Si uno menciona Malasaña todo el mundo piensa en un barrio moderno, en hipsters, barberías, bares de moda. En fiesta por la noche en el Penta o en cervezas en la plaza del 2 de mayo. Los que vivan allí o hayan intentado mudarse a la zona últimamente puede que piensen en los 1.000 euros que piden por 35 metros cuadrados de bajo interior y otras grandes ofertas de zulo que se mueven por una de esas zonas que no pasan de moda.
Pero no siempre fue así, de hecho, hasta comienzo de los años 80, nadie conocía al barrio con ese nombre, sino como el Barrio de las Maravillas, pero empieza a popularizarse así por la calle Manuela Malasaña, que cogía su nombre de la heroína madrileña en los levantamientos madrileños del 2 de mayo de 1808 que nos enfrentaron a las tripas francesas. Un suceso que marcó al barrio, y de hecho por eso también se puso el nombre a la plaza que se ha convertido en centro neurálgico del moderneo madrileño.
Fue la movida madrileña la que colocó Malasaña en el foco cultural, pero antes de eso era una zona más, o mejor, una calle más. Y es en esa calle, en Manuela Malasaña donde se ambienta el filme de terror producido por Bambú y que lleva de nombre Malasaña 32. Una película que juega al choque entre la idea preconcebida de la zona y el contraste con el terror sobrenatural que propone el film estrenado este fin de semana. Las casas viejas de la zona que tantas veces hemos visto se convierten en el escenario perfecto para el filme de Albert Pintó y producido por la popular Bambú, creadora de series como Las chicas del cable, y que apuesta por el género en este salto cinematográfico que realiza de la mano de Warner y Antena 3.
Pintó y Bambú apuestan por un reparto desconocido, algo necesario para esta familia de campo que emigra a la gran ciudad en el año 1976, con Franco recién muerto y siguiendo la promesa de progreso y modernidad que sonaba en todo el país. Una más del éxodo rural, aunque en este caso con un motivo oculto que vertebra la historia. Porque esta familia escapa también de los prejuicios, del qué dirán y de la incomprensión de aquella dictadura terrible.
En esa casa de Malasaña 32 -no os empeñéis en buscarla porque no existe en la realidad, la calle acaba en el 30- pasaron hechos terribles, como manda la tradición del género, y un espíritu vengativo querrá acabar con esta familia compuesta por un niño pequeño y entrañable -que recuerda al Antoñito de Verónica- y dos adolescentes, además de los dos padres. Por supuesto, para vencer a esa presencia tendrán que entender lo qué ocurrió, algo que tiene que ver también con los prejuicios del franquismo. Para ello contarán con la ayuda de una medium, un cameo maravilloso de Concha Velasco, igual que el de Javier Botet.
Malasaña 32 es una película efectiva, que asusta y mantiene el ritmo y la tensión, ayudada por el universo sonoro de esa casa y de todas las referencias nostálgicas al mundo de los 70. Hasta la televisión del momento consigue tener un momento que hará saltar de la butaca. Una buena forma de intentar recuperar un género que nos dio tan buenos resultados en la taquilla hace años, cuando directores como Bayona, Balagueró o Paco Plaza aterrorizaron a millones de espectadores en nuestras salas. Malasaña 32 quiere seguir la misma senda, y es el primer estreno español importante del año.