La miro a través de la rendija de la puerta entreabierta del despacho del director de la clínica de Aljun (Jordania). Es una chica muy guapa. Tiene la piel cobriza y grandes ojos almendrados negros. Su hiyab con estampado de leopardo la distingue del resto.
Debe de tener más de 14 años. Aquí atienden solo a las mujeres casadas mayores de esa edad. Pero seguro que no pasará de 16. Sujeta a un niño que casi no se tiene en pie y está en avanzado estado de gestación del segundo.
La observo -tan redonda, frágil y bella- y me cuesta concentrarme en las explicaciones de Mahmoud, el director. Ella me mira y sonríe con complicidad. No puedo evitar comparar su imagen aniñada con el rostro ajado de Sabah, la mujer con diez hijos a los treinta años que conocí el día anterior en Mafraq.
Cuando tuvo su segundo embarazo, Sabah debía de ser así. Si algo no lo remedia, esta adolescente envejecerá prematuramente como ella, pasará insoportables penalidades como ella, quedará encadenada a una interminable prole como ella.
La busco a la salida del despacho. No está. Pregunto por la joven del hiyab de leopardo. Ya la han atendido, ha pasado consulta con la ginecóloga y se ha ido. Pregunto cómo se llama. Alguien cree que se llama Iman.
En este centro médico gestionado por el Institute for Family Health, en colaboración con Alianza por la Solidaridad, comprendo que está la llave para mejorar la vida de las refugiadas sirias. Solo hay una fórmula: autonomía para vivir con dignidad y control sobre su propio cuerpo.
Aquí, en esta casa de piedra de una ciudad jordana de 10.000 habitantes, enclavada a las faldas del castillo del siglo XII que construyó un sobrino de Saladino, se prescribe y distribuye el escudo milagroso que puede protegerlas: la píldora anticonceptiva.
Teóricamente, el islam no prohíbe el control de la natalidad. El propio profeta dejó dicho que "la peor calamidad es tener muchos hijos y poco sustento". A veces, se ha llegado a utilizar la cita como eslogan para campañas que promueven la planificación familiar. Pero la realidad en una sociedad tan patriarcal e impregnada de machismo, con tanta violencia doméstica y de género, es otra muy diferente.
Huda, otra joven siria embarazada, me da la clave de por qué pueden acudir a este centro sin ningún impedimento.
-Mi marido gana 150 dinares al mes. Eso es lo que nos cuesta el alquiler de la casa.
-¿Y la comida?
-Me la dan cada vez que vengo aquí.
La comida es la clave. Por las calles de Aljun no se ve a las mujeres. No ocupan el espacio público, sólo se reúnen en sus casas. Por eso, impacta encontrarlas aquí de diez en diez, de quince en quince, esperando turno en la clínica ginecológica.
Si no les dieran nada, difícilmente podrían acudir con asiduidad. Sus maridos les pondrían todo tipo de pegas. Les harían preguntas incómodas o se lo prohibirían directamente.
-Estamos muy enfadadas con la vida. Pero en medio de estas dificultades, aquí me siento feliz y protegida.
Ellas acuden a la consulta, asisten a las actividades y salen con una bolsa de plástico con alimentos de primera necesidad. Una me enseña ese kit básico. Con pudor y respeto, sin querer incomodarla, atisbo un paquete de pasta, harina, aceite, tal vez azúcar.
Ese mismo pudor hace que nuestros mensajes sean prudentes, para que no sientan que venimos a darles lecciones desde nuestra posición privilegiada. Me quedo con ganas de haberle dicho a Iman algo así como: "Di que vienes a por comida -lo que por otra parte es verdad- y llévate la píldora. No sigas a este ritmo. Piensa en ti, piensa en tus hijos, en los que tienes y en los que vendrán".
Empoderamiento
Todas hemos tenido 16 años, todas podemos imaginar lo que sería haber parido ya dos hijos a esa edad. Si ella sigue viniendo con regularidad, al menos no tendrá ocho embarazos más en otros tantos años. Aquí recibirá atención médica, información sexual, ayuda legal, apoyo psicológico, formación y, por lo tanto -¿por qué no escribir la palabra decisiva?- empoderamiento. El empoderamiento de las mujeres es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el quinto, fijados por Naciones Unidas hasta 2030.
Durante estas experiencias, siempre hay momentos de debilidad emotiva. A mí me pasa con Sarah, la niña de ocho años que, en la clínica, se avergüenza cuando me traducen que ella no tiene medios ni para ir al colegio. Su vergüenza puede conmigo. Y me hace llorar, no sé si de rabia o del mismo bochorno que la pequeña. Pido a la traductora que me saque del apuro y siga preguntando ella.
