Se respira una paz melancólica en la remota pedanía asturiana de Peruyes. Los valles bajos del Sella muestran sus seductoras hombreras a las faldas del Sueve, las densas hortensias violáceas y carmesíes aportan espontáneas pinceladas de color a un verde esmeralda oscurecido por las nubes brunas y los lejanos mugidos y cencerros de las vacadas imprimen sutiles notas musicales a la sinfonía natural de estas tierras salvajes que se niegan a ser azotadas por la canícula.
En el bucólico paisaje, traída de otra época, se erige y destaca, extemporánea, la antigua rectoral de la parroquia local, un edificio del siglo XIX reconvertido en elegante mansión con reminiscencias inglesas en cuyas fachadas se cortejan entre sí los cánones estéticos del estilo Tudor y el neogótico. Allí, apoyado sobre un boínder, otea el horizonte, vestido con un polo rojo desabrochado hasta el pecho, los pantalones crema y una americana de cuadros blancos y grises, su ilustre inquilino, Lorenzo Castillo, uno de los mejores decoradores del planeta, también uno de los protagonistas del Madrid Chic de Assouline.
Uno lo imagina deslizándose por la escalinata que conduce a la entrada con sutileza y sensualidad, mecido por una transparencia aérea, como si Maxim de Winter se paseara por las ignotas gradas de Manderlay o Norma Desmond aún brillara en su Hollywood de ensueño. Su vergel, perfectamente recortado, frondoso y vivo, evoca al de El jardín secreto, y está atestado de hiedras trepadoras, paniculatas blancas y nueve lilos, uno por cada década que suma su madre, Pepa, sobrina nieta de la escritora Borita Casas, autora de Antoñita la Fantástica. Fue este antepasado suyo quien le regaló a Lorenzo su primer libro, Historia universal del arte, que aún conserva.
Un mayordomo vestido de blanco pasea frente a la esfera armilar con dirección norte que vigila la piscina mientras que Alfonso, marido de Lorenzo a la par que compañero en sus negocios, deposita sobre la mesilla del jardín una hermosa vajilla de La Bisbal con unas pastas de té, dos cervezas y dos cafés. De pronto, el dandi sale de su escondite. Con una comedida elegancia y una simpatía natural que contrarresta cualquier atisbo de pomposidad, Lorenzo Castillo rompe el hielo con un afectuoso abrazo. "Bienvenidos", exclama, entregado al siempre bello acto de departir, dispuesto a abrir el baúl de sus secretos y recuerdos.
En sus dedos luce varios anillos de oro, entre ellos una pieza diseñada por Ilias Lalaoulis, el joyero griego que creaba sortijas para Jackie Kennedy. "Justo esta mañana me reuní con la familia Reznak, de Grassy, porque estoy preparando una nueva colección de joyas", asegura mientras conduce a EL ESPAÑOL al interior de su impresionante casa, una de las cinco mansiones de diseño que tiene en propiedad.
"Tengo otra en Madrid, del siglo XVIII, que es de Ventura Rodríguez, el arquitecto del rey, quizás la más importante de todas. Luego, otra aquí al lado, en Ribadesella, donde vive mi madre; una cuarta en Menorca que acabo de reformar; finalmente, está mi residencia habitual, que es una casa de campo en plena montaña, Las Cumbres, en la sierra de Guadarrama, perdida entre Rascafría y Lozoya".
El interiorista y diseñador le pega un largo sorbo a su Mahou helada. "Sin embargo, esto es la antigua rectoral del cura y la usamos para hacer muchos encuentros con amigos. Mira que es difícil comprarle algo a la iglesia. ¿Ves esos techos tan altos, como en las catedrales góticas? La altura te eleva a Dios. El atrio le daba misticismo y espiritualidad, y cuando remodelé la casa decidí dejarlo así. Como ves, yo soy muy católico".
El patricio desprende un elegante aroma a Embrus d’Yland de Gerlaine, perfume que se funde con la fragancia de las granadas de terracota de Santa Maria Novella, "la farmacia más antigua de Florencia", y las velas de olor gigantes de Baobab, una marca de lujo belga para la cual él mismo ha diseñado los envases de cristal tallado. Las esencias se deslizan, etéreas, entre las estancias y pasillos del lugar. "La decoración no sólo es la vista, sino los olores".
