La historia arranca a principios de 1995 con una reestructuración de los Servicios de Información de la Guardia Civil. La recién creada Unidad Central Especial-1 lideraría la lucha contra ETA y muy pronto, en apenas unas semanas, medirían sus capacidades ante el que fue, posiblemente, el mayor reto al que se enfrentó el Instituto Armado: el secuestro y posterior liberación de José Antonio Ortega Lara.
El funcionario de prisiones protagonizó el órdago que la banda terrorista lanzó ante el Estado: si el Gobierno no acercaba a los etarras presos a cárceles del País Vasco y sus inmediaciones, Ortega Lara estaba abocado -como ocurrió- a sufrir un destino fatal en el fondo de un agujero.
El comando Goiherri asumió la encomienda. Se lanzó a por su objetivo, lo redujo, lo ocultó en un camión y lo trasladó -atravesando un control rutinario de la Guardia Civil- hasta su guarida, en una fábrica de Mondragón (Guipúzcoa). Los terroristas no eran más que verdugos, resueltos a cumplir con las órdenes de sus jefes: liberar a un cautivo al que le arrebataron todo salvo su existencia o matarlo.
Pero esta historia está contada desde la perspectiva de los guardias civiles que participaron en el operativo, que tendrían que afilar al máximo sus aptitudes para escribir este episodio en la historia reciente de España*.
Estas capacidades se pondrían a prueba durante los meses posteriores, en los que la organización terrorista planteó a las fuerzas de seguridad del Estado algunos de los mayores desafíos de su historia. Desde el 8 de mayo de 1995 tenía secuestrado al empresario José María Aldaya. La banda exigía para su liberación el acercamiento de los presos de ETA a cárceles vascas. En los primeros meses del año, además, asesinaron en San Sebastián a Fernando Múgica Herzog, histórico militante del PSOE y uno de los impulsores de la iniciativa de la dispersión de los presos.
Estos dos crímenes formaban parte de la campaña de extorsión diseñada por la cúpula de ETA para tratar de acabar con esta política; una campaña que tuvo uno de sus máximos exponentes en el secuestro del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, que tuvo lugar el 17 de enero de 1996. Por primera vez en su historia, ETA asumía el esfuerzo operativo de mantener dos secuestros al mismo tiempo: un potente chantaje que además podía debilitar a un Gobierno, el último de Felipe González, que se encontraba ya muy tocado por varios escándalos de corrupción y el caso GAL.
Los terroristas asaltaron a Ortega Lara en el garaje de su casa de Burgos cuando volvía de su trabajo en la cárcel de Logroño. Utilizaron un camión para trasladarlo hasta la localidad guipuzcoana de Mondragón, donde habían habilitado un zulo en una nave industrial denominada Jalgi CB. En la parte trasera del camión llevaban una máquina pesada que simulaba ser un compresor y ocultaba un habitáculo donde introdujeron al funcionario de prisiones. Los terroristas llegaron a pasar por un control rutinario de la Guardia Civil sin que los agentes sospechasen que había una persona oculta en el interior del armatoste.
El chantaje de ETA dio, en cierta medida, sus frutos: entre 1996 y 1997, el Gobierno, ya en manos del Partido Popular, acercó a 43 presos de la banda terrorista a cárceles del País Vasco o próximas como gesto que facilitara la liberación del funcionario.
Desde el secuestro hasta la liberación de Ortega Lara transcurrieron 532 días. Damos un salto en el tiempo y en el espacio para trasladarnos al núcleo operativo de la Guardia Civil, en un enfrentamiento sangriento con dos etarras; Salvador Gaztelumendi y José Miguel Bustinza. La acción se desarrolla ahora en la noche del 23 al 24 de septiembre de 1997.
Salvador Gaztelumendi y José Miguel Bustinza, Iván, trataron de usar sus armas al ver a los miembros de la Unidad de Intervención bajar frente a ellos de una furgoneta. Los agentes repelieron la agresión y los dos terroristas resultaron muertos. Un guardia civil también cayó herido. La operación contra el comando Vizcaya se saldó con la detención de doce personas en las localidades de Bilbao, Basauri y Galdácano, y el hallazgo de un piso y un garaje en el que almacenaban armas.
Los agentes intervinieron 63 kilos de amonal, dos fusiles, seis pistolas, dos subfusiles, granadas y otros materiales para preparar atentados. El grupo terrorista llevaba nueve meses en funcionamiento. El etarra José Miguel Bustinza se había sumado a sus filas tras regresar desde Cabo Verde, donde estaba deportado. Su historia ejemplificaba la nueva política de ETA de volver a reclutar a asesinos experimentados que se mantenían ocultos y en reserva en terceros países para reponerse de las últimas desarticulaciones.
