¿Debe un cineasta mostrar los cadáveres de los inmigrantes?
En el documental sobre la crisis de los refugiados en Grecia, Gianfranco Rosi prefiere traicionarse a sí mismo antes que traicionar la realidad.
15 febrero, 2016 00:13Noticias relacionadas
Si Ave, César era la película perfecta para una inauguración, Fuocoammare (Fuego en el mar) parece haber sido concebida para lo que la Berlinale demanda. El documental de Gianfranco Rosi, que hace tres años ganó para sorpresa de todos el León de Oro en Venecia con Sacro GRA, está ambientado en la isla de Lampedusa, donde sus habitantes se han acostumbrado a convivir con la llegada masiva de refugiados en pateras desde la cercana costa africana.
Rosi alterna el retrato de algunos habitantes de Lampedusa, en particular un niño de unos 11 años, Samuele, con las labores de las patrullas de rescate. Es evidente que el retrato de Samuele está trabajado mucho más allá del registro documental básico, lo que redunda en un fuerte contraste entre la vida que se pretende normal de unos y la tragedia que se vive en el mar, entre el grado de elaboración de unas partes y la inmediatez de otras. Entre esas últimas está esa imagen que Rosi se resiste a mostrar, la imagen más cruda y directa que reserva para casi el momento final, la de los cadáveres en la bodega de un barco, como si el director hubiese dudado hasta el último momento sobre su pertinencia.
¿Debe el cineasta vencer su pudor y mostrarnos esa imagen que ha de remover nuestras conciencias? Tengo serías dudas que Fuocoammare hubiese sido una película mejor de haber optado por no poner ante nuestros ojos esas decenas de cadáveres. Como Samuele, que tiene un ojo vago, también nosotros debemos acostumbrar nuestra mirada y confrontarla con aquello que nos repele. Da la impresión de que Rosi prefirió traicionarse a sí mismo antes que traicionar la realidad.
Aunque ambientada en torno a 2010, todavía bajo la presidencia de Sarkozy, Mia Hansen-Løve también nos habla de la actualidad en L’avenir. Isabelle Hupert interpreta a una profesora de filosofía que se ha de enfrentar a múltiples cambios en su vida, cambios que se suceden en muy pocos meses, desde la muerte de su madre al nacimiento de su primer nieto, pasando por el divorcio. Hay un trasfondo intelectual, los cambios en los modelos de lucha y militancia política que enfrentan a los nostálgicos del 68 con las nuevas generaciones, pues la filosofía forma parte de las conversaciones con total naturalidad.
Este es uno de los milagros del cine francés, el de ser capaz de integrar en sus diálogos discusiones sobre Rousseau, Adorno, Anders o Unabomber sin resultar en absoluto pedante. Justo al contrario, resulta deslumbrante la ligereza con la que Mia Hansen-Løve nos presenta a sus personajes, tanta como la agilidad con la que L’avenir está narrada. Esta puede ser su mejor virtud, pero puede convertirse en su mayor defecto: uno hubiese preferido algo más de pausa, algo que le diese más poso a sus imágenes, algo que, tras salir de la proyección, no las convirtiese en recuerdos tan bellos como efímeros.
A L’avenir quizás le falte la intensidad de Midnight Special cuya primera mitad resulta apasionante. Dos hombres y un niño huyen de noche por las carreteras del sur de Estados Unidos. Conducen con las luces de su coche apagadas para no ser detectados por la policía. Aparentemente, el niño de unos ocho años ha sido secuestrado de un rancho en el que vivía adoptado por una extraña secta. El padre es uno de esos secuestradores. Hay algo que les lleva a proteger al niño de cualquier contacto con la luz, una enfermedad o unas cualidades fuera de lo común.
Y así es, cuando no se ha cumplido media hora de metraje sabemos por fin que el niño tiene unos poderes extraordinarios que, poco a poco, se irán manifestando en toda su dimensión hasta que en una secuencia excepcional (tenemos la sensación de estar asistiendo a algo nunca visto) el niño es capaz de sacar de su órbita un satélite y lanzarlo sobre una gasolinera cual lluvia de meteoritos.