Castillo ha comprendido mejor que nadie que las casas deben reflejar el irisado tornasol de realidades subjetivas que componen el alma humana, y en esta rectoral ha dado rienda suelta a su creatividad. "Mi madre, que a pesar de ser muy mayor está mejor que yo, físicamente y de la cabeza, no para de decirme que esta casa representa mi personalidad mejor que ninguna. No sé si las casas reflejan el alma, pero desde luego deben tener alma. Una casa sin libros, sin arte, sin objetos íntimos, como una fotografía familiar o un detalle que no necesariamente tiene que ser bonito, pero sí auténtico; sin todo eso, una casa no tiene alma. A lo mejor es porque el alma de algunas personas está un poco vacía".
PREGUNTA.– Muchos le conocen como el decorador de la jet set. ¿Es un halago o una condena?
RESPUESTA.– Eso mismo me preguntó el otro día mi amigo Juan Ramón Lucas en su podcast. Yo odio la palabra jet. Es un invento de la prensa de los años ochenta para hacer referencia a un alarde de riqueza con el cual yo no tengo nada que ver, porque mi estilo está enfocado en lo intelectual. Me gusta decir que soy un decorador para la clase media, aunque haya excepciones. Nunca me he considerado un elitista. A mí me enternece que una pareja joven me llame para que les haga la casa. Cuando acepto un encargo, es una cosa de feeling, y casi siempre digo que sí, porque no soy pesetero y me encanta trabajar.
P.– ¿Es posible hacer una buena decoración de interiores con poco dinero?
R.– Por supuesto. En Madrid tenemos una maravilla única en Europa, que es el Rastro. Yendo allí una mañana puedes decorar un apartamento gastándote lo mínimo. Es una fuente inagotable de objetos y de ideas. Que sea elegante es más una cuestión de gusto que de riqueza, porque el dinero no mide el buen gusto. Eso es algo que se educa y se trabaja; implica demostrar inquietud e interés por las cosas que nos rodean. Debemos educar el ojo hacia la belleza y despegarnos de esa costumbre de creernos que un apartamento se monta en cinco minutos.
P.– Abre usted rápido la puerta hacia un debate complejo. ¿Qué es la belleza?
R.– ¡Nos metemos en un tema filosófico amplio! Para hablar de belleza debemos remitirnos a Grecia y a Roma, que son los primeros en nombrarlas, los que marcaron los cánones de belleza a través de las matemáticas. Desde Roma hasta ahora, en veinte siglos, lo esencial no ha cambiado, y su base ha ido apareciendo siglo tras siglo, durante el Renacimiento, el Barroco, el Neoclásico, desde Mies Van der Rohe hasta Le Corbusier. Romanos y griegos establecieron los grandes cánones de belleza, que se aplicaban eminentemente a la escultura y a la arquitectura. Después, para llegar a la pintura, hace falta esperar a Miguel Ángel, quien, a su vez, mira hacia Roma. Yo digo que soy un clásico renovado, refrescado y puesto al día, pero mi raíz es clásica. Lo único que trato de hacer es traer de vuelta el pasado adaptándolo a nuestro momento actual.
P.– Si tuviese que quedarse con unos básicos frente a otros, ¿qué diría que es lo esencial en un hogar?
R.– El confort. La comodidad es lo esencial. Tiene que estar al mismo nivel que la belleza. Todo debe ser práctico. Yo decoro muchos hoteles, y siempre digo lo mismo: lo más importante son la cama y la ducha. La primera, el colchón, las almohadas, deben ser confortables; la ducha debe ser grande, espaciosa, que puedas abrir los grifos sin helarte ni quemarte. ¡Y no ducharte en una bañera, por favor! Ahora estoy haciendo el hotel Alfonso XIII de Sevilla, que es un histórico que, creo, va a ser el mejor hotel de España. Todo esto que te cuento lo aplicamos ahí. Por lo demás, lo fundamental en mi trabajo es ser respetuoso con el cliente. Es como hacer un traje a medida. Si yo diseño una casa para ti, el primer proceso debe ser entrevistarte y conocerte, descubrir si te gustan las flores, las rayas o los colores lisos; si comes en la cocina o en el comedor; si no tienes hijos o ya sumas tres.
