“La primera vez que conocí al Lagarto aluciné. Nos había invitado aquí, a comer a su casa a mí y a otros. Nos trajo un pulpo que él mismo había pescado. En un momento dado, dijo: ‘Bajo un momento a las rocas a buscar agua para cocerlo’. Y pensé: ¿cómo que a buscar agua? Salí fuera, fui corriendo detrás de él y vi lo que estaba haciendo. Aluciné con el tipo: no es que hubiera bajado al supermercado, es que estaba bajando literalmente por las rocas de debajo de su casa hacia el mar. Iba saltando como si fuera una cabra, con toda tranquilidad y con una habilidad que me asusté y dije: este se mata, carallo. Al poco, volvió con dos calderos de agua subiendo por mismas piedras por las que había bajado. Quedé acojonado. De eso hace cinco años”. Amador cuenta la anécdota siempre que puede. Es buen amigo del protagonista de esta historia desde hace años, cuando todavía no trapicheaba de restaurante en restaurante con el mejor marisco de la zona.
La muerte y el mar son dos cosas con las que se convive con frecuencia en el fin del mundo. En Fisterra (A Coruña), no es raro tener a alguien cercano a quien las olas se lo hayan tragado. Quien más, quien menos, se las ha visto con el devenir de la marea. Aquí, del mar se vive y se muere. A veces, con suerte, las mareas devuelven el cuerpo a la playa. Hay pocos que no se las hayan visto en esa situación complicada. Uno de ellos se llama Juan Manuel Santamaría, alias El Lagarto. Curtido, rudo, de manos y cara agrietadas por el viento y la sal, pero siempre vivo.
El mar se llevó en dos ocasiones diferentes a dos de sus hermanos. El barco de uno se hundió a pocas millas de alcanzar el puerto de Finisterre. “Decían que sus gritos se escuchaban en el faro”. También él se las vio en momentos límite. Tuvo algo más de suerte. Reconvertido tras años en la pesca de altura, donde acabó embrutecido, desde hace 20 es el rey del percebe en Galicia, el mayor furtivo de toda la Costa da Morte, la región más peligrosa de todas.
“Sí, sí, el Lagarto. Si vas por aquí y preguntas por Juan Manuel no te saben decir. Si preguntas por Santamaría, no te saben decir. Pero si preguntas por El Lagarto… ¡sabe quién soy hasta María Santísima!”, cuenta a EL ESPAÑOL delante del muelle de su Fisterra natal. Efectivamente, mientras paseamos junto a sus amigos Amador y Andrés, los marineros que se acercan le saludan afectuosamente, también las señoras de la villa marinera. Después, en el bar, el dueño se aproxima un instante para darle una calurosa bienvenida. A él. Solo a él.
El Lagarto habla rápido, cambiando la G por la J, la Z por la S, con el cerrado pero bello acento gallego que es propio de esta región. El Lagarto no es que tenga siete vidas, es que es indestructible. A sus 61 años, sigue bajando a las rocas con la misma agilidad de un chiquillo en busca del fruto más preciado de los gallegos, acaso el más cotizado y de los más arriesgados de recolectar: el percebe. Y nosotros nos unimos a él en una mañana peligrosa e ilegal. Si le cogen, el destino más claro es una noche en el calabozo y una cuantiosa multa.
La llamada del mar
El mar le llamó a los 14 años. Se fue a Sudáfrica cuando aún era un gallego rubio que no sabía leer ni escribir. Nunca aprendió. El mar le enseñó todos sus secretos y eso es todo lo que sabe. Quizá por eso lo entiende mejor que nadie. Unió su destino a él, y lo surcó en distintas campañas durante más de treinta años. Luego volvió a casa. Atrás quedaba un hijo, alguna que otra mujer en Norteamérica y el recuerdo de una vida dura. Sin saber leer ni escribir, no tuvo opción de hacer el examen para lograr el título de percebeiro. Pero tenía que comer. Y el mar estaba ahí, para ofrecerle todo lo que quisiera.
El apodo le viene de esos años, cuando viajaba por África. “Con el calor que hacía allí, era imposible dormir en los camarotes. ¿Quién dormía ahí, con seis tíos? Cuando llegaba la hora de dormir, subía arriba, cogía la manguera, mojaba la cubierta y yo me tumbaba boca arriba y me acostaba allí. Y me decían: ‘¡Este es un lagarto, a este le queda la piel aquí pegada’. Desde entonces todos me llaman así. Pocos lo hacen por mi nombre”.
En Fisterra se convirtió en el percebeiro furtivo más sagaz de todos. Capaz de volver, tan tranquilo, con 30 kilos a la espalda para luego o bien repartirlo con los amigos o bien suministrar a los restaurantes más importantes de la zona. Un producto que, en las mejores épocas del año, llega a venderse a 200 euros el kilo en las lonjas gallegas. Un auténtico tesoro. Y él lo coge a su antojo.