El desarrollo de este plan de regreso de etarras -conocido con el nombre de EH/Euskal Herria- se sostenía en buena medida en nombres como el de Juan Luis Aguirre Lete, responsable de los comandos de ETA detenido en 1996. Entre sus pertenencias, el etarra tenía una lista con anotaciones manuscritas con las cantidades de dinero que se les entregaba a los pistoleros de la banda. En una de esas notas figuraban tres letras (BOL) y una suma excepcionalmente alta para un comando o terrorista al uso: cinco millones de pesetas. El dato llamó la atención de los agentes del Servicio de Información.
Esas tres letras se repetían en un documento intervenido a Julián Achurra Egurola, Pototo, en el que figuraban entregas de dinero, todas ellas en francos, menos dos que eran en pesetas, las de «BOL» y «Goiherri». También entre los documentos intervenidos a Aguirre Lete se hallaba una autocrítica del terrorista Daniel Derguy, en la que detallaba un encuentro: «Cita a las 12 horas en Playa Tarnos con BOL (Ortega). Le entrego instrucciones + dinero». Era solo una hipótesis, pero la más deseada; las sospechas se dirigieron inmediatamente hacia el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, secuestrado desde enero de 1996, y cuyo nombre marcaría en 1997 uno de los hitos de la historia de ETA y de la lucha antiterrorista.
Los agentes del cuerpo elaboraron una lista de posibles coincidencias para las letras «BOL», tanto por nombres, apellidos, alias, lugares o empresas. La que les resultó más interesante fue la de José María Uribecheverría Bolinaga porque se acumulaban ya muchos indicios sobre su persona que lo hacían especialmente sospechoso. El Servicio de Información de Guipúzcoa inició la bautizada como Operación Pulpo, centrada en este terrorista y los que se fueron identificando como sus compañeros de correrías: Xabier Ugarte Villar, José Luis Eróstegui Bidauren y José Miguel Gaztelu Ochandorena.
Sus movimientos condujeron a la nave de la empresa Jalgi, en el municipio guipuzcoano de Mondragón. Allí se vio a los sospechosos realizando compras, tales como botes de legumbres, congelados, huevos o fiambre, e introduciéndolas en el taller; todos los días entraban con una barra de pan. En las bolsas de basura que tiraban se hallaron restos de comida. También se los observó portando un tubo de aireación en espacios cerrados y salir sin él. Los movimientos se repetían con frecuencia y la presencia de un perro no justificaba las entradas diarias. La convicción de que Ortega Lara estaba allí dio paso a la explotación judicial de la operación.
A las 1.30 horas del 1 de julio de 1997 llegó la noticia de la liberación del empresario Cosme Delclaux Zubiría en la localidad vizcaína de Elorrio. Se había barajado la hipótesis de que Delclaux y Ortega Lara estuvieran secuestrados en el mismo lugar. Los operativos encargados de la vigilancia permanente de la nave de Mondragón aseguraban en todo momento que de aquella nave no había salido Delclaux esa tarde noche.
A las 4.00 horas de la mañana del día 1 de julio de 1997 se procedió a la detención, entrada y registro en los domicilios de Xabier Ugarte Villar, José Luis Eróstegui Bidauren, José Miguel Gaztelu Ochandorena y Jesús María Uribecheverría Bolinaga; a este último se le trasladó a la nave de Mondragón. Un capitán de la Guardia Civil relata lo que allí ocurrió:
[Todo el texto en cursiva corresponde a su testimonio].
Se decidió explotar la operación aprovechando que se encontraba de guardia el juez Baltasar Garzón; era conocida su propensión a implicarse en operaciones mirando más hacia el resultado final y facilitando la labor de los investigadores, respetando siempre las leyes.
La comisión estaba compuesta por el juez Garzón, el fiscal, la secretaria judicial y el forense; llegaron al final de la tarde desde Madrid y entre la cena fría y la planificación de la explotación con los investigadores se hizo tiempo hasta desplazarse a la zona de actuación. Llevaba yo a los cuatro en mi coche; conocedor de todos los detalles de la investigación, mi misión era acompañarlos en todo momento.
Se optó por detener a los cuatro componentes del comando simultáneamente, cuando se diesen las mejores condiciones operativas, y trasladar a uno de ellos (Bolinaga) hasta la nave para estar presente en el registro. En una zona próxima a la nave de Mondragón se instaló el puesto de mando en un autobús acondicionado para ello; allí estaban los responsables de la Comandancia, del GAR y la UEI más la comisión judicial.
