me ha invitado a reflexionar sobre no solamente lo que me ha ocurrido hasta este momento, sino sobre lo que me puede suceder en los próximos años. Es algo que no estoy pensando continuamente, pero a veces me paro a reflexionar sobre ello porque veo que diariamente necesito introducir pequeñas adaptaciones. La enfermedad, claro, sigue viva.

-Resulta sorprendente, y también admirable, cómo se relaciona con ella.

-Lo llevo con optimismo pero tal vez porque soy optimista por naturaleza o quizá porque soy estúpidamente optimista, ya que realmente muchos apostarían a que no tengo ningún motivo para ser optimista; pero yo, al menos, sí que los encuentro.

-Eso es maravilloso: ser optimista. Y no es tan fácil serlo. No me refiero a serlo en sus circunstancias, sino en las de cualquiera. Porque cada uno tiene su propio mundo lleno de miedos, como los que mencionaba, u otros. Y somos capaces de convertir una circunstancia menor en una enorme tragedia; y, por lo que veo, también somos capaces de ver una situación difícil de la mejor manera. ¿Siempre ha sido así de optimista?

-Sí. Creo que hay una componente genética porque mi padre era, igualmente, estúpidamente optimista.

-¿Cree que se puede ser estúpidamente optimista? A lo mejor los demás somos estúpidamente pesimistas o incluso moderadamente estúpidos… O ni una cosa ni otra.

-Bueno, supongo que se es estúpidamente optimista cuando no hay razones objetivas para el optimismo y sin embargo la persona afronta el problema con alegría y con optimismo. A mi padre le amputaron medio pie por su diabetes. Y cuando intentamos darle ánimos, decía: “No, no, esto es una maravilla porque me estaba costando cada vez más cortarme las uñas en ese pie y ahora todo va a ser mucho más fácil”. Afrontaba las malas noticias con un optimismo que a veces nos sobrecogía, y otras nos dejaba estupefactos. Por eso sospecho que puede que haya una componente genética.

-¿Y no cree que es también trabajo por tu parte?

-Seguramente. Tiene mucho que ver a Aurora, que desde el principio me ha infundido mucho ánimo y mucho optimismo. Aurora nunca se da por vencida, es más luchadora que yo y siempre me ha animado a seguir adelante. Siento que ha sido ella la promotora de esta manera de afrontar la enfermedad. Ha sido ella la que no ha permitido que me rinda.

-¿Hay mañanas en las que dice: "A la mierda todo, no me levanto más"?

-Hay momentos de desánimo, sí. Pero me sobrepongo con cierta facilidad. Ha habido momentos muy duros, como el momento en que decidí cerrar mi taller de escultura porque eso significaba renunciar, ya definitivamente, a aquello que con lo que había soñado desde joven, desde que inicié los estudios de Bellas Artes. O sea, mi sueño, como explico en el libro, nunca fue ser profesor, sino ser un escultor importante. No por la fama, sino porque se valorara mi trabajo como artista y me permitiera vivir de ello. Disfrutaba haciendo esculturas y de la implicación física que implicaba para mí el trabajo sobre la piedra. Cerrar el taller, afortunadamente, no fue de golpe, sino que yo iba viendo que llegaba ese momento poco a poco; cerrarlo supuso la constatación de que ese sueño se había acabado ya definitivamente.

-¿Qué hizo después?

-Mi mente se puso a trabajar rápidamente en otro anhelo, en otro proyecto de futuro. Yo ya tenía elaborada otra idea de proyectos de creación artística en orfanatos; primero de India, luego de Nepal y también de Ecuador. Y eso significó que, en el momento en que mis brazos ya no servían para hacer escultura porque habían perdido la fuerza y también la habilidad, empecé a utilizar la energía y el entusiasmo de mis alumnos de la facultad para, a través de ellos, o con ellos, seguir creando arte. Y también con la energía y el entusiasmo de los niños que viven en los orfanatos. Esa fue una solución tan satisfactoria que me hizo olvidar en poco tiempo la frustración de haber tenido que cerrar el taller. Incluso me convencí de que era mucho mejor así porque mis esculturas jamás tuvieron ni una mínima parte de la trascendencia social que tenía cada uno de los proyectos de creación artística que llevábamos a cabo. Es decir, que ni soñándolo podría imaginar que una escultura mía pudiera tener tanto significado social y emotivo como uno solo de esos proyectos. Realizamos 31 acciones en los orfanatos.

