Nunca antes había dejado espaguetis en el plato.
Nunca antes había dejado gambas en el plato.
Nunca antes había dejado patatas bravas en el plato.
Nunca antes había dejado crema catalana en el plato.
En pleno Paseo de Colón de Barcelona, y a escasos metros de restaurantes icónicos como El merendero de la Mari o La Gavina (también de una Tagliatella, pero eso hay en todos lados), se levanta, orgulloso, el Restaurant Sailor, justo enfrente de la mítica gamba de Mariscal -que en realidad es una cigala-. En la puerta, un camarero con un aire a Spirou, que podría interpretar en una peli de terror al recepcionista atontao de un hotel que resulta ser un asesino en serie (hasta donde podemos saber, no lo es; era muy buen chaval, de hecho). Nos sentamos en una mesa con el mantel no excesivamente limpio.
El camarero está vigilante en la puerta esperando la llegada de clientes, bajo un letrero que parece el de una tienda de chinos que liberan móviles. No se da cuenta de que nos sentamos, hay que estirar el brazo. Viene.
No hemos llegado a este restaurante traídos por el viento. Nos ha traído TripAdvisor. Y es que este restaurante es el que tiene peor valoración de la ciudad, empatado con El Rincón de Manolo (que en Google Maps no tiene tan malas valoraciones). Sailor ha heredado este honor tras el cierre del Amatxu, que era el peor valorado de España. De hecho, si buscas el restaurante en Google, el segundo enlace es una reseña titulada "Avoid this restaurant" (evita este restaurante).
Me recuerda a esos letreros en las puertas de las películas de zombies que rezan "muertos dentro". ¿Sabéis que en todas las pelis hay un gilipollas que abre la puerta? Bueno, pues ese gilipollas soy yo.
Asalto al guiri del dinero
La terraza está en un lugar estupendo: en primera línea del tráfico del paseo marítimo. Y no, desde ella no se ve ni el Moll de la Fusta ni el mar, solo se intuyen las azoteas del World Trade Center y del Hotel Vela en la lejanía. Con un poco de suerte, un autobús se subirá a la calzada y nos ahorrará los postres. Pero estamos en esta vida para jugar.
La carta -en la que por cierto no se incluye el IVA- ya deja ver cuál es el target de estos terroristas gastronómicos. Encontramos la información hasta en ruso antes que el tan reivindicado catalán. Una pizza de jamón y champiñones, 14€. Suponemos que lleva queso hecho con sangre de dragón. Apostamos por compartir, por aquello de no tener que vender a nuestro primogénito en Wallapop para poder pagar la cuenta.
Primero, unas tapitas: croquetas melosas de jamón, gambas al ajillo y patatas bravas. ¿Qué puede salir mal con esa apuesta? Bueno, la verdad es que todo. Primero llegan las croquetas, emitiendo ese calorcito tan característico del microondas. Para ser melosas, tienen la consistencia suficiente para mantener unidos unos ladrillos e incluso a Podemos. Pero lo cierto es que no están tan mal. ¿Acaso habrán exagerado los ofendiditos de internet?
El ataque de las patatas bravas del espacio exterior
Al segundo, aterrizan en nuestra mesa unas gambas que nadan en aceite y unas patatas bravas. Lo de pedir unas gambas sonaba genial en nuestra cabeza, pero ahora las miramos y ellas nos devuelven la mirada. Las tocamos con el cubierto, preguntándonos si algo se movería en el fondo del plato. Finalmente reunimos el valor de llevarnos una a la boca. Masticarlas es como morder una goma de borrar con un remoto gusto a gamba. Casi dan ganas de cruzar la calle y lamer la escultura de Mariscal a ver si tiene más sabor.
Así pues, quedan las patatas bravas. A primera vista no parecen gran cosa, pero tampoco echan pa'tras como las gambas. Un minuto después nuestros tenedores se están peleando por los trozos de patata que no están tocados por la salsa. Probarla es lo más parecido que puedes hacer a meter la lengua en una vinagrera. Por un momento nos planteamos que esté estropeada, pero parece evidente que la mayonesa es de bote. Lo más probable es que solo sea asquerosa, pero por si acaso preferimos jugar a la salsa is lava.
Llega el camarero con pinta de botones de hotel decadente y pregunta si se puede llevar los platos. Las croquetas se han esfumado, más producto de un hambre de perros que porque estén buenas, pero las gambas y las bravas ahí siguen. Él se las lleva sin preguntar mucho más.
Llegan unos espaguetis a la marinera que tienen dos gambas y tres mejillones contados, junto a una salsa con aspecto de diarrea que preferimos no saber qué es. La presentación es digna de un plato de colegio, el sabor de lo más insulso. Pero visto cómo habían resultado las tapas, esto es casi una bendición. Y, además, estas gambas no parecen cocinadas con un colisionador de hadrones. El hambre y la comparación con los antecedentes les hacía saber casi a gloria. Y aún así es la primera vez en mi vida que no me he acabado un plato de pasta.
Un cadáver a los postres
Llegado el momento de los postres, hemos optado por preguntar al camarero Spirou qué nos recomendaba. "Crema catalana de la casa", ha contestado en un intento de catalán con un fuerte acento posiblemente polaco y con bastante poca emoción. Pues nada, es un postre recomendado por ellos mismos. Un postre que toda la vida me ha flipado, por lo que era difícil imaginar que iba a ser lo peor de la comida. No sabía lo que se me venía encima.
La primera pista de que algo iba mal fue cuando al intentar partir la capa de azúcar quemado la cuchara rebotó como si hubiera chocado contra el escudo de el Capitán América. Y es que esa capa de glucosa era más gruesa que el hielo del Ártico en sus años mozos. Debíamos haber imaginado que romperla podía liberar horrores ancestrales, terrores cósmicos que la humanidad ha olvidado y cuyo recuerdo nos impulsaría a la locura. Pero a estas alturas estábamos tan preocupados por si podíamos hacerlo que no nos paramos a pensar si debíamos hacerlo.
Tras conseguir perforar esa capa de diabetes acorazada haciendo un butrón, cometí el que podía haber sido el peor error de mi vida: llevarme esa crema a la boca. Al principio pensé que había un grumo. Luego me di cuenta que no, que había algo más. Si os lo cuento, no lo creeréis.
Así que os lo enseñare:
Con más de la mitad de postre todavía en la tarrina, viene el camarero y le pedimos la cuenta. El jamacuco que más de uno se habrá llevado puede haber sido importante. El total ascendía a 38,78€. Por tres tapas, unos malditos espaguetis y un postre, de los cuales solo tuvimos estómago para terminarnos unas croquetas, que ahora recordamos como maldita ambrosía. ¿Cafés? No, valoramos demasiado la estabilidad intestinal. Así que huimos de ahí mientras escribimos a la oficina: "¿A alguien le ha sobrado un cacho de pan?"
[Más información: 'Gastroatentado' a la extremeña en la taberna peor valorada de Madrid]
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