En la madrugada de 1928 y unas horas antes de celebrar su boda, Francisca Cañadas Morales, La Coja, plantó a su novio Casimiro Pérez Morales para huir a mula con su primo, Francisco Montes Cañadas. Casimiro les alcanzó. Francisco recibió tres tiros. Francisca se libró de puro milagro. La prensa española lo conoció como el crimen de Níjar, en la provincia de Almería, y fue una crónica de la España profunda tan representativa de lo peor de nuestras costumbres que son varios los autores que han recurrido a los hechos para crear ficciones a partir del caso.
La primera, Carmen de Burgos, para su novela Puñal de claveles. Poco después, en 1931, el relato cobró una nueva dimensión a manos de Federico García Lorca, quien vio en los acontecimientos esa Tragedia en tres actos y siete cuadros que le valdría para hablar de algunos de sus temas favoritos: los hombres sometidos a la ruda masculinidad y las mujeres primorosas para sus labores que deben llorar a puerta cerrada.
Es normal que esto llenase al granadino, pero también a Paula Ortiz, directora licenciada en Filología Hispánica que debutó hace un par de años con De tu ventana a la mía, una película en la que la mirada femenina, la de esas mujeres encorsetadas que sobreviven a base de pequeñas esperanzas, ocupaba todo el ancho de imagen. Buscar aquella “oscura raíz del grito”, que decía Lorca, es lo que ha movido ahora a la directora a adaptar el clásico de los escenarios teatrales Bodas de Sangre, uno de los favoritos de su infancia.
Eso, y plasmar una visión del cine que defiende que antes del intelecto está la pasión, que cuando acudimos a las salas no deberíamos conformarnos con entretenernos, si no reclamar vivir experiencias transformadoras. A esta cronista le consta que había varias personas conmocionadas al finalizar la proyección de La novia en el Festival de Cine Internacional de Gijón que está teniendo lugar estos días.
“Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes". Ortiz entiende que este ensayo sobre el sentir trágico ibérico es demasiado seductor como para no llevarlo a la gran pantalla, dejando su impronta. Pero tampoco ha sido la única en pensarlo. Bodas de sangre ha tenido ya otras adaptaciones cinematográficas. Una en 1938 a cargo de Edmundo Guibourg, otra la marroquí Noces de Sang de 1976 dirigida por Souheil Ben Barka. Una tercera, tal vez la más memorable, el musical que realizó Carlos Saura en el 81, la primera parte de su personal trilogía del flamenco.
Sello personal
Pero en La novia, Paula Ortiz ha sabido dejar su sello personal. Lo ha hecho mediante el lirismo atávico, la poética castiza de los paisajes de los Monegros aragoneses (y dicho sea de paso, de la Capadocia turca) que son el escenario de esta película. Unas pinturas preciosistas llenas de ternura, responsabilidad del director de fotografía, el superdotado Migue Amoedo. También cargando las tintas en las voces de sus actrices, como Inma Cuesta (la protagonista), Luisa Gavasa o María Alfonsa Rosso, que con sus dejes manchegos recitan frases cortas y costumbristas así como fragmentos de la obra original, haciendo que resuene en pantalla nuestra riqueza y pluralidad de verbos. Adaptando Bodas de Sangre, haber empleado un acento neutro hubiese terminado de golpe con todo el encanto.
Por momentos la película parece un spot publicitario, un video promocional de la Comunidad de Aragón
Pero si por algo ha agitado a los críticos el trabajo de la zaragozana, es por haberse atrevido a plasmarle a la lorquiana obra una estética videoclipera, todo ralentís, que hace que por momentos la película parezca un spot publicitario, un video promocional de la Comunidad de Aragón. En sus clips tenemos maños, caballos bravos y viñedos encerados por el filtro Valencia. No ha dejado indiferente a nadie, y de ahí, la polémica.
A La novia la descubrieron los asistentes a la última edición del Festival de Cine de San Sebastián, que tras su visionado compartieron el sentir general de estar ante una obra importante dentro del panorama fílmico español. Para la mayoría, como una cinta que plasmaba con mucho cariño en pantalla ciertas facetas nacionales por lo general marginalizadas. Para otros, como la prostitución de nuestra excepción cultural, quedando escandalizados por lo que la joven directora había hecho con la prosa lorquiana.
Visto el panorama de la Sección Oficial del festival más importante de nuestro país, nadie comprendía qué demonios hacía La novia en una sección paralela, fuera de competición. No fueron pocos los que pidieron la Concha de Oro, que se consolaban después pensando que la obra de Ortiz daría mucho que hablar en la próxima entrega de los premios Goya.
El historiador Ian Gibson decía que Lorca “fue un revolucionario cristiano y gay que no creía en Dios. Un revolucionario con la misión de abogar, desde sus obras, por el amor total”. Cuesta creer que Ortiz busque en La Novia otra cosa que expresar el amor por nuestras raíces. A nuestras contradicciones e incluso a nuestra emponzoñada alma nacional, a quien esta feminista no le niega en sus imágenes un intenso cariño. Cosas de las tradiciones, que las llevamos muy dentro por perniciosas que sean para nosotros. Nunca antes ninguna novia de aquí estuvo tan guapa vistiendo el rojo.