La negación de la vulgaridad
Recorrer las estancias de la casa de verano de Castillo es como adentrarse en un museo: la puerta de arco cruzado que une el comedor con las escaleras que conducen a la primera planta está presidida por unas piedras de las canteras de Villamayor similares a las que erigen la basílica de Covadonga; mirando hacia el jardín, dirección sur, hay una galería de cinco metros de ancho, típica de norte pero mucho más ancha, a través de la cual uno contempla el jardín durante los días de lluvia; el centro de la estancia lo rige un maravilloso mueble Luis XVI comprado en una subasta de Londres. No faltan un almizcle de muebles de bambú victorianos, cuadros con retratos indios del siglo XVIII y una selección de botellas de tequila, su bebida preferida.
Las paredes de los baños están decoradas con papeles vinílicos diseñados por Lorenzo y Alfonso, e incluyen motivos asiáticos como el bambú y algunas viñas. El manillar de acceso a la ducha es una joya de oro con un cuerno de corzo fabricado por un metalista local, y como el edificio es una antigua rectoría, la mampara, de bordes igualmente dorados, trata de evocar la vidriera de una iglesia. Ya en la sala de estar de arriba hay un gigantesco ventanal acristalado con vistas al valle; a un lado de la estancia reposan unas figuras chinas con esmaltes cloisonné con turquesas y corales. Las tulipas de las lámparas están fabricadas con telas indias y en las paredes se despliega, a juego con las cortinas, otro vinilo con motivos del Árbol de la Vida.
Aunque quizás una de las habitaciones más originales e imponentes de la casa sea su dormitorio, cuya estética otoñal hace referencia al arquitecto y diseñador de interiores italiano Lorenzo Mongiardino, decorador de los Angelli –los dueños de Fiat–, de Marie-Hélène Rothschild y de Gianni Versace.
"Mongiardino es el único que hacía locuras con las mezclas. Ahí hay telas antiguas indias, motivos que evocan a biombos japoneses de la dinastía Edo, allá un poco turco, una pizca árabe y otra norteafricana". Los cuartos de baño, de mármol y azulejo, están empotrados dentro de los armarios, y frente a un mueble de barco, "joya de la casa" del año 1.700 hecho de madera exótica china, hay una mesilla sobre la que reposa un ejemplar del libro La elegancia masculina, lectura nocturna.
P.– Hace poco confesó que le gustaba hacer mezclas, también exóticas, en sus cenas de invitados. ¿Cómo los selecciona?
R.– Me lo preguntaron hace poco cuando hablábamos del clasismo. A mí me gusta hacer combinaciones peculiares en mis casas. No selecciono a quién invito ni por su influencia ni por su dinero, porque es lo que menos me importa del mundo, sino por el interés que tiene en su conversación como persona. A pesar de lo que la gente pueda pensar de mí, soy enemigo de lo endogámico y no elijo a mis amigos por su cuenta corriente. Por eso me gusta juntar en una noche a invitados muy heterogéneos. Por ejemplo, a la princesa de Liechtenstein con mis amigos del pueblo; o a Feijóo, que un día le presté mi casa para hacer una sesión de fotos, con Patxi López, que son muy diferentes, porque el primero es muy simpático y al segundo es difícil sacarle una sonrisa.
P.– Imagino que usted es de los que piensa que el dinero no necesariamente exime de la vulgaridad.
R.– En absoluto. Mi idea es que la cultura y el intelecto tienen mayor influencia sobre la creación de belleza que el poder económico. Y, por tanto, ser poderoso en términos económicos no garantiza un resultado bello. Lo que importa es ser una persona formada en las arte y las letras. Ya decía don Santiago Ramón y Cajal que lo más importante era la cultura, por encima de todo. Esa es la base de mi teoría, no el dinero: la educación y la cultura como elementos esenciales para poder crear algo bello.
P.– ¿Considera la 'recarga' un sinónimo de vulgaridad? ¿Es mejor una habitación abarrotada de símbolos, figuras y colores que una minimalista de estilo japonés?
R.– Me encanta la pregunta, porque justo nombras a los japoneses, que son un pueblo muy refinado, y yo creo que el español también lo es. No estamos tan lejos de ellos como pensamos. La escuela de pintura española de los siglos XVI y XVII apostaba por la austeridad, pero era una falsa austeridad, porque cuando los reyes vestían de negro no era por ser más austeros, sino porque era el pigmento más caro. En el arte japonés pasaba algo similar. Apostaron por una falsa sencillez, porque todo, en el fondo, es sofisticado: lacas maravillosas, decoraciones en oro, abstracciones. Todos los movimientos tienen su periodo de degeneración, y por ejemplo el caso del barroco y el manierismo son la degeneración del Renacimiento. Pero el Renacimiento es El Escorial, algo impecable, puramente ascético y austero.
