Cuando la mañana del 7 de diciembre de 1941 el primer proyectil japonés impactó contra el acorazado USS Oklahoma, Edwin Hopkins, un marinero de 19 años recién alistado, sintió que el mundo entero, y no sólo el barco, se tambaleaban. Apenas llevaba unos meses sirviendo en la Armada, a la que se había unido siguiendo los pasos de su hermano mayor, Frank Jr., con quien debía reunirse allí, en Pearl Harbor, en cuestión de días. A medida que el buque zozobraba tras recibir hasta cinco torpedos, el joven Edwin iba asumiendo que no volvería a pisar tierra firme. Seguramente le vino a la cabeza la última postal que había mandado a su familia a Swanzey, el pueblo de la región de Nueva Inglaterra donde nació, y al que nunca pudo regresar, ni siquiera después de muerto. Se fue al fondo del mar sin saber que sus restos, y los de sus 400 compañeros, tardarían 75 años en volver a casa.

Edwin y Frank habían cambiado el frío de su New Hampshire natal por una cálida expedición militar por el Pacífico. Tenían pensado encontrarse en la base de la isla de Oahu, en Hawaii, y desde allí zarpar juntos a la aventura. Pero todo esos sueños saltaron por los aires a eso de las 7.48 horas, cuando las fuerzas aéreas imperiales arrasaron por sorpresa la flota norteamericana. Miles de hombres murieron aquel día de la infamia. EEUU los ensalzó como a héroes, pero no los enterró como a tales. Casi ningún cuerpo fue sepultado correctamente. Los restos de los soldados fueron mezclados a suertes en cientos de tumbas, a las que colocaron placas rotuladas con la palabra “desconocido”.

El bombardeo nipón cogió desperezándose en las literas a los 429 tripulantes del USS Oklahoma.

El próximo miércoles se conmemora el 75 aniversario de aquel ataque a traición contra la base naval de Hawaii, que costó la vida a 2.403 estadounidenses. Su principal consecuencia fue la entrada del país -entonces presidido por un  Franklin D. Roosevelt que se resistía a implicarse en la contienda europea- en la Segunda Guerra Mundial, cambiando el rumbo de la historia.

Pero detrás de aquella crucial decisión habían quedado olvidados muchos nombres propios entre las cimbreantes palmeras de Oahu. Sólo en el vuelco del USS Oklahoma, uno de los ocho acorazados amarrados a puerto aquel día, perecieron 429 soldados, a los que el bombardeo nipón cogió desperezándose en las literas, a punto de comenzar la guardia. Sus cuerpos se hundieron con la nave y permanecieron en el fondo del mar dos años, hasta que en noviembre de 1943 lo reflotaron para rescatar los cadáveres, aunque para entonces sólo quedaban los huesos. La rudimentaria tecnología de la época imposibilitó un correcto reconocimiento, por lo que la mayoría fueron enterrados a ciegas en un cementerio nacional construido en un cráter de la isla, que se conoce como Punchbowl.

Ahora, cuando se cumplen 75 años del desastre, el Departamento de Defensa ha emprendido el mayor proyecto forense nunca acometido en el campo militar norteamericano para devolver nombres y apellidos a cada osamenta. Entre ellas, la de Edwin Hopkins, que finalmente ha podido ser enterrado en Keene, localidad vecina de su natal Swanzey, hace unas semanas, con todos los honores militares.

"Casi ninguno de los que estábamos allí podíamos visualizar a Edwin, porque no lo conocimos nunca. Además, su muerte siempre fue un tema tabú en la familia. Pero el día del funeral fue muy emocionante. Oh, cielos, vinieron unas 500 personas del pueblo, hubo salvas militares y rendimos tributo al sacrificio que hizo. Él merecía algo mejor que una tumba anónima”, comenta su sobrina Faye Boore, enfermera retirada de 70 años, que atiende a EL ESPAÑOL desde Oahu (Hawaii), hasta donde se ha desplazado para participar en los actos de homenaje previstos.

El soldado muerto en el ataque a Pearl Harbor junto a sus padres.

