“¿De qué está hecho? Del material con el que se construyen los sueños". La legendaria frase final de El halcón maltés (1941) hablaba de mucho más que de la estatuilla en torno a la que giraba su trama. Parafraseando a La tempestad de William Shakespeare, John Huston consiguió una de las mejores definiciones que se han hecho del cine. Las películas son eso, sueños. Los de sus creadores, que encuentran en ellas su forma de expresarse, de soltar sus demonios internos o incluso de enfrentarnos a la más dura realidad. Sueños que, a veces, se materializan pronto, pero que en ocasiones tardan en ver la luz. No todo el mundo tiene la suerte de estrenar su primer filme a los 26 años, como Orson Welles, sino que algunos tienen que ver como pasan los años sin que nadie apueste por ellos.
Hasta los 73 ha tenido que esperar Manuel Bollaín para estrenar su primer largometraje, Quizás, que llega este viernes a un puñado de salas de toda España. Y eso que lleva ligado al cine toda su vida, tanto por su afición cuando realizaba cortos como aficionado, como por el gen cinéfilo que atraviesa a toda su familia -su sobrina es Icíar Bollaín, que acaba de estrenar El Olivo.
Esta última promesa del cine español ni siquiera contaba con que Quizás se estrenara, pero en su camino se cruzó la distribuidora Pirámide Films, que apostaron por un título realizado con 30.000 euros y muchos favores. Antes de este debut había dirigido muchos mediometrajes y cortometrajes, pero nada como lo que se avecina: poder ver su sueño en una gran pantalla. A los 15 años ya jugaba con su cámara de 9,5 milímetros, a la que había que dar cuerda mecánicamente, y montaba su trabajo en su propia moviola, empalmando los fotogramas a la antigua usanza. Luego llegó el Súper 8 y más tarde el gran avance: el digital, con el que todo se abarató.
Una democratización del cine que usó para ir construyendo sus propios cachibaches. Entre ellos un carrito y unos raíles como travelling casero que ha utilizado también en su primer largo. “Intento que el lenguaje tenga los medios que quiero, pero me las ingenio para poder hacerlo”, cuenta Manuel Bollaín a EL ESPAÑOL. El director ha llegado a la entrevista en su propia moto, con una frescura que ya quisieran profesionales de 40 años menos y con la misma ilusión que un veinteañero que presenta su ópera prima. Durante cinco minutos se convierte en una estrella y posa con su casco antes de que la realidad vuelva a invadir la terraza donde charlamos sobre cine, y hasta sobre ingeniería, la profesión con la que se ha ganado la vida y se ha costeado su pasión.
Soy ingeniero y me gano la vida como ingeniero. El cine es una actividad en paralelo, una pasión absoluta. Un sueño que siempre ha estado ahí, mi aspiración era contar historias y poder hacer un largo
“Soy ingeniero y me gano la vida como ingeniero. El cine es una actividad en paralelo, una pasión absoluta. Un sueño que siempre ha estado ahí, mi aspiración era contar historias y poder hacer un largo, porque aunque hay maravillas de pocos minutos la culminación es un largo”, explica con un cigarrillo en la mano mientras busca la sombra con su silla. “Yo lo que hago es ahorrar 3 o 4 años, porque aunque la gente colabore siempre hay gastos”, añade. También ha acudido al crowdunfing, aunque en esta ocasión ha sido un micromecenazgo particular, ya que ha sido más una cadena de favores en la que un amigo contaba a otro el proyecto, este a su vez a un tercero y todos ponían su granito de arena.
Subvenciones y burocracia
Quizás es una historia con forma de puzzle en la que se mezclan un suicida, un loco con tendencias asesinas y un enfermo terminal. Una trama escrita por el sobrino de Manuel Bollaín, que para seguir con la tradición tampoco es cineasta, sino abogado. “Su afición es escribir y tiene muy buenas ideas. Él me las esboza y yo las transformo en guion, como es el caso de esta película”, nos aclara este novato de 73 años.
No han recibido subvenciones ni ayudas de ninguna institución, todo se ha fraguado de una forma casi artesanal, hasta que se toparon con la dichosa burocracia. Estrenar una película no es sencillo, y aunque Bollaín pensaba que bastaba con ir a las salas y ver si les interesaba su obra, la realidad es mucho más compleja. “Primero tienes que rellenar un dossier inmenso en el que acreditas que es un filme 100% española, luego tienes que darte de alta como productor de cine, pagar unas tasas y también hay que calificarla. Te dicen que te la autocalifiques, yo dije que era para mayores de 12 años y me la han cambiado a mayores de 16 años y no sé por qué”, recuerda con resignación mientras censura que un cine “libre” como el suyo tenga que pasar por tantas trabas para llegar a la gente.
Icíar es implacable, súpersincera, no porque tengamos un relación especial no me dice lo que piensa
No entiende que un estreno tan reducido tenga que ser simultáneo en todos los cines de España, que no se ponen de acuerdo en la fecha que más les conviene y que viven sometidos a la dictadura de las 'majors'. Toda una aventura que ha realizado mientras seguía desempeñando su labor diseñando sistemas de control de plantas de procesos, un trabajo por el que también ha sentido devoción y que no abandona del todo “porque me gusta”. El tiempo para escribir, preproducir, rodar y montar sabe de dónde lo ha sacado: “de tener broncas con mi mujer”. Su apoyo en este sueño, pero la primera (junto a sus hijos, que le ayudan con la posproducción) que ha sufrido todo este “parto larguísimo”.
La crítica, mejor en familia
A Manuel Bollaín no le preocupan las críticas, sabe que su influencia es relativa, aunque hay a una persona a la que sí teme, a su sobrina Icíar, que todavía no ha visto Quizás, pero que “es implacable”. “Es súpersincera, no porque tengamos un relación especial no me dice lo que piensa”, asegura. El que es un fan declarado de sus cortometrajes y mediometrajes es Paul Laverty, pareja de la realizadora y guionista de sus trabajos, así como de los de Ken Loach. “Muchas veces me ha dicho que le diera un guion de algún mediometraje porque de ahí se podía hacer un largo. Tengo más éxito con Paul que con Icíar”, dice riendo mientras asegura que él no tiene porque ser implacable con la obra de su sobrina, porque “todas son maravillosas”.
A pesar de sus 73 años no piensa parar y amenaza con otro largometraje, aunque primero quiere ver qué ocurre con esta. “Me imagino que pasará sin pena ni gloria, pero cuando la resaca acabe empezaré la siguiente”, zanja seguro. Seguirá fijándose en sus maestros, Woody Allen y Alfred Hitchock, y en la energía de otro cineasta al que admira: Manoel de Oliveira, el portugués que a sus 106 años, sólo meses antes de morir, terminab su última obra. Dirigir era su sueño y su vida, como la de Manuel Bollaín, que lleva el celuloide en la sangre y que ha demostrado que se puede ser una joven promesa con más de 70 años.