Nada, la madre de Sarah, se ha dado cuenta. Me pregunta con gestos si estoy llorando. Mahmoud trae pañuelos de papel. Mis lágrimas se contagian. Nada se contiene dos segundos más que Houda y Amal, la mujer del niqab, que de forma furtiva levanta por primera y única vez su velo para secarse las suyas.
Intenta tranquilizarme diciendo que están mejor gracias a Mahmoud y a la clínica. Pero enseguida reconoce que llora todos los días cuando está sola:
-Aquí no tengo nada. En Siria tenía una casa de ocho habitaciones.
Nada se interrumpe a sí misma, riéndose de mis lágrimas. Me cuenta que tiene 31 años, cuatro hijas, que está embarazada de la quinta y que, si esta vez no es un niño, “se planta”. Cuenta que su suegra la presiona para que les de un nieto varón y que ella ha intentado complacerla. Pero este es el último intento antes de acogerse a la planificación familiar.
Amal, que llora bajo su niqab, nos cuenta que se casó con quince años y tiene siete hijos. Ella solo ha sido asistida por la psicóloga. Algunas mujeres creen que solo tienen que ser exploradas cuando están embarazadas y tardan en solicitar esta asistencia.
Otra de las mujeres sirias pide que no se la grabe, que no se la fotografíe. Es una de tantas que salieron del campo de refugiados de Zaatari para no volver. Tiene miedo. Quiere contarnos cómo se les ayuda en la clínica y qué les falta. Dice que, hasta con este miedo, está mejor aquí que en el campo.
En Jordania hay tres clínicas de la misma organización que ofrecen atención integral a las refugiadas sirias: la de Madaba, la de Jerash y esta de Aljun. Alianza para la Solidaridad, la ONG de la que soy patrona, está involucrada en ellas desde su puesta en marcha, mediante un partenariado con el Institute for Family Health, fundado por la reina Noor.
Su director, el doctor Ibrahim Aqel, también dirige la Fundación Rey Hussein. Cenamos con él en Amman y se muestra satisfecho por lo que se va consiguiendo, pero preocupado por la creciente radicalización de los sectores más integristas.
A su lado está Hadeel Abdel Azim, una de las abogadas más activas en la defensa de las víctimas de violaciones y agresiones sexuales. Viste como cualquier occidental y se expresa con fuerza y elocuencia. Sus palabras reflejan la paradoja:
-Si me preguntas si hemos avanzado con respecto a hace veinte años, diré que mucho. Si me preguntas cómo estamos respecto a hace tres años, te diré que el retroceso ha sido brutal.
Como muestra, un botón. Hadeel Abdel describe, impactada, el cartel gigante instalado a la entrada de una ciudad del sur. Aparece una mujer con un niqab tapando todo su rostro, excepto los ojos. Al lado puede leerse una advertencia: "Si tu mujer no lleva velo, iréis al infierno". Y para que no quede duda, el cartel añade llamas prestas a incinerar a los transgresores.
Según la legislación vigente, estas tres clínicas que prestan servicio a las refugiadas sirias tienen que atender al menos a un 30% de jordanas. Esto no es fácil, pero cobra sentido -más allá de la protección del acceso a los servicios de los nacionales-, viendo cómo se superan allí las dificultades de integración y convivencia.
“Ya tengo amigas jordanas. Nos visitamos entre nosotras”, “existe un antes y un después en nuestras relaciones con los jordanos: el momento de venir a la clínica”, dicen algunas, presumiendo del cambio. Incluso hay madres que cuentan que sus hijas, víctimas de bullying en el colegio, han hecho aquí buenas migas con niñas jordanas de sus edad.
En la casa de piedra de Aljun se prestan servicios tan diversos como el asesoramiento prematrimonial, la prevención del cáncer de útero y mama o los cuidados de la menopausia. Trabajan ocho personas. Hay una ginecóloga y una enfermera que son las que físicamente examinan a las pacientes. Fátima, la psicóloga, nos cuenta cómo las refugiadas prefieren, con frecuencia, ser entrevistadas por un hombre porque piensan que ellos son "menos cotillas".
El día que visitamos la clínica, mis compañeras de Alianza asistieron a una consulta y escucharon un duro testimonio con permiso de la interesada:
-Mi problema es que mi marido me pega muy fuerte y no sé si algún día me matará. Sobrellevar eso con el embarazo, todavía es más duro.
