Lo nuevo de los Coen es un sí pero no. Es un sí porque, por mal que se les dé una película (este no es el caso), juegan en otra liga. Son buenos, siempre han sido muy buenos. Y aquí, encima, caminan sobre seguro. En ¡Ave, César! hacen una de las cosas que mejor se les da y que vienen haciendo desde el origen de los tiempos: exhibir su cinefilia y rendir homenaje al cine clásico. Pero no es un sí rotundo. Su nuevo filme flirtea con el no. No está entre sus películas flojas, que también las tienen (que me perdonen, pero Ladykillers no hay por dónde cogerla). Pero, al contrario que su anterior y soberbia A propósito de Llewyn Davis (2013), esta amable sátira del Hollywood clásico no entraría en el saco de sus (muchas) obras maestras. Es precisamente por eso, porque son tan buenos y conocen tan bien el terreno donde se mueven, que ¡Ave, César! sabe a poco.
No sabe a poco por blandita, que lo es. Los Coen ya demostraron en Barton Fink (1991), película de la que ésta funciona como reverso amable, que podían ser los más mordaces y amargos mostrando las entrañas del Hollywood clásico y, en general, las bambalinas de la industria del cine. También en su expresión de los dolores más profundos del proceso creativo. Aquí no quieren hacer eso, y está bien. Es su opción, y es tan buena como la otra. Pero una cosa es el planteamiento y otra, el resultado. Y es innegable que el retrato con dientes de Hollywood les quedó mejor que esta sátira con lacitos.
El eje vertebrador de ¡Ave, César! son las andanzas y, sobre todo, los dolores de cabeza de Eddie Mannix (Josh Brolin), un tipo íntegro que se encarga de mantener el orden en los estudios Capitol Pictures. Entre otras cosas, se entrega en cuerpo y alma a templar el ego de los actores, mediar entre ellos y evitar que se descarríen. Los Coen, ambos acreditados esta vez como guionistas y directores, se sirven de Mannix para introducir a las estrellas y encadenar escenas de los filmes del estudio. Es en la recreación de esas escenas donde ¡Ave, César! destaca. Sabios y con buen gusto, los cineastas reproducen con maestría y mucha gracia fragmentos de todo tipo de películas de la época: westerns, péplums, melodramas encendidos, musicales en remojo…
Todas esas set pieces, entre las que destaca la comentada secuencia acuática de Scarlett Johansson (qué buena es) convertida en Esther Williams, son un prodigio de puesta en escena y se mueven con delicadeza entre el homenaje y la parodia con clase. Pero el relato de las andanzas de Mannix y de las tribulaciones del resto del personal del estudio no están a la altura de esas recreaciones, aunque visualmente sea impecable. No es, insisto, cuestión de falta de mordiente: una sátira amable puede ser tan brillante como la más hiriente, sino que se lo digan al maestro Mel Brooks, del que no hay precisamente pocos ecos en ¡Ave, César!. Es más cuestión de falta de ingenio, desajustes de tono y, sobre todo, previsibilidad. En relación a esto último, choca que dos cineastas que conocen tan bien el Hollywood clásico, reverenciado de forma directa o indirecta en muchos de sus filmes, sean esta vez tan obvios en su parodia de las estrellas de la época, todas demasiado reconocibles, y tan perezosos al seleccionar y recordar las anécdotas y leyendas cinéfilas sobre ellas.
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