¿Qué tiene que decir un soldado que siente la muerte en cada esquina?, ¿de qué pueden hablar dos personas que sólo buscan sobrevivir en una guerra que no entienden? En medio del horror el lenguaje carece de sentido. No hay palabras que acierten a expresar esos sentimientos, esa experiencia infernal y caótica. El cine bélico lo ha intentado muchas veces, y ha encontrado siempre la misma respuesta: cuanto más se intente explicar menos se entenderá. Por el contrario, cuando la imagen esté ahí, como un testigo de la crueldad y de la incomprensión el espectador será su cómplice.
Lo demostró Steven Spielberg, que convirtió el Desembarco de Normandía de Salvar al soldado Ryan en el mejor documento para intentar entender lo que supuso aquella masacre en la playa. Esa idea de que entre disparos y bombas todo lo que se diga sonará falso, lo lleva Christopher Nolan hasta sus últimas consecuencias en Dunkerque, su última película que se estrena este viernes. El director, que tiende por inercia a la grandilocuencia y la sobreexplicación, depura su historia hasta dejarla en los huesos. Un guion que se limita a unas cuantas frases de diálogo que son meramente descriptivas excepto cuando alguien se atreve a decir lo que Nolan quiere contar: "la supervivencia no es justa, la supervivencia da asco". A aquellos chavales que esperaban en la playa para ser salvados mientras los alemanes les acribillaban les daba igual quién estaba a su lado, quién les disparaba y por quién luchaban, lo único que valía era vivir, a cualquier precio.
Dunkerque despoja a los personajes de toda historia -solo el de Mark Rylance cuenta algo personal-, nadie sabe nada de su pasado, ni de su presente, ni de lo que quieren hacer con su futuro. Esos toques melodramáticos que se usan para ayudar a que el espectador empatice se borran para meternos en fuego enemigo, y bajo el sonido atronador de las bombas todos se igualan. Al piloto que persigue un caza alemán, el soldado que huye sin mirar atrás, o el niño que es capaz de desnudar un cadáver y ponerse su ropa les une el instinto de supervivencia, ese que también es capaz de sacar lo peor de cada uno. Tanto se empeña Nolan en borrar todo rastro de historia o explicación que ni siquiera se menciona a Hitler o los nazis en ningún momento.
El espectador conoce de sobra los acontecimientos reales, lo que cuenta aquí es meterle en una experiencia física y sensorial. Que sienta la Guerra como nunca la había sentido, en sus propias carnes. Que las balas silben a su lado y tiemble con cada explosión. Que su cabeza termine a punto de explotar como la del protagonista que grita bajo el agua. Uno sale agotado de la propuesta de Nolan, como si hubiera recibido una paliza. Incluso se le perdona la pulcritud de una Guerra a la que le faltan sangre y vísceras y le sobra la filigrana narrativa de mezclar tres historias temporales.
El horror en 70 mm
Para revivir esa experiencia claustrofóbica de una forma sensorial y meterte de lleno en ese mundo en el que sobran las palabras y el contexto, Nolan recurre a toda la fuerza que el lenguaje cinematográfico puede aportar, y construye su obra para ser vista en cine, porque Nolan ama el cine, pero le gusta como le han enseñado a verlo, en gran pantalla, y a poder ser en soporte analógico. Nada de Netflix ni moderneces varias. Lo dejaba claro hace poco en una entrevista en El Mundo, y lo hace cada vez que abre la boca para defender un arte que muchos dan por muerto y él se esmera en recuperar.
Christopher Nolan cree en el poder de su obra y de las películas, y en que la experiencia cinematográfica no se vive igual en la pantalla de un iPad que en un pantallón enorme. Por ello siempre apuesta por el espectáculo, pero un espectáculo arraigado en la tradición, en los clásicos. Él, uno de los pocos directores cuyo nombre es una marca para el espectador, podía haber sido un listillo y simplificar sus procesos y rodajes gracias a las nuevas tecnología, pero para Nolan el cine no es eso. Es bajar al barro, tocar el celuloide con las manos y seguir viendo películas a las que homenajear en sus filmes. En vez de avanzar hacia lo churrigueresco, Nolan ha sufrido un proceso de depuración que ha demostrado con Dunkerque, en la que recurre a las formas del cine mudo, que estudió para el rodaje, y a la película de gran formato (70 mm) para convertir la experiencia en algo único, un evento que justifique el precio de la entrada.
Revisé filmes mudos para las escenas con multitudes, para ver cómo se movían los extras, cómo se construía el espacio, que planos se usaban y cómo la cámara lo capturaba
Nolan ve rodar en película como una decisión artística, no como una decisión comercial, y su lucha por defender el celuloide ha hecho que, junto a otros cineastas como Martin Scorsese, hayan iniciado una campaña a favor del formato analógico cuando uno de los últimos lugares de venta y revelado de película anunció su cierre.
Aunque poco tengan que ver temáticamente, la decisión de quitar la palabra a sus personajes, hizo que tuviera que revisitar a cineastas de la época muda. “Revisé filmes mudos para las escenas con multitudes, para ver cómo se movían los extras, cómo se construía el espacio, que planos se usaban y cómo la cámara lo capturaba”, dijo Nolan a Premiere, a quien confesó como inspiración obras maestras como Intolerancia o Amanecer.
Con Dunkerque Nolan ha dejado de ser Nolan para, finalmente, serlo más que nunca. No ha renunciado a su precisión de relojero suizo, a la banda sonora atronadora de Hans Zimmer y a su gusto por componer imágenes de una gran belleza, pero ha comprendido que, muchas veces, el silencio hace que el horror resuene con más fuerza que nunca.