Lagarto ahora tiene el pelo blanco y muchos más años que cuando trabajaba en los grandes buques por el mar. Nos promete una exhibición. “Yo voy a donde queráis. Porque los furtivos no somos nosotros. Los furtivos son los que no nos dejan ir al mar. Esos son los verdaderos furtivos”.
Su relación con el mar
Lo primero que el Lagarto hace al entrar en el bar Pedra Rey a las doce de la mañana es pedirse una copa de whisky. Le sirven generosamente, con un solo hielo, y se lo bebe como agua. Le sirven otra. De vez en cuando saldrá fuera a fumarse uno de sus cigarrillos Amigos, uno de los tabacos más baratos del mercado y también de los más duros.
-Cuando estaba por América, tenía que pedir ayuda con el idioma. Solo sabía lo necesario. Hasta no sabía cómo pedir el hielo del whisky. Si yo soy analfabeto – explica, resignado.
-No hables tanto… Analfabetos son los que no tienen conocimientos. Y conocimientos tienes muchos, neno. La vida te enseñó mucho – interviene Andrés.
El Lagarto lleva una raída chaqueta de pana a cuadros, un pantalón blanco medio caído y una gorra azul vieja. Tiene la piel morena, llena de arrugas, esculpida por los años frente al mar, y el cuerpo lleno de tatuajes: en la mano izquierda, la palabra “love”, una letra en cada dedo; en el antebrazo derecho, un corazón atravesado por una flecha y la frase “Te quiero, Mercedes” (una de sus viejas novias); en el pecho, a su madre; en el hombro izquierdo una mariposa. Fueron apareciendo en su cuerpo con el paso del tiempo, uno en cada viaje, todos ellos grabados a fuego en el mar.
El furtivo ha de ser más sagaz que aquellos que tienen el permiso de marisqueo. Con la policía de costa vigilante, la Guardia Civil e incluso los mariscadores de las cofradías deben escoger bien las horas y los lugares. Tienen que conocer el mar y la costa como si fueran sus propios hijos. Y Lagarto lo controla mejor que nadie.
El problema del furtivismo
El furtivismo, de lo que El Lagarto y otros muchos viven, es un problema que se afronta en Galicia desde hace varias décadas. “Está muy arraigada la creencia de que lo del mar es de todos. Hasta hace 40 años esto no estaba regulado nada de nada. Iba todo por negro. Cuando yo empecé a trabajar hace 27 años en el mar, las mariscadoras no tenían seguro. Imagina: ir al mar sin seguro”.
Quien habla a EL ESPAÑOL es Juanmi, Patrón Mayor da Cofradía de A Pobra desde el año 1995. Solo en esa pequeña zona de la ría de Arousa hay 60 furtivos trabajando. Sus capturas están estimadas en un valor de un millón de euros anuales solo en almeja recogida ilegalmente de las playas de la zona. “Tenemos muchísimo furtivo. Como sigamos así, se va a crear una mafia. Hay un mercado de salida impresionante. Teóricamente, tenemos que vigilarles nosotros, pero es que no tenemos medios, no podemos pararles. Y el furtivo viene, y como sabe que estamos en un vacío legal, y no tenemos poder para sacarlos de la playa, pues ahí se hacen fuertes. Hoy en día cogen de todo. Lo grande, lo mediano y también las crías. ¿Y quién les compra la cría? Evidentemente, alguien que tenga un vivero en el que luego poder engordarla”.
Sobre todo, los furtivos cuentan con una ventaja por encima del mercado convencional: venden el producto más barato que en la lonja. Por eso nunca han dejado de tener clientes.
Según los datos de la Consellería del Mar de la Xunta de Galicia, en el año 2016 se realizaron 24.279 incautaciones en toda la costa gallega, la mayoría de ellas en la zona de Fisterra a Porto do Son, en la que pasamos una mañana con El Lagarto. Un total de 6.957 incautaciones realizadas por las autoridades del mar. Eso, en producto, se tradujo en 15.308 kilos incautados a los furtivos en esa región durante el año pasado.
El lugar en el que nos encontramos con El Lagarto es la segunda zona en la que más kilos se requisan en toda Galicia. Solo le supera la región de Corrubedo a Arousa Norte, en la que se retienen 24.287 kilos al año. En total, en toda Galicia se interceptaron 73.140 kilos de marisco a furtivos durante el 2016. Pese a las elevadas cifras, no fue para tanto. En el 2015 se decomisaron 153.252 kilos de marisco ilegal en toda la costa.