José Luis Gutiérrez Muñoz junto a su nieta.

José Luis Gutiérrez Muñoz junto a su nieta. Gustavo Valiente EL ESPAÑOL

-Me satisfacía tanto que vivía eufórico, y a veces le daba gracias a la esclerosis múltiple por haberme llevado hacia ese camino. Si la enfermedad no se hubiera interpuesto en mis sueños, yo todavía hoy seguiría haciendo esculturas en mi taller, con independencia de que se vendieran o no, porque yo sentía la necesidad obsesiva de seguir haciendo arte.

-¿Todavía lo hace? ¿Todavía le da las gracias por haberle conducido a la vida que tiene hoy?

-Ahora ya no, porque ese camino también se cerró y porque ahora mismo veo muchas más limitaciones de las ventajas que me ha propiciado. Después de tantos proyectos de creación artística en orfanatos, finalmente nos vimos en la necesidad de dejar de hacerlos. Para mí cada vez era más difícil viajar o alojarme en un sitio que no estuviera adaptado. Cada vez me resultaba más penoso permanecer sentado en la silla de ruedas que llevaba a los orfanatos simplemente contemplando el trabajo de mis estudiantes. Quiero decir que ahora ya son más las cosas negativas que veo de esta enfermedad, también porque mi estado físico ha ido empeorando, que las positivas que me ha aportado. Una de las cosas positivas que me ha dado recientemente es empezar a disfrutar de la docencia en la Universidad. Antes lo hacía como pura necesidad, como una forma de ganarme la vida, porque la escultura nunca me dio como para vivir de ello, y ahora sin embargo disfruto preparando las clases e impartiéndolas.

-¿Se considera una persona feliz?

-(tarda en contestar, pensativo) -Sí, sí, moderadamente feliz.

-¿Y cuál es el pilar de esa felicidad?

-Aurora, que está siempre a mi lado. Y en segundo lugar la familia. Yo sé que la mayoría de los padres dirán lo mismo, pero verdaderamente tenemos dos hijas excepcionales adoptadas en India, y una de ellas vive -y se vuelca- con nosotros, Chandrika. Y dos hijos que conocimos en el orfanato de Nepal, Ram y Laxman, que son de una nobleza impresionante. La última incorporación a la familia, mi nieta Maltina, también otro motivo de alegría para mí. Primero porque ella, por su propia naturaleza, invade de alegría la casa. Pero segundo porque a mí me hace sentir útil, ya que la ayudo en su educación, y en enseñarle español. En verano paso muchas horas frente al ordenador enseñándole castellano. Es también una forma de sentirme útil. Yo soy el objeto de muchos cuidados de todos los miembros de mi familia: me tienen que hacer todo, lavarme los dientes, ducharme todo, absolutamente todo, y cuando encuentro un ámbito en el que yo puedo ser de ayuda para los demás, eso me llena de alegría.

-¿Qué opinión le merecen las personas que carecen de discapacidades de todo tipo, están perfectos en el ámbito físico y en el mental y que ,sin embargo, no contestarían “sí” a la misma pregunta sobre su felicidad?

-(Reflexiona unos segundos) Siento compasión por ellos. Conozco personas en nuestro entorno que, aunque objetivamente tienen todo a favor y carecen de motivos para mostrarse infelices, están hundidos o deprimidos. No me atrevo tampoco a decirles: “Anímate porque fíjate, yo que estoy mucho peor que tú y, sin embargo, todavía siento la alegría de vivir”. Eso sería una arrogancia por mi parte.

-Parece estar muy lejos de ser arrogante.

- Pero me da miedo parecer prepotente, presumiendo de la suerte que he tenido yo y de lo bien que lo he hecho y de lo bien que estoy. Debo tener cuidado porque creo que sería duro para más de uno si trasladara que soy una persona con suerte que, a pesar de todo, está feliz y contenta.

-¿Pero se considera una persona con suerte?