Yo hablaba, entre tanto, con Houda, una mujer temerosa. Su gordura, su hinchazón avanzaba la inminencia del término de su embarazo. Sus palabras estaban salpicadas por sus propios fantasmas:
-El 20 de agosto nacerá mi bebé. Me gustaría que naciera en un hospital en Siria. Tengo miedo. Mucho miedo. Mi bebé no crece como debiera. Dicen que, quizás, tengan que llevarme al hospital a Amman. Si me dejan ingresada, me costaría 500 dinares. Y no los tengo. Tampoco tengo quién cuide a mis hijos. El de cuatro años tiene una parálisis y está todo el día en la cama: no tengo para una silla de ruedas… Me necesita, no sé qué voy a hacer.
Mahmoud nos cuenta que la falta de medios es una tragedia. Como no es posible regalarles todos los medicamentos, ellas compran lo que pueden y, arbitrariamente, disminuyen la dosis para que les duren más. Y, claro, los efectos médicos no son los mismos.
Las usuarias demandan ayuda para formarse y formar a sus hijos, para que los cuiden mientras ellas pasan consulta. Piden que les den “la caña”, además del “pescado”: quieren ser productivas. Hablan con esperanza, sin autocompasión, con dignidad.
Muchos días después sigo recordando a Houda, a Hala, a Nada, a Amal, pero sobre todo a Iman... Procuro meterme en su piel. La pena no es un buen sentimiento, la indignación es mucho más útil y proactiva. No quiero que nadie lea entre líneas un “pobrecita…”, sino un “podemos ayudarla”.
Pienso en la embarazada del hiyab de leopardo a la que observaba tras la rendija. Dieciséis años, como ella, tiene también Miranda, la princesa enamorada de La Tempestad de Shakespeare: el personaje que, al hablar de "un mundo feliz" en el que vivan "criaturas maravillosas", inspiró a Aldous Huxley su gran novela utópica, Un mundo feliz, publicada en 1932.
Huxley, como otros intelectuales de su generación como Freud o Durrenmatt, era un activo promotor del control de la natalidad. En Un mundo feliz utiliza el sarcasmo para promocionar los "estuches maltusianos", en los que las mujeres no esterilizadas llevan los anticonceptivos, para cuya ingesta han sido programadas mediante la hipnosis.
Entre esa parodia de la felicidad de diseño y el caos de la improvisación y la angustia por la guerra, está la ciudad de Aljun. Los imaginarios "estuches maltusianos" se hicieron realidad cuando se inventó la píldora. Muchas la hemos llevado en el bolso junto a los bolígrafos, las llaves y la cartera. Pero para gran parte de estas mujeres sirias, la libertad de decidir sobre su cuerpo sigue siendo una asignatura pendiente.
La clínica de Aljun atiende a unas treinta mujeres al día. Demasiadas para una sola doctora. La de Jerash es algo más pequeña. La de Madaba más grande. Por lo que me cuentan, mantener cada una de ellas debe costar unos diez mil euros al mes.
Las necesidades son muchas y los recursos escasos. Alianza por la Solidaridad se ha propuesto contribuir a un doble empeño: la mejora de los servicios y su extensión a un mayor número de mujeres. Nadie que pase por aquí puede dejar de sentir que se trata de una noble causa.
Matemáticas y piruletas
Ayudar a las mujeres pasa por ayudar a sus hijos. En los centros de Alianza por la Solidaridad en Jordania hay aulas para impartir clases a los pequeños que no están escolarizados. Interrumpí su clase de matemáticas. Creo que me lo perdonaron porque llevaba piruletas para todos.
Clases de matemáticas, piruletas… nada extraordinario para nuestros hijos, auténticos lujos para ellos. El entusiasmo y las ganas de aprender se perciben en la clase. La maestra se lamenta por las escasas oportunidades de los niños, pero “les encanta su trabajo” y eso es muy importante para sus procesos vitales.
Las mujeres participan en “talleres de habilidades para la vida”, el equivalente a las evolucionadas terapias de grupo. También reciben cursos de artesanía y, el más demandado, que es el taller de peluquería. Algunas sueñan con poder vivir de eso. La coquetería y el deseo de crear belleza para ganar dinero se ocultan, paradójicamente, bajo un niqab.
*Cruz Sánchez de Lara es abogada, miembro del patronato de Alianza para la Solidaridad y forma parte del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL.
*Quienes deseen contribuir con sus donativos al mantenimiento de las clínicas jordanas que atienden a las refugiadas sirias pueden hacerlo a través del siguiente número de cuenta:
IBAN: ES96 2100 5731 7602 0022 9788
BIC/CÓDIGO SWIFT: CAIXESBBXXX