Llegó la noticia de la liberación de Cosme Delclaux, que fue un pequeño jarro de agua fría ya que había una mínima posibilidad de que ambos secuestrados estuviesen juntos, y consecuentemente sembraba una pequeña duda sobre la nave, ya que nadie había salido de allí desde hacía días sin controlar. Pero los datos objetivos que nos habían llevado hasta allí continuaban inalterables.
Tras producirse las detenciones, Bolinaga fue traído ante el juez; preguntado por los hechos que se le imputaban, negó todo con rotundidad. Se inicia el asalto a la nave por parte de personal de la UEI [Unidad Especial de Intervención de la Guardia Civil]; el juez quería entrar justo detrás de los agentes sin esperar a recibir el «limpio» de rigor cuando el lugar estuviese asegurado, y tuve que frenarlo todo lo posible. Sale de la nave el comandante de la UEI, y ante mi sorpresa dice: «Señoría, aquí no hay nadie». Intervine inmediatamente matizando sus palabras: «No se ve a nadie, no es lo mismo; buscamos un zulo y son muy difíciles de encontrar».
Entramos todos dentro, la nave era inmensa, con máquinas por todos los sitios, hierros, camión, trastos, un caos… Bolinaga también entró se fijaba en todo y en todos, pero negaba los hechos imputados. Mencionaba al perro como único ser vivo. El juez Garzón ordenó recluirlo custodiado en una de las oficinas mientras se practicaba el registro. Entraron muchos guardias civiles en la nave, todos los que estaban por allí, y empezó una búsqueda anárquica, cada uno por su lado, sin orden ni concierto.
De vez en cuando el juez nos hacía llevar al detenido a su presencia, ordenaba al forense que le reconociera (por si algo le había ocurrido en ese tiempo) y le volvía a preguntar a Bolinaga; la respuesta de este era siempre la misma: «Os equivocáis». Y Garzón, visiblemente contrariado, volvía a ordenar: «Llévenselo otro rato». En una pequeña cocina había restos de haber cocinado y de comida de esa misma noche. Intercambié estas palabras con un compañero: «Aquí hay vida; esta aquí, seguro; esto no es normal».
Pero pasaban los minutos y las horas y no aparecía Ortega Lara. El jefe de la Comandancia de Guipúzcoa , teniente coronel Laguna, había perdido también la esperanza: «Qué mala suerte, y con la que hemos liado...». La respuesta no podía ser otra: «Jefe, tiene que estar aquí, entramos con unos presupuestos y ninguno se ha desvirtuado, lo único que pasa es que no lo encontramos porque los zulos de ETA no se encuentran, salvo que estés seguro de que están, entonces hay que buscar bien hasta dar con ellos».
Garzón también tiró la toalla, se acercó a un grupo de oficiales y me dijo: «Capitán, vamos a acabar el registro; han trabajado bien pero no ha podido ser. Cerramos y nosotros no vamos a Bilbao, que tengo que tomar manifestación a Delclaux». La respuesta tampoco podía ser otra distinta a la anterior: «Señoría, seguimos estando convencidos de que está aquí, vamos a hacer las cosas bien, sacamos a todo el personal, distribuimos la nave por sectores y procedemos con orden al registro minucioso; en un zulo que se abre todos los días hay que buscar rendijas, y es lo que vamos a hacer, aunque estemos dos días. Si le parece, contacte con el juzgado de aquí y que se desplace un secretario judicial para estar presente en el registro».
El juez tuvo que ver nuestra determinación ya que se alejó del grupo, no sé si para hacer la gestión o para darnos más tiempo en la búsqueda. Casualmente, al cabo de un rato corto se levantó un murmullo en una parte de la nave, gritos nerviosos, nos acercamos allí todos y vimos cómo unos agentes intentaban levantar un cilindro incrustado en el suelo que formaba parte de una máquina extraña. Estaba claro que se movía hacia arriba y que aquello no tenía lógica. Garzón ordena traer a Bolinaga. Presente en el lugar, no se derrumba, pero sentencia: «Ahí está Ortega Lara». Entonces le pregunto: «¿Hay alguien más, alguno vigilándole?». «Nadie», responde.
Nos indica cómo abrir eléctricamente el cilindro-ascensor, que no responde al haber sido forzado. Se emplea un artilugio mecánico y se sube hasta mitad de recorrido para poder entrar contorsionándose. Se elige a un hombre de la UEI delgado y no muy alto para entrar al zulo; al cabo de unos interminables minutos asoma Ortega Lara: su primera reacción instintiva al ver tantas caras mirándole es volver a meter la cabeza hacia dentro.