-Mucha suerte. Con mucha suerte. Primero por haber tenido de compañera a Aurora. Somos novios desde los 16 años. No todo el mundo tiene un apoyo así. Pero hay un punto en el que Aurora ha tenido que renunciar a su vida para intentar hacer un poco más llevadera la mía. Y esa prueba de amor no la pasaría la mayoría de las personas. Ni siquiera sé si la pasaría yo si la situación fuera la inversa. Es algo excepcional, porque cuando las personas están bien y la vida fluye con facilidad es muy fácil permanecer unidos y estar con la persona a la que amas, pero cuando esa persona se vuelve tan dependiente como yo ya no es tan fácil, y significa que esclavizas a la otra persona, y que tiene que renunciar a todo. La parte que más me duele de mi enfermedad es saber que con mi enfermedad estoy esclavizando a Aurora.

-Cuando no tenía la enfermedad ¿cómo era su relación de pareja?

-Yo creo que entonces era bastante peor persona, mucho más egoísta, de lo que soy ahora, pero teníamos una buena relación. Ella tenía su trabajo, yo tenía el mío, viajábamos muchísimo, dedicábamos casi todo lo que ganábamos a viajar. Las distorsiones empezaron a llegar con la adopción de la niña, que supuso un cambio importante en nuestra familia, y al mismo tiempo ya apareció la enfermedad, la enfermedad de sus padres, la de los míos. Pero también éramos muy buenos amigos. Nuestra relación siempre ha sido un pilar importante con buena comunicación y confianza del uno en el otro. Con 17 años no teníamos ni un duro, éramos muy pobres. Pero ya empezamos a soñar y a fantasear con el futuro y soñábamos con muchas cosas que luego hemos hecho. Soñábamos principalmente con viajar, con salir de ese barrio depauperado, con tener una vida mejor que la que tenían nuestros padres. Afortunadamente fuimos haciendo realidad muchos de esos sueños.

-¿A qué sueños se refiere, concretamente?

-Hicimos viajes que cuando éramos jóvenes no nos podíamos siquiera haber imaginado. Conocimos lugares increíbles y más tarde, a través de la adopción, conocimos un mundo fascinante. No solo por el hecho de incorporar a los niños a nuestra vida, que fue una aventura apasionante, sino también por los proyectos, por la convivencia con los niños en los orfanatos. No solo nuestros dos hijos, sino un montón de niños y niñas con los que hemos mantenido una relación muy especial. A Aurora la han querido como una verdadera madre; no exagero si digo que, en los orfanatos de Nepal, unos cien niños y niñas acudían cada día a darnos un par de besos, nos llamaban mamá y papá, y a la vez sentían un vínculo con nosotros que nos apenaba porque nos hacía pensar qué significaba realmente para esos niños huérfanos: nosotros éramos lo más parecido que podían tener a un padre y una madre. Fue una relación muy muy especial, los hemos querido muchísimo, y nos han dolido muchísimo todas las desgracias que han sufrido y dejar de hacer esos proyectos, porque tenemos la sensación de que al dejar de ir allí esos niños se volvieron un poco más huérfanos.

-Como está la ventana abierta, estamos escuchando de fondo el ruido de la calle. Sin verlas, oímos a personas que probablemente tienen una existencia complicada, otros quizá se la complican ellos mismos. Pero sí parece estresante el ruido en la calle. Le querría preguntar si considera que una buena parte de la ciudadanía no sabe cómo vivir y si, tal vez dentro de las cosas pudiéramos considerar como afortunadas que le ha dejado la enfermedad, le ha enseñado a vivir eludiendo la depresión o el estrés que atenaza a tanta gente.

-Sí, qué duda cabe que, como dicen los budistas, la muerte es una gran maestra para la vida, y la enfermedad también lo es. Yo he madurado y he mejorado como persona en buena medida gracias a la enfermedad. Aunque decir esto delante de Aurora me ruboriza, porque ella no ve motivo de agradecimiento a la enfermedad. Pero yo cuando veo a la gente que no tiene discapacidad también siento cierta envidia: cuando usted me dice que este verano viajará a Japón, pienso: ¿quién puede ir a viajar? No ya a Japón, sino a cualquier otro lugar. Cuando algún amigo me dice que ha ido a caminar por la montaña me alegro por él, pero siento cierta envidia porque ese tipo de cosas a mí me apasionaban.

