El director de The Square, Ruben Ostlund.

El director de The Square, Ruben Ostlund. Reuters

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Cannes se rinde a la hipocresía del arte contemporáneo

Ruben Östlund denuncia la hipocresía de la industria del arte con 'The Square', una película llena de mal rollo.

Violeta Kovacsics / Cannes
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A mediados de los ochenta nacía Act Up Paris, un grupo activista que denunciaba la inoperancia y el silencio de la administración francesa ante el sida. Este sábado, en Cannes, se estrena 120 battements par minute, una película-denuncia que ahonda en las acciones de aquel grupo a principios de los noventa, gritando nombres como el de Mitterrand con un megáfono. Lo hace a partir del retrato del movimiento asambleario, del deterioro del cuerpo enfermo y de la acción performativa. Arrojar globos llenos de tinta que emula la sangre en la cara de los políticos. Trazar siluetazos en el suelo de las víctimas de la epidemia. Teñir el Sena de rojo. Estas son algunas de las acciones e ideas que se presentan en la película. 120 battements par minute es una película activista, una suerte de 'agitprop' estético y emotivo, que pretende remover los estómagos y desenterrar los muertos de uno de los rincones más sombríos de la historia de finales del siglo XX.

La performance está también en el centro de The Square, la película de Ruben Östlund, el director de la exitosa Fuerza mayor, crónica de los conflictos de una pareja burguesa en el corazón de Europa. Con The Square, el cineasta sueco denuncia la hipocresía de la industria del arte contemporáneo. Lo hace de la mano del director del museo de Estocolmo, al que pone contra las cuerdas de lo moral cuando, un día, en medio de la calle, le roban la cartera y el móvil. A partir de aquí, él, que se cree más listo que nadie, y especialmente que el pobre ladrón que le ha birlado sus cosas, emprenderá su venganza.

Performance: entre arte y realidad

La escena central de The Square tiene lugar en medio de una soirée para la alta sociedad, que atiende curiosa a la representación de un hombre musculoso, que no habla sino que emite sonidos, que provoca al público con sus gestos primitivos. Todo parece un espectáculo, dispuesto para agitar las conciencias de los espectadores, vestidos con sus mejores galas, sentados alrededor de unas mesas con champán y comida. Sin embargo, el show no deja de crecer, y el intérprete-hombre-bestia se muestra cada vez más violento, más incontrolado, hasta el punto que no sabemos, ni sabremos, si todo forma parte de una creación artística o si estamos ante la consecuencia de una realidad profundamente irritada.

Esta no es la única performace de The Square, una película que se construye sobre escenas que son, en esencia, actuaciones que colisionan con la realidad: la presencia de un chimpancé en el apartamento de una periodista, las intervenciones de un hombre discapacitado que interrumpe constantemente la conferencia de un artista, la acción del protagonista cuando deja la denuncia del robo en cada uno de los buzones del edificio donde vive el ladrón. Todos estos elementos se presentan no como un recurso para el relato, sino como una performance, dispuesta a poner en un brete la rigidez de una sociedad que funciona muy bien para los ricos pero no tanto para los pobres.

La performance sirve para reflexionar sobre cómo se construyen las normas sociales y para revelar la inestabilidad que acarrean estas tradiciones y compartimentos. Planteada a partir de escenas abiertas, que emborronan la línea que separa la actuación artística de la realidad, The Square propone una serie de acciones simbólicas que dinamitan algunos de los lugares comunes de la industria del arte. En un momento de la película, los invitados a una inauguración escuchan atentamente al director del museo, y corren como zombies famélicos cuando se anuncia que habrá comida. El camarero, se revela contra los invitados y se pone a gritar, evidenciando la futilidad de la soirée, que se presenta como un lugar más para picar canapés que para reflexionar sobre el arte.

Un arte ininteligible

Al principio de la película, el protagonista es entrevistado por una periodista, que le lee una frase publicada en la página web del museo. En verdad, lo que lee parece más bien un jeroglífico, una acumulación de expresiones rimbombantes. El director responde: “Si agarro tu bolso y lo pongo en medio de una sala de exposiciones, ¿es arte?”. Öslund parece tener en el punto de mira la distancia entre el arte de museo y la realidad en la que convive.

Es el caso del vídeo de un niño rubio que vuela por los aires y que se convierte en fenómeno viral o del lema de una de las exposiciones sobre cómo la plaza es un espacio en el que “todos somos iguales”. Todo está dispuesto para una denuncia activa que, en algunos momentos cae en el trazo grueso. Este es el riesgo que corre Öslund: que su película pueda resultar tan altiva como la sociedad que denuncia.

En Fuerza mayor, la anterior y exitosa película de Östlund, una familia de vacaciones en un resort de esquí es testigo de un alud. La nieve se desprende de la montaña y una espesa bruma cubre el balcón del lujoso hotel en el que están almorzando. El hombre corre para resguardarse, dejando atrás a su esposa y a sus hijos. La escena, elegantemente filmada en un largo e inmóvil plano secuencia, sirve de detonante para denunciar a una burguesía europea absolutamente sedada. Aquella escena era maravillosa y sutil, tan potente como una avalancha, tan expresiva como una performance.