Qué bien sienta una película de género que no se avergüenza tímidamente de serlo. Que va a por todas. Que no necesita explicarse. Que no tiene ninguna necesidad de refugiarse en coartadas intelectuales. Que disfruta de su naturaleza y nos recuerda por qué nos gusta tanto el cine de género: porque en esa plaza no todo tiene por qué ser trascendente o metafórico. Una película puede ser lo más sin tener ningún mensaje. Puede ser lo más a partir de una premisa simple, absurda o directamente idiota. Puede ser lo más provocando en el espectador una reacción más epidérmica que reflexiva. Green Room, el hit independiente del que todo el mundo habla (o debería de hablar), es un ejemplo clarísimo. Eso sí, con matices.
Lo nuevo de Jeremy Saulnier (Blue Ruin), director con muchos números para convertirse muy pronto en uno de los grandes, ni tiene una premisa tonta ni está exenta de ideas. Pero es obvio que lo ha roto más por cómo está ejecutada que por lo que explica. Tiene mérito y mucha guasa que alguien logre levantar hoy día una película sobre la batalla campal a puerta cerrada entre los componentes de una banda de punk y un grupo de skinheads. No veo hordas de productores peleándose por producir algo así. Y todavía tiene mucho más mérito partir de esa premisa y que el resultado no sea una broma: Green Room no es un ensayo sobre nada, pero, como quien no quiere la cosa, da sus vueltas en torno al salvajismo, la violencia y el instinto de supervivencia. Incluso tiene personajes, no simples fichas al servicio de la acción (el reparto es espléndido, por cierto).
Aun así, insisto, lo que lo convierte en uno de los filmes más potentes de la temporada no es lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Y lo cuenta, por un lado, con un guión de una precisión alucinante: Green Room está muchísimo mejor escrita de lo que parece. Ese ritmo narrativo, ese crescendo en espiral y ese brillante uso de los diálogos como estímulo y complemento del enfrentamiento físico entre los personajes no son cualquier cosa. No hay muchas películas recientes con un texto tan medido a las que no se les note el armazón y que fluyan con esa naturalidad. Por otro, Saulnier dirige la acción como nadie. Mejor dicho, con un estilo personal y sin limitarse a reproducir aciertos de otros, la dirige como los buenos: es imposible no pensar en dos clásicos del cine de asalto, Perros de paja (1971) y Asalto a la comisaría del Distrito 13 (1976), mientras ves Green Room.
El cineasta monta un infierno a puerta cerrada. Coreografía con maestría el enfrentamiento entre las bandas rivales, convirtiéndolo en una especie de baile de cortejo macabro (tiene toda la película un impulso musical muy interesante). Saca el máximo partido al espacio, ese local a las afueras de Portland transformado en una ratonera llena de trampas, subterfugios reales y mentales y objetos vulgares reciclados en armas. Y sabe perfectamente cómo hacer entrar la violencia en cada escena, una violencia más seca que estilizada, para lograr el mayor de los impactos. Saulnier diseña el dispositivo perfecto para meter en una habitación todo un campo de batalla y convertir el miedo, la asfixia y la locura en cosas que se pueden tocar con las manos.