La historia de Edwin Hopkins había permanecido enterrada en el olvido debido al trauma que supuso su muerte para su familia. “Mi padre, Frank, nunca quiso mencionar lo ocurrido en Pearl Harbor. Sabíamos que su hermano había fallecido allí, pero sin más detalles. Sin embargo, en su último año de vida, se vino a vivir conmigo porque tenía demencia senil. Aquel invierno le pregunté si le apetecía ir a Florida para huir del frío, y me contestó que no le gustaba el calor, y que de niño disfrutaba mucho los inviernos patinando sobre un río congelado con su hermano, que siempre estaba retándole a hacer cosas. Era increíble -apunta Faye-, estaba rememorando su pasado, y era curioso, porque no era capaz de recordar qué había desayunado ese día, pero tenía fresca toda su juventud. Ahí empezó a soltarse y a hablarnos de Edwin”.

Frank y Edwin vivían en una granja con sus padres en Swanzey. En 1940, el hermano mayor se alistó en la Armada y el pequeño hizo lo mismo al año siguiente, en cuanto cumplió 18. Abandonó el instituto y se fue a recibir el entrenamiento militar a los Grandes Lagos, en Illinois, cerca de Chicago. Luego se formó como bombero de la NAVY en Michigan y de allí lo destinaron al USS Oklahomma, que se encontraba atracado en San Francisco.

“Los dos querían navegar juntos. Habían planeado encontrarse en Pearl Harbor para servir luego en el mismo barco. En aquella época entrar en el Ejército era una manera de aprender un oficio y, además, en aquellos años posteriores a la Gran Depresión, no había mucho trabajo. También imagino que siendo tan jóvenes, era una manera de ver mundo”, afirma la sobrina. “El primero en llegar a Hawaii fue Edwin. Mi padre Frank iba en otro acorazado, el USS Hornet, rumbo a Oahu justo cuando se produjo el ataque”.

UN BARCO QUE AYUDÓ A LA II REPÚBLICA DE ESPAÑA

Curiosamente, Edwin Hopkins zarpó del puerto de San Francisco el 11 de septiembre de 1941, cuando todavía aquella fecha no suponía ningún mal presagio. De hecho, viajar en el USS Oklahoma era todo un honor. Fue el primer acorazado norteamericano de la Primera Guerra Mundial y, tras ser remozado en 1927, ayudó a evacuar a refugiados y estadounidenses de España durante la Guerra Civil, recogiéndolos en Bilbao para llevarlos a Gibraltar y Francia. Toda una gloriosa historia que desapareció en las aguas del Pacífico el 7 de diciembre de 1941, en apenas 12 minutos, el tiempo que transcurrió desde que recibió la primera bomba japonesa hasta que el último de los cinco proyectiles lo hizo irse a pique.

Una lápida sin identificar de una de las cientos de personas que fallecieron en el ataque al buque USS Oklahoma.

Los marineros que intentaron huir fueron ametrallados por la aviación japonesa, y los que estaban en el interior se fueron al fondo con el barco, que volcó por completo hasta dar con sus mástiles en el lecho marino, a 14 metros de profundidad. A diferencia de lo ocurrido con las otras naves afectadas, que pudieron reutilizarse, ésta se vendió como chatarra, aunque acabó naufragando mientras era remolcada al continente en 1947.

“Con el Oklahoma se hundieron 429 cuerpos. Después del ataque, en las dos semanas posteriores, se pudieron identificar 29. El verano siguiente se llevó a cabo la operación de rescate del acorazado, pero sólo quedaban huesos. De 1942 a mayo de 1944 se identificaron cotejando los registros dentales seis víctimas más. El resto era imposible”, explica a EL ESPAÑOL la doctora Debra Prince Zinni, forense y responsable del laboratorio militar que efectúa los reconocimientos.

La operación posterior que la Armada llevó a cabo terminó condenando al anonimato a los marineros de éste y otros buques. Según expone la forense, “tras dos años bajo el agua sólo quedaban esqueletos, y ni siquiera enteros. En aquella época no existían las pruebas de ADN, y el reconocimiento visual era imposible. Tenían los análisis dentales, pero o no había información previa de los hombres o a veces se podía identificar un cráneo, pero no los demás huesos. De modo que el Ejército dividió y agrupó los restos óseos por categorías similares, es decir, las cabezas con las cabezas, las piernas con las piernas, brazos con brazos... Y así hasta que luego el Departamento de Defensa dijo que no, que mejor se organizaran por cuerpos. Y eso hicieron, aunque a ciegas, juntando los huesos que más se parecían". Al final los metieron en féretros y los enterraron como ‘desconocidos’.