Aunque lo podamos intuir, nunca llegaremos a saber cuál es la naturaleza exacta de esos poderes. Jeff Nichols se cuida de ser demasiado explícito, de contar más de lo debido. Hasta el punto de que confiesa que en el montaje optó por cortar algunas escenas demasiado explicativas. Como ya sucedía en Take Shelter, los personajes saben mucho más de lo que el espectador será capaz de averiguar. Tampoco el FBI o la NSA, abocados a una persecución sin fin que es también una lucha contra su propio desconocimiento. Y como ya sucedía en aquel su segundo largometraje, el de su consagración, hay un misterio de índole religiosa que parece condicionar la conducta de sus personajes. También un clima de paranoia, ese clima que a veces nos hace ver donde en realidad no hay nada.
En su superficie, Midnight Special parece un cruce entre dos primerizas películas de Steven Spielberg, Loca evasión y Encuentros en la tercera fase, algo que se pone de manifiesto de manera particular en su final (que también tiene algo de Tomorrowland y, oh, horror, parece anticiparnos un futuro monopolizado por las arquitecturas de Calatrava). Pero como ya habíamos podido comprobar en Take Shelter, esa película que definió su estilo, Nichols se rige por los principios del cine de Jacques Tourneur, proponiéndonos un misterio que anida fuera de campo y que bien pudiera estar sucediendo única y exclusivamente en la mente de los personajes.
Sin embargo, Midnight Special se va decantando a veces de forma una tanto aparatosa hacia los terrenos de la ciencia ficción pura y dura. Como si la tijera hubiese tenido que intervenir sin compasión, algunas subtramas quedan de pronto relegadas al olvido, como si Nichols fuese incapaz de cerrar su película a la altura de sus pretensiones iniciales. Con todo, es reconfortante encontrarse ante un cineasta tan ambicioso, un cineasta que no reniega de la posibilidad de crecer.
La tunecina Hedi es su reverso, una película firmada por Mohamed Ben Attia tan bienintencionada como correcta, salvada en última instancia por la coproducción de los hermanos Dardenne que imponen de paso su estilo con una cámara nerviosa y un montaje abrupto, elementos que rescatan de los buenos sentimientos y el paternalismo otra historia sobre la lucha entre la tradición y la modernidad en las comunidades musulmanas. Paradójicamente, en el Forum, y fuera de la competición, lo que resulta increíble, se presentó otra coproducción de los Dardenne, Le fils de Joseph.
Eugène Green no necesita tomar prestado el estilo de otros y su nueva película casi podría considerarse la cumbre de su filmografía, una comedia irónica y endiablada que se ríe del mundillo literario parisino mientras nos cuenta cómo un adolescente se propone vengarse del padre biológico que nunca lo reconoció y, al mismo tiempo, entabla amistad con esa figura paterna que siempre ansió. Sus declamaciones, su tono teatral y voluntariamente antinaturalista, su aparente ingenuidad, en definitiva, todavía acrecientan más la carga corrosiva que esta película de Green lleva dentro.
Del mismo modo, va a ser difícil que la Berlinale ofrezca un retrato más demoledor del mundo contemporáneo que el que nos propone Homo sapiens, documental del austriaco Nikolaus Geyrhalter. Sin voz en off ni rótulos de ningún tipo, Geyrhalter hace un recorrido por diversos espacios y construcciones abandonadas por muy distintas razones, desde no-lugares como el área de Fukushima o Chernobyl, a centros comerciales, polideportivos, colegios, cines, teatros, estaciones de montaña, urbanizaciones, puertos, barcos de guerra, etc, etc.
Un panorama postapocalíptico que, en la mayoría de los casos, solo obedece a la falta de previsión y a una utilización irracional de los recursos económicos y medioambientales. Homo sapiens es eso que antaño se venía en llamar “cine político”, un cine político que no se contenta con darnos palmaditas en la espalda. Las buenas películas no son aquellas que nos reafirman en nuestras convicciones; las buenas películas son aquellas que nos hacen más sabios. Es lo que sucede con Le fils de Joseph y Homo sapiens.