El zulo estaba compuesto por tres habitáculos. En el primero había un bidón de plástico grande de color azul donde los terroristas tenían depositadas cuatro pistolas y dinero. Tras un panel escondían diverso material para preparar artefactos. En el siguiente espacio, los secuestradores habían instalado un dispositivo preparado para dar luz a su cautivo, un altavoz y un sistema para remover el aire. En el tercer habitáculo se encontraba el secuestrado. Cuando el guardia civil entró dentro del habitáculo de 7,5 metros cuadrados y apenas 1,80 metros de altura máxima, el secuestrado imploró que le mataran de una vez: creía que hablaba con los etarras.
Vemos asomar a un náufrago por su aspecto, nada que ver con la imagen que todos teníamos memorizada. Se eleva un clamor de voces de alegría desbordada, acallado espontáneamente por la impresión de aquella imagen demacrada. Lo sacamos con sumo cuidado, nos sorprende su delgadez y fragilidad. El juez le bombardea con una retahíla de términos jurídicos del procedimiento judicial; Ortega Lara le mira sin entender, no articula palabra.
Lo trasladamos hasta una camilla, lo introducimos en una ambulancia del cuerpo (se había previsto hasta el último detalle pensando en el éxito de la operación) y se lo traslada al Hospital de San Sebastián para evaluar su estado; lo acompaña un comandante de Intxaurrondo. Abrazos entre todos los allí presentes, euforia desbordada.
La comitiva judicial siguió con sus planes de tomar manifestación a Delclaux; ya de buena mañana los conduje hasta el cuartel de Éibar para desayunar y desde allí otro vehículo los trasladaría a Bilbao. En el bar del cuartel, como en todos los cuarteles de España, había satisfacción. Quizás ese fue uno de los mejores cafés de nuestras vidas. Regresé solo a Intxaurrondo siendo consciente poco a poco del enorme valor de la operación que la Guardia Civil acababa de realizar; no solo se había salvado una vida; estratégicamente era una de las grandes victorias del Estado contra ETA.
El secuestro de Ortega Lara fue el más largo de la historia de la banda terrorista ETA: un total de 532 días entre 1996 y 1997. Junto al zulo transcurría un riachuelo y la humedad se colaba en el habitáculo. El cautivo fue alimentado con verduras y frutas, y perdió más de 23 kilos, masa muscular y densidad ósea. Estaba llegando ya al límite de su aguante y ya tenía fecha para suicidarse; la liberación lo impidió.
Los terroristas guardaban varias jeringuillas y sedantes, e instrucciones para entender el texto en clave que la dirección de ETA debía insertar en los anuncios del diario Egin para ordenar la puesta en libertad o el asesinato de Ortega Lara: «Txoria Askatu» (dejad libre al pájaro) o «Txoria bota» (tirad/disparad al pájaro). El secuestrado todavía hoy es incapaz de dormir sin dejar abierta una rendija de la ventana para que entre algo de luz.
El comando de liberados legales que secuestró a Ortega Lara -no se conocía su pertenencia a ETA-, reunido bajo el nombre de Goiherri, era responsable del cautiverio de Julio Iglesias Zamora y del asesinato de cinco guardias civiles. La liberación del funcionario de prisiones supuso una victoria mayúscula para el Gobierno frente al terror de ETA. Esa mañana, cuando se dio a conocer la noticia, España y los españoles fueron mucho más libres.
Por la sociedad española se extendió un sentimiento de satisfacción, incluso de euforia. Llovieron las felicitaciones para la Guardia Civil, todos los partidos políticos aplaudieron, salvo el PNV, que también en esta ocasión encontró algún pero. La liberación, además, supuso una inyección de moral para los agentes de la Guardia civil de Intxaurrondo, tras ver cómo algunos de sus compañeros habían sido encausados por los GAL. Pero uno de los dirigentes de Herri Batasuna, Floren Aoiz, advirtió de que aquella felicidad podía ser efímera: «Después de la borrachera puede venir la resaca». Y enseguida se escribió un nuevo nombre que sacudiría la conciencia colectiva de la sociedad española: el de Miguel Ángel Blanco.
*Extracto del libro Sangre, Sudor y Paz, escrito por Lorenzo Silva, Manuel Sánchez y Gonzalo Araluce, editado por Ediciones Península y a la venta desde este martes, 10 de octubre. Las partes escritas en negrita corresponden a añadidos para comprender el contexto del relato. La historia también se recoge en una versión más amplia de la obra, Historia de un desafío, dos tomos editados también por Península.