Así permaneció durante décadas la tripulación del acorazado Oklahoma, y de otros buques, sin que trascendiera a la opinión pública el puzzle en que habían convertido los restos de estos héroes. Pero en 2003 un superviviente de Pearl Harbor llamado Ray Emory empezó a investigar los registros documentales de la NAVY y de los Archivos Nacionales, llegando a la conclusión de que aún era posible la identificación de alguna de las víctimas de la tragedia, sin sospechar lo que estaba a punto de descubrir.

CIEN MUERTOS EN UN ATAÚD

“Ray Emory vino a este laboratorio con su investigación en la mano, diciendo que había cinco individuos diferentes enterrados en un mismo cofre, y que creía que podía identificarse quiénes eran”, relata la doctora Zinni. “Analizamos su trabajo y tenía sentido, así que se exhumó aquel ataúd. Pero nos llevamos una sorpresa. No había huesos de cinco, sino de al menos cien personas distintas dentro”.

Con este hallazgo empezó un largo y burocrático proceso en el que colaboraron varias agencias militares de Defensa. “Se hizo un plan y se concluyó que necesitábamos ADN de las familias de los fallecidos. Una vez que recibimos suficientes muestras y registros médicos, nos dieron la aprobación para desenterrar las tumbas. Empezamos en junio 2015, una a una. En seis meses todos estaban fuera y empezamos a hacer identificaciones. La primera concluyó en septiembre y, desde entonces, tenemos varias cada semana”.

En 2015, cuando arrancó este proyecto, tenían 388 cuerpos desconocidos. Desde entonces han identificado gracias al ADN a 59, aunque sólo 32 familias han sido por ahora notificadas. Aún quedan 335 hombres sin atribuir. Entre los descendientes de aquellos soldados que han ayudado a presionar para sacar adelante esta iniciativa, está la familia de Edwin. Su féretro fue desenterrado en otoño 2015 y, tras los trabajos científicos, entregaron sus restos ya cotejados a sus sobrinos en mayo de 2016. Tras el papeleo pertinente, pudieron enterrarlo el pasado octubre cerca de su ciudad. La Armada trasladó el cadáver con todos los honores de un caído en combate.

CON TODOS LOS HONORES

EEUU exhuma los restos enterrados como anónimos para poder identificarlos.

En esto EEUU también marca diferencias. El Ejército no ha escatimado a la hora de rendir tributo a sus héroes, incluso aunque fallecieran hace 75 años. “Una representación de la Armada se desplaza a visitar a cada una de las familias. Les explica el proceso y luego les da varias opciones. Pueden recibir los restos de su antepasado cuando se le identifica, o esperar a que acabemos con todos los huesos, algo que llevará unos años, porque pueden aparecer piezas de una misma persona más adelante. Después pueden llevárselo para enterrarlo en su tierra o dejarlo aquí, en un cementerio nacional del Pacífico, o trasladarlo al de Arlington”, detalla la doctora Zinni. Los ataúdes, además, son acompañados por comitivas militares, que los despiden de uniforme, con salvas y con la protocolaria entrega de bandera tras el funeral.

Edwin T. Hopkins, de 71 años, es también sobrino de nuestro protagonista y hermano de Fayee. “Para nosotros fue un gran alivio, como cerrar un capítulo que nunca se había tocado en la familia. Hemos pasado página. Además, ahora tenemos un sitio donde honrar a nuestro tío y no una lápida inscrita con la palabra unknown”, comenta a EL ESPAÑOL desde su casa de New Jersey. “Mi tío nunca había salido de la región de Nueva Inglaterra hasta que lo mandaron a Pearl Harbor, su primer destino. Estaba allí esperando a mi padre, al que quería con locura, que iba a su encuentro en otro barco. Él habría querido volver a casa con su hermano, pero no pudo ser”.

