—Mi sueño es volver a Siria.
—¿Volver a Siria? Eso no existe. Todo está destruido.
En Mafraq (Jordania), a escasos 20 kilómetros de la frontera con Siria, escucho este diálogo entre dos niñas. Dua'a, la soñadora, tiene 11 años y ya lleva hiyab.
Pregunto a otras refugiadas, de la edad de sus madres, y todas piensan en el retorno.
—Quiero que mi hijo nazca en un hospital en Siria.
—Sueño con volver a casa. Allí tenía de todo.
—Me gustaría volver a ver a mi madre. Mi hermano y ella están enfermos en el Líbano. Están intentando irse a Canadá. Si se van, será mejor para ellos, pero jamás volveré a verles. Sueño con volver a ver a mi madre.
He visitado Mafraq y otros lugares parecidos de Jordania, como parte de mi contribución a Alianza por la Solidaridad. He visto la pobreza y el dolor en muchos rostros desvalidos como los de esas niñas y sus familias. La mayoría vive como animales, hacinados en condiciones extremas. Mientras nosotros estábamos con ellos, Trump y Putin decidían sobre su suerte en el G-20.
Les dicen, vagamente, que podrán volver a Siria, pero sus vidas jamás volverán al punto de partida. Los refugiados son los daños colaterales, los olvidados, los que se quedan atrás en medio de cualquier conflicto, la gravilla arenosa que permanece junto a los sumideros. Como este de Mafraq. Cuando las aguas vuelven a su cauce, los miserables de nuestra era que, en palabras de Victor Hugo, más que "criaturas" nos parecen "larvas", envueltas en una "indiferencia espectral".
Pero, como dice una de las ideas clave de "Los Miserables", "el sufrimiento, el abandono y la pobreza son campos de batalla que tienen sus propios héroes; héroes oscuros, a veces más grandes que los héroes ilustres". Yo he encontrado a algunos de esos héroes, o más bien, heroínas.
Abdelhaken (52) y Sabah (30) tienen diez hijos de entre 15 y dos años de edad. Él perdió una pierna cuando tenía 12 en un accidente de tráfico. Por eso nunca trabajó. Vivía en la ciudad de Dar'a y se casó con una niña. Sabah debía tener, como mucho, 14 años cuando se la entregaron en matrimonio.
Estuvieron tres meses en el campo de refugiados de Zaatari (Jordania), el segundo más grande del mundo. Dicen que los doctores le ayudaron a salir de allí. La arena, las piedras y las distancias hacían que todo fuera inaccesible para Abdel. Eso, claro está, añadido a la insoportable dureza de vivir en un campo.
El de Zaatari está a diez kilómetros de Mafraq, la ciudad en la que hoy residen. Ocupan la que ya es su cuarta vivienda. Cuando dejan de pagar, tienen que buscar otra. En la casa no hay nada. Nada de nada. Las paredes desconchadas, un ventilador negro y tres colchonetas en forma de u, apoyadas contra la pared. Al lado de la puerta, una pila de agua y dos escobas. Ese es su patrimonio.
Abdel nos pide ayuda, juntando expresivamente los dedos de la mano.
—Nuestros cuatro hijos mayores no van al colegio porque no tenemos uniformes ni libros para que estudien.
Es una verdad a medias. Efectivamente, carecen de lo necesario para estar escolarizados. Pero los niños son quienes trabajan, quienes mendigan.
—Buscamos pan en los cubos de basura para venderlo como comida para el ganado— explica el padre, alegando que la amputación le impide trabajar.
De ahí tienen que sacar los 200 dinares mensuales —unos 250 euros— que les cuesta el alquiler. Además, tienen que comer. Hasta hace dos meses recibían ayuda de ACNUR para poder subsistir, pero se les ha agotado la prestación. Ante la escasez de recursos, las más antiguas caducan para dar opción a los recién llegados.
Pero el flujo de refugiados es tal, que ni el presupuesto de la agencia de Naciones Unidas ni los de las organizaciones humanitarias son capaces de dar abasto. La comunidad internacional parece no querer enterarse. En un país como Jordania, de apenas siete millones de habitantes, hay registrados más de 650.000 refugiados, pero la realidad multiplica esa cifra por dos. Sólo un 20% malvive en campos como el de Zaatari. El resto queda a la deriva en los peores barrios de las ciudades. La situación llega al extremo de lo insostenible en un lugar como Mafraq: de sus casi 300.000 habitantes, dos tercios son refugiados.
En otra infravivienda similar a la de Abdel, Sabah y sus diez hijos, a unos 500 metros de distancia, hay un hombre tumbado en el suelo. Muhammad (30) no se mueve. Podría estar muerto. Kawtar (25), su esposa, tiene evidentes signos de desnutrición. Tiene también una sonrisa serena que transmite una especial dulzura.
Si el caos no nublara nuestros ojos y confundiera nuestros olfatos —huele a enfermo—, pensaríamos que ella es feliz. Un saco de plástico que hace las veces de persiana rasguea sin parar y varias pelotas de plástico viejo con costras interrumpen nuestro paso junto a la basura.
Kawtar se disculpa porque Muhammad permanece acostado en la única estancia de la casa. Nos cuenta que era carpintero en Homs. Fue apresado y torturado en Siria y desde entonces está así. Dice que es falta de oxígeno en el cerebro.