Desde Guardacostas de Galicia, su jefe Lino Sexto atribuye este descenso a la tipificación del furtivismo como delito. Desde el 1 de julio del año 2015, está recogido como tal en el Código Penal. Se establecieron penas de entre seis meses a dos años de prisión. Pero eso al Lagarto no le importa. “Siempre se pudo coger para comer. ¿Por qué ahora no? El mar siempre fue de todos. Crees que un barco de estos pequeños tenga un cupo de cincuenta kilos al día. ¿Y que solo pueda ir 15 días a pescar?. Lo que pienso te lo voy a decir muy claro: si trabajan 40 hombres a la almeja, al longueirón, a la centolla… Que coman esos cuarenta todo el año, y que haya otros cuarenta que no puedan comer todo el año… Pues la Xunta que les diga: vosotros vais a trabajar seis meses. Y vamos a darle plaza a los otros durante los otros seis meses. Pero no quieren”.
-Antes, hace 20 años, éramos 5.000 mariscadores en la ría de Noia – interviene Andrés.
-Sí, y ahora hay solo 1.500 – reconoce Amador, que conoce bien la ría.
La demostración de El Lagarto
Desde hace 20 años, cuando volvió del mar, El Lagarto suministra de marisco a diversos establecimientos de A Costa da Morte. También a los particulares que recurren a él. Con su carácter afable, pronto establece amistad con cualquiera que le conoce. Les invita a comer a su casa, les agasaja con los mejores tesoros de las piedras. Su amigo Andrés lo sabe mejor que nadie. Le conoce de hace muchas décadas y juntos compartieron aventuras en el mar. “A veces, en comidas de veinte personas, se iba dos horas y volvía con dos cestos enormes llenos hasta arriba de percebes. Y nos invitaba a todos. Con sesenta años que tiene, no sé aún cómo se mantiene así de ágil y de fuerte. Es un animal”.
Lo dice a las puertas de la casa de El Lagarto. Allí el protagonista se prepara para llevarnos a la playa de Mar de Fora, la única de Fisterra que mira de frente a mar abierto, desafiando al océano Atlántico. Lagarto vive a pocos metros del arenal, y lo hace de la forma más humilde posible. Él, con poco es feliz. Su vivienda consiste en un pequeño y destartalado cobertizo en el que, con él, habita una fauna muy variada: tiene dos perros, tres gatos pequeños, gallinas y también canarios. Al Lagarto le gustan mucho los animales.
En el interior de la casa, varias fotos antiguas le retratan de joven. En una de ellas, recuerdo de los largos meses sin poder pisar tierra, aparece rubio y barbudo abrazando un pulpo de ocho kilos que acaba de atrapar. “Ahora estoy un poco desmejorado, cariño. Yo siempre fui plano, plano; ahora tengo un poquito de barriguiña. La edad nos pasa a todos”.
Su amigo Adolfo le acompaña a unos pocos metros. Lagarto faena, encaramado al lateral de una roca. En una de esas, una ola se le echa encima y lo moja por completo. Él se queda quieto, agarrado a la piedra, esperando a que pase. “Con el mar hay que tener, sobre todo, sangre fría”, explica. Y sigue su trabajo. Adolfo, algo adelantado, le señala algunos lugares donde se esconde el percebe, algunos de ellos casi inaccesibles.
-Mira, Lagarto, estes parecen mui bos, pero están difíciles de coller.
-Cariño, difíciles de coller también son as mulleres boas – ironiza-.
Al momento se acerca al lugar indicado y se cuela entre dos rocas para acceder a ese fruto secreto del mar. Consigue extraerlo con habilidad de funambulista, apoyando los pies en las rocas, vigilando la subida de las holas y calculando el tiempo.
Durante dos horas busca una y otra vez. La imagen es impactante: un anciano de 61 años, cascado por la vida, saltando de una piedra a la siguiente con la destreza de una cabra montesa.
Dos horas después, tras la intensa jornada de búsqueda, el Lagarto acaba su día como empezó: sentado frente al mar con un vaso de whisky en la mano, como un rey sentado en una silla de plástico en el salón de su trono. Ya tiene su botín, una buena bolsa de percebes que más tarde degustará con los amigos. Ahora toca descansar.
En las mesas de alrededor hay cada vez más peregrinos del Camino de Santiago, que hacen de esta última parada su hogar, un remanso de paz en el que reposar tras semanas pateándose toda Galicia. Ellos no lo saben pero están en el reino del Lagarto. Tras muchos años de combates con el mar, es feliz de seguir con vida. Por delante, el retiro dorado de quien lo ha vivido todo. “He visto morir a algunos, como dos de mis hermanos, y yo me he salvado. A lo largo de mi vida yo he tenido mucha suerte con el mar”. No puede con él ni la Costa da Morte.