El destino quiso que el USS Hornet, en el que viajaba el hermano de Edwin, Frank, no llegara a Hawaii antes del ataque japonés. Pero esto no evitó que aquel mismo acorazado fuera destruido durante la guerra en el Pacífico. Frank sobrevivió y comenzó a servir en el USS Princeton, del que también escapó antes de que los nipones lo acabaron hundiendo. Este veterano vivió hasta los 80 años, no lo suficiente como para contemplar el regreso de su hermano a casa.

Cuando el equipo de Zinni termine con el Oklahoma, empezarán a identificar los cuerpos del USS West Virginia, aunque en este caso sólo son 30. También han tramitado los permisos para el USS Utah y el USS California, aunque esos restos también son escasos.

“EN ESPAÑA DEBERÍAN HACER LO MISMO”

El caso del USS Arizona es distinto. “Es una situación especial”, precisa la doctora. “Es el único que sigue hundido en Pearl Harbor. Todos los hombres que murieron allí (1.117) están aún dentro y no se van a sacar. Hay un memorial para recordarlos”, añade, antes de subrayar que cuando Defensa dio luz verde al proyecto forense, les dejó muy claro que “no había permiso para el Arizona”. De momento, ningún familiar lo ha solicitado tampoco. “Más bien es al contrario. Los supervivientes de aquel ataque tienen el derecho reconocido a que sus cenizas reposen en aquel barco si lo desean”.

Para encontrar un proyecto de identificación de cuerpos tan amplio como éste hay que mirar a las misiones de la ONU para casos de genocidios, o a otros países como Corea del Sur o Japón, que empiezan a recuperar también a sus muertos en combate. En Europa la cosa es distinta. “Los soldados americanos que murieron allí fueron enterrados en cementerios, con nombres y apellidos. Hemos tenido que hacer alguna prueba en países europeos, pero poco”, indica la forense.

Cuando se le pregunta a la doctora Zinni y a los miembros de su equipo si conocen los trabajos que en España se realizan en este campo para localizar los cadáveres de la Guerra Civil, se encogen de hombros. Sus conocimientos se limitan a la Europa que participó en la contienda mundial, a pesar de que nuestro país también tiene restos mortales por identificar, pese a los esfuerzos hechos en materia de memoria histórica.

Faye Boore, la sobrina de Edwin, tiene una opinión al respecto. “No sé cuál es el debate que hay en España, pero en mi caso yo quería rescatar lo que quedaba de mi tío. Nadie merece una tumba anónima. No puedo imaginar a las familias sin saber dónde están sus abuelos o padres. Es una sensación muy desagradable”.

Los tres sobrinos de Edwin: Louis Hopkins, Faye Boore y Edwin T. Hopkins.

PERÚ ADVIRTIÓ DEL ATAQUE

Volviendo a lo ocurrido en Hawaii, no son pocos los que creen que EEUU pudo haber evitado aquella desgracia. Según el libro Pearl Harbor. La historia secreta, de Juan del Campo Rodríguez, el embajador del Perú en Tokio de 1939 a 1942, Ricardo Rivera Schreiber, recibió un chivatazo once meses antes del bombardeo por parte de un traductor japonés llamado Yasukisu Suganuma, que era primo de un trabajador del Ministerio de Marina de Japón. Una segunda fuente le confirmó el soplo, por lo que decidió avisar al embajador estadounidense en aquel país, que envió un telegrama a Roosevelt. A la vista de lo acontecido el 7 de diciembre siguiente, parece que de poco sirvieron estas gestiones a Edwin y sus compañeros.

El último mensaje que se conserva del pequeño de los hermanos Hopkins es la postal que mencionábamos al inicio de este reportaje, fechada el 9 de septiembre de 1941, justo antes de coger el tren a San Francisco, donde debía embarcar. Estaba ilustrada con una imagen del imponente USS Oklahoma, con un sello de un centavo y unas líneas garabateadas: “Queridos amigos. Aquí está la foto del barco en el que voy a estar... Todos estamos listos para marcharnos esta noche a las nueve. Os quiere, Eddie”.

Noticias relacionadas