José Luis Gutiérrez Muñoz en la caseta de Feria del Libro de Madrid.

José Luis Gutiérrez Muñoz en la caseta de Feria del Libro de Madrid. Gustavo Valiente EL ESPAÑOL

-Sí, claro: viajar, caminar por la montaña, disfrutar de actividades en el exterior… Intento no pensarlo mucho y me refugio en lo que sí puedo hacer. Ahora mismo mi refugio principal es la lectura. La lectura es impresionante porque a través de ella penetras en mundos increíbles; efectivamente sería maravilloso poder ir a Japón o a cualquier otro lugar, pero cuando leo viajo a infinidades de sitios y eso me llena mucho. Y la escritura también. Me gustaría poder, claro, ahora que mi familia va a ir a la piscina, acompañarla y no quedarme fuera viendo cómo se baña, como normalmente hago, sino también bañarme yo y también nadar yo y también jugar yo. Pero lo tengo asumido.

-¿Y qué le sostiene emocionalmente en ese sentido? ¿Qué elemento sustenta ese optimismo que en absoluto considero estúpido al que ha aludido anteriormente?

-Uno puede ser feliz al conocer la felicidad de los que tiene al lado. Recuerdo que en (el orfanato de) Matruchhaya, cuando vimos que la asignación económica que teníamos nos lo permitía, empezamos todos los años a llevar a los niños un día a la piscina. Esos niños ni siquiera sabían lo que era una piscina. Y llevarlos allí significaba que yo me quedaba plantado en mi silla de ruedas durante seis u ocho horas simplemente viendo cómo disfrutaban ellos, cómo se regocijaban con el agua y a mí aquello, aunque parezca mentira, me hacía feliz. Evidentemente hubiera preferido poder estar allí jugando en el agua con ellos. Lo hubiera preferido, evidentemente, pero la sola contemplación de la felicidad de esos niños ante algo que en su vida no habían podido siquiera imaginar me hacía feliz.

-En una ocasión conversé con los monjes de clausura del monasterio de Silos. Estuve en la habitación de uno de ellos; tenía muy pocas pertenencias, una muda y un poco más. Su orden religiosa exige un voto de permanencia. De tal modo que ellos no van a cambiar de monasterio ni a salir de él nunca. Solo tienen esparcimiento un par de horas o poco más a la semana, cuando salen al exterior. Mi interlocutor tenía unos treinta años, e iba a pasar allí el resto de su vida. Recuerdo que le pregunté si se sentía encarcelado, y me dijo que no, que me fijara en la biblioteca que tenía el monasterio y que él se sentía el hombre más libre del mundo. No sé si esta es una situación con la que en alguna medida se puede identificar.

-En cierto modo sí. Yo me siento a menudo encarcelado en mi propio cuerpo, pero también al mismo tiempo siento que el poder de mi mente me da una libertad tremenda. Es la mente la que me permite seguir sintiéndome libre; a través de ella puedo seguir conociendo realidades fascinantes. Me permite seguir volando. Pero, efectivamente, muy a menudo me he sentido prisionero de mi propio cuerpo.

-Usted podría estar enfadado con el mundo, pero no lo está.

-No: me siento un privilegiado en muchos aspectos. No te lo he dicho, pero también laboralmente soy un privilegiado. ¿Cuánta gente con mi grado de dependencia tiene que jubilarse y quedarse laboralmente inactivo? La Universidad Complutense, y se lo agradeceré de por vida, me ha permitido, a pesar de este enorme grado de discapacidad, seguir ejerciendo como profesor. Es un privilegio que me permite seguir en contacto con gente joven, seguir formándome, seguir interesándome por todo lo relacionado con el arte, la cultura, el pensamiento, y seguir nutriéndome de la energía mental y física de mis alumnos. También mi familia es todo un privilegio. No tenemos una situación muy holgada, pero nos permite vivir con lo que tenemos. Estaría muy bien tener más comoididad, pero tampoco nos podemos quejar. Cuando lo comparo con lo que veo a mi alrededor, me siento privilegiado en muchos aspectos.