P.– Pero el minimalismo ya no es vanguardia porque ha dejado de estar 'de moda'. ¿Qué implica ser moderno en 2024?
R.– La modernidad es todo lo nuevo, pero la tendencia que tenemos hoy, curiosamente, y vas a alucinar, es volver al pasado. Lo moderno es mirar hacia atrás. A España está tardando más en llegar, porque es verdad que a nosotros todo nos cuesta, pero los anglosajones, los ingleses y los americanos hace tiempo han vuelto a lo que se llamaba 'la alta decoración', que tuvo su eclosión a mediados del siglo XX. Era el momento de los duques de Windsor, de los barones de Rothschild, de Christian Dior: una sociedad con gusto que ya no va a volver. Ahora todo es más vulgar: la televisión, los medios, el espectáculo.
P.– ¿Se considera usted un intelectual? ¿Lo ha sido su familia?
R.– Ojalá lo fuera. Mi padre era cirujano. Fue el hombre que empezó la cirugía maxilofacial en España. Era una persona culta, cultísima. Le encantaban la música y la ópera. Mi abuelo también era médico y un gran coleccionista de arte. Yo me llamo Lorenzo Castillo por él. Todos hemos mamado de esa cosa del arte; es un legado intergeneracional. Sin embargo, siempre hemos sido bastante liberales. Es verdad que somos clase burguesa, pero mi familia siempre ha tenido ese aire intelectual y hasta hippie respecto a la burguesía rancia, de herencia franquista, de la época.
P.– Sin embargo, estudió historia del arte. ¿Qué le impulsa a dedicar su vida a ello?
R.– Somos seis hermanos y yo era el tercero, por lo que a mí ya me dejaban estudiar lo que quisiera. Elegí historia del arte, pero podría haber sido cura (risas). A mis padres les daba igual porque mi hermano mayor era cirujano y el segundo empresario. Historia del arte era en la época una carrera de niñas, pero como ya se me veía venir... Lo llevaba en la sangre. Piensa que desde los cuatro años ya estaba leyendo libros de arte. Era una obsesión. Entonces me metieron en la Complutense. Creían que la pública me iba a venir mucho mejor.
P.– ¿Qué recuerda de aquella época?
R.– Yo seguía siendo un niño... diferente. Me acuerdo que vestía con abrigos de cachemir cruzados, con jerseys de cuello vuelto, gafas de concha, el pelo repeinado hacia atrás. Soy hijo del 68, así que no encajé bien en la universidad. Pero me dio igual, porque tuve la suerte de tener unos profesores magníficos. Todos ellos directores del Museo del Prado. Pérez Sánchez. Fernando Checa. Los veranos, en vez de volver a Asturias, me iba a Estados Unidos, a Inglaterra, me sumergía en sus museos. Nada más acabar la carrera me puse a trabajar. Y hasta hoy, que tengo una empresa de decoración y antigüedades junto a mis hermanos, Santiago y Clara.
Ese gusto por el lujo, por la elegancia, por el saber transformar los sueños en texturas, colores y aromas, todos con un sentido, imbricados, sublimados por la geometría y la experiencia de los años, han llevado a Lorenzo Castillo a formar parte de la lista de los 100 mejores decoradores del planeta según la revista Architectural Digest, la Biblia internacional del diseño de interiores.
Algunos de sus trabajos, como la decoración del hotel Son Net o del Santo Mauro, figuran entre algunos de los mejores diseños de España. Su prestigio es tal que hasta Bernard Arnault, el hombre más rico del mundo según Forbes, contrató sus servicios para decorar su château Cheval Blanc, el palacio que hace las veces de bodega y maison napoleónica en Saint-Émilion.
"Yo soy decorador y anticuario, pero también diseñador y arquitecto de interiores. Cada vez diversifico más. Anualmente saco colecciones de telas y ahora estamos empezando con las alfombras y con otra colección de mobiliario hecho a mano, además de las joyas de Grassy. En ese afán de diseño, de creación, de belleza, siempre he tratado de ir más allá. Debemos ser unos locos, estar todo el día con la mirada abierta, ser curiosos, porque la curiosidad, me temo, es la única forma de educar el ojo".