Aya (6), la hija mayor, presenta síntomas de retraso y lo que parece una parálisis facial. La mujer se adelanta y nos explica que es la enfermedad heredada de su padre, la misma falta de riego cerebral. Les han ofrecido un tratamiento de logopedia en Amman, pero no tienen recursos para desplazarse ni quien atienda al resto de la familia.
Parece imposible que la enfermedad de Aya sea congénita, cuando la del padre fue adquirida casi al tiempo de su nacimiento. Pero Kawtar necesita argumentos para sobrellevar las penalidades de su vida.
Su segunda niña, Roya (3), seduce a quien entra. Sus mofletes hinchados y sus rotundos ojos negros llaman enseguida la atención. Coquetea con la cámara y con el fotógrafo. Sonríe sin parar con la cara llena de mocos pegados.
La ternura de la improvisada estrella hace que sintamos la fortuna de haber nacido en el lado opulento del mundo. Pero, como también escribió Victor Hugo, "la inocencia es una perla y las perlas no se disuelven en el fango".
Miro a Muhammad inerte. Miro a Roya, a Hani (1) —lleva un pañal con una leyenda en árabe, está dormido en la misma postura que su padre— y a la mujer embarazada. Viéndole ahí tirado y mudo, resulta increíble que este hombre pueda tener energía para fecundarla cada cierto tiempo. Y para cargarla cada vez con más responsabilidades.
Las representantes de Alianza por la Solidaridad en Amman, Matilde Herreros y Carolina Martín, inciden en la necesidad de derivar el caso de Muhammad a alguna organización que cuente con servicio de salud mental. Quizás no tenga un buen diagnóstico y su estado sea secuela de la guerra. Pero los especialistas tienen que verle.
Kawtar recibe información sobre lo que puede ofrecerle el centro de Alianza por la Solidaridad. Allí se realiza un gran trabajo: enseñanza formal para los niños, talleres para las madres, seguimiento psicosocial, asesoría legal, gestión de recursos… Irá en cuanto pueda. Necesita toda esa ayuda y más.
Al salir de la mísera casa, compruebo otra conexión —además del éxodo, la extrema pobreza y el paso por el campo de Zaatari— entre esta familia y la de Abdelhaken y Sabah: el pan recogido de la basura está preparado para ser vendido a los ganaderos.
En Aljoun, a 60 kilómetros de Mafraq, visitamos la vivienda de Alia y sus cuatro hijos. Dos de ellos son pelirrojos como uno de sus abuelos: dos bombones con pelo pajizo que no dejan de moverse. Sus dos hermanos mayores permanecen al margen con ojos sombríos. Pronto sabré por qué.
Cuando llegamos también están su amiga Zeinab y sus hijos. Las refugiadas sirias se visitan unas a otras para hacerse compañía mientras ingieren un líquido viscoso que a duras penas resiste el nombre de "café".
Nada más entrar, el suelo parece alfombrado por hojas de mulugía —una planta similar a las espinacas—, que venden para vivir. Alia quiere explicarnos algo y envía a los dos hijos mayores a buscar pipas. Nos cuenta, con apariencia hierática, el último episodio dramático de su vida. Su hijo mayor (8), uno de los dos que acaba de salir de la casa, fue violado por un vecino egipcio.
Ahora entiendo el rostro taciturno del niño, su expresión ausente, su negativa a posar en la fotografía de grupo. Cuando ella supo lo sucedido, además del horror que supondría para cualquiera, sintió que sus miedos se multiplicaban. Si su marido se enteraba antes de que ella acudiera a la policía, mataría al agresor como mandan sus costumbres ante un delito de honor.
Atemorizada y para evitar una segunda catástrofe, corrió a denunciar los hechos. El agresor fue desterrado a Egipto pero ella nota ahora la presión de algunos vecinos. También son egipcios, y tiene miedo de que les agredan como venganza. Los días transcurren en vilo. La situación se hace cada vez más insoportable.
Cuando los pequeños regresan, miro los ojos de ese niño de ocho años y en ellos además de la guerra, el hambre, la pobreza, el frío y el calor, está la huella de la violación. La melancolía y el miedo, aplastados en su iris.
Zeinab acompaña esa tarde a Alia, con quien le une una trayectoria vital común —paso por Zaatari incluido— y una vida de privaciones y desesperanza. Zeinab tiene cuatro hijos. Uno de ellos, que no puede andar y está ciego, me toca las manos y se agarra a mi tobillo. Repta sentado sobre una pierna mientras se empuja con la otra. Permanezco en cuclillas para que pueda tocarme.
Su hermano pequeño, Hamse, de cuatro meses, ha estado en mis brazos con el pañal encharcado —me impresiona que no llore estando tan mojado—, mientras Zeinab nos cuenta la historia familiar. Al salir nos enseñan su frigorífico. Sólo hay un plato con verdura, una fuente con yogur y una botella de agua fría. Son sus únicas vituallas.
De vuelta a Madrid, las tiendas de la T-4 desparraman sus delicatessen para gourmets ante nuestros ojos. Pienso en el hombre sin pierna, en las niñas soñadoras, en la madre con diez hijos a los 30 años, en la coqueta de los mocos en los mofletes, en el pequeño ciego e inválido y en el niño violado y me doy cuenta de que sólo ayudándoles como podamos lograremos reconciliarnos con nuestra condición humana. Alianza por la Solidaridad lo hace.
*Cruz Sánchez de Lara es abogada, patrona de Alianza por la Solidaridad y forma parte del consejo de administración de EL ESPAÑOL.