-Intuyo la respuesta, pero ¿volvería a vivir la misma vida que has subido?

-(reflexiona unos segundos) Sí, aunque me temo que... Mi obstinación sobre convertirme en un escultor importante a veces me hacía estar ciego. Ese empeño es un error que no repetiría. Si volviera a empezar la vida otra vez, con todo lo que he aprendido, no cometería ese error.

-A una amiga le acaban de diagnosticar una enfermedad grave asociada a múltiples dificultades. ¿Qué mensaje tendría, si tienes alguno, para personas cuya salud se encuentra comprometida?

-Una vez me invitaron a dar una charla en el Congreso Nacional de Esclerosis Múltiple, y tuve la osadía de arengarles diciéndole a los esclerosos que me escuchaban que no debían permitir que esa estúpida sustancia que los médicos llaman mielina nos haga renunciar a nuestros sueños, a nuestros proyectos de futuro; que lo más inteligente sería adaptarse a las posibilidades que tenemos, pero nunca renunciar a los proyectos de futuro, porque entendía que eso era lo que nos mataría antes de estar muertos. Yo ahora no me atrevería a darles un consejo de este tipo porque puede parecer arrogante y... Y la verdad es que no quiero parecer arrogante. Yo he tenido la suerte de saber adaptarme a las limitaciones que me iba poniendo la enfermedad, pero entiendo que otras personas no sepan o no puedan adaptarse, y lo contemplo con compasión.

-Como sabe, ante una situación de extrema complicación vital hay individuos que prefieren abandonar y otros que escogen afrontar las dificultades.

-Entiendo que cualquiera de esas opciones es válida. Respeto muchísimo ambas. El libro, en cierto modo, se puede entender como un alegato a favor de la eutanasia, algo que efectivamente yo defiendo y creo que es un derecho fundamental que deben tener las personas que estén sufriendo una enfermedad incurable que además les produzca un padecimiento insoportable. Pero yo no estoy en esa vía. Hoy por hoy yo tengo ganas de seguir viviendo y de seguir haciendo cosas. Pero sí me consuela saber que la ley está aprobada, aunque sé que existen dificultades en diferentes comunidades autónomas, y que hay algunos políticos que amenazan con revertir esta situación. Me consuela saber que si hay un punto en que el sufrimiento ya es insoportable, tanto para mí como para Aurora, puedo activar el botón de apagado. Es un alivio pensar eso, pero ahora mismo estoy muy lejos de ese escenario.

-El libro que acaba de publicar se titula La vida que no he vivido. ¿Cuál es esa vida que no ha vivido?

-Al principio, me rebelaba contra este título porque pensaba: “No, es que no hay una vida que yo no haya vivido”. He vivido muchas vidas, pero claro, posiblemente ha habido muchas vidas que no he vivido por culpa de la esclerosis. No he vivido la vida de escultor, de artista de éxito, esa es la más importante; pero tampoco he vivido la vida de marido, de viajero con su mujer, la vida de montañero, la de deportista…

-Todos tenemos un futuro. Querría preguntarte cómo afronta el suyo.

-Mi futuro... No pienso mucho en él porque... Esa es la parte que me parece más oscura. Cuando intento pensar en el largo plazo… la Universidad, con esta rebaja de la carga docente que me ha permitido, me lo ha puesto fácil y creo que podría seguir dando clases hasta los 72 años, que es la edad en la que obligan a jubilarse a los profesores. Pero cuando lo pienso más detenidamente, no estoy seguro de que pueda llegar hasta esa edad con las suficientes cualidades como para poder seguir impartiendo clase. Lo voy a intentar, pero además no depende de mí, sino de la enfermedad. Procuro no pensarlo mucho porque me entristece un poco. Porque pienso que, tal y como estoy hoy, probablemente este sea el momento en que mejor voy a estar de cara al futuro: solo me queda empeorar, y eso es algo que en lo que prefiero no pensar porque si reflexiono sobre qué nuevas limitaciones me puede imponer la enfermedad, me resulta duro aceptarlo.