El estreno de The Martian (sosamente traducida como Marte) ha vuelto a poner a nuestro rojo vecino de moda, un carro al que además se ha subido la NASA en su permanente necesidad de mantener viva una actividad con pocas simpatías entre los contribuyentes norteamericanos. El éxito de la cinta en EEUU, unida a hechos como el reciente (re)descubrimiento de agua salada en el planeta, parece anticipar una nueva fiebre marciana.
Y decimos nueva, porque desde luego no será la primera. Y difícil tendrá, además, ser la mayor, si la comparamos con la madre de todas las fiebres, la que sacudió nuestro planeta a finales del siglo XIX y principios del XX.
Hasta mediados del siglo XX persistirá la idea de un Marte habitado y surcado por grandes obras de ingeniería
Por entonces, el mundo iba de maravilla en maravilla. Se exploraban las regiones desconocidas del mundo, se dominaba la energía eléctrica, se construían grandes máquinas, se conquistaba el mundo subacuático y se comenzaban a dar los primeros pasos por el aire. Y estaba, claro, el espacio: si en un primer momento fue la Luna el objetivo, con el gran engaño del New York Sun que, en 1835, hizo creer a sus lectores que nuestro satélite bullía de vida exótica (unicornios incluidos), treinta años después Julio Verne planteaba el primer viaje más o menos plausible en su famosa De la Tierra a la Luna.
Mares marcianos
El terreno, pues, estaba abonado para acoger cualquier explosión imaginativa. Y ésta llegó con las observaciones hechas por el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, quien en 1877 afirmó haber observado en la superficie de Marte evidencias de mares y lagos, de unas masas oscuras que variaban con las estaciones y, sobre todo, de unas estructuras que cruzaban el planeta a las que llamó "canali".
Un simple fallo de traducción al inglés ("canali" se convirtió en "canals", que designa las acequias o construcciones hechas por la mano del hombre, en oposición a la correcta de "channels", referida a los de origen natural) dio la salida a una histeria marciana sin precedentes. Percival Lowell, un acaudalado aficionado a la astronomía, se obsesionó tanto por el tema que financió la construcción de un observatorio en Arizona sólo para examinar Marte.
Lowell escribió sobre formidables construcciones de ingeniería que llevaban agua de los casquetes polares a otras zonas áridas del planeta
A pesar de la insuficiencia de los medios de la época, Lowell fue capaz de escribir tres libros superventas (Mars, 1895; Mars and its canals, 1906 y Mars as the Abode of Life, 1908), donde partía de las observaciones de Schiaparelli para pintar un Marte que bullía de vida y actividad. Hizo un completo mapa de los canales, para él formidables construcciones de ingeniería que llevaban agua de los casquetes polares a otras zonas áridas del planeta (era la época de la construcción de los canales de Suez y Panamá), y hasta llegó a afirmar que el color rojizo del astro se debe a la peculiar vegetación de esa tonalidad que lo cubre.
Cuando el prestigioso astrónomo francés Camille Flammarion se unió a la fiesta, llegando a proponer formas de comunicación con los seres inteligentes que, sin ninguna duda, habitaban Marte, la riada ya era incontenible, a pesar de que algún que otro osado astrónomo afirmaba no haber visto ni la más remota huella de canales. No importaba: sus descripciones del planeta y sus habitantes marcarán la imagen popular que a partir de entonces se tendrá de los marcianos. Y de H.G. Wells a Ray Bradbury, de Edgar Rice Burroughs a Robert Heinlein, hasta mediados del siglo XX persistirá la idea de un Marte habitado y surcado por grandes obras de ingeniería que luchaban contra su lenta agonía.
En ese contexto, que llenaba las páginas de la prensa seria, en que nombres como Edison, Marconi o lord Kelvin eran invitados a debatir sobre la mejor forma de comunicarnos con Marte (desde usar miles de fogatas hasta cubrir los desiertos con espejos), no es extraño que el premio Pierre Guzman, creado para reconocer el primer contacto interplanetario, dejara fuera de sus bases, explícitamente, a Marte. Se consideraba tan fácil contactar con él que no tenía mérito. Y es por eso por lo que, en 1899, el científico Nikola Tesla atribuyó a un origen marciano la señal rítmica que había captado en su estación experimental de Colorado ¿Qué otra cosa podía ser si no?