El fotoperiodista César Toimil (Ferrol, A Coruña, 1967) se subió a un tren con destino a Chernóbil en mayo de 2009 y se bajó ocho años más tarde. Lo que iba a ser una escapada en homenaje a su padre, una especie de peregrinación para ilustrar un cuaderno personal y encajar las piezas del duro puzle del duelo, acabó por convertirse en diez viajes que, como dejó escrito Cavafis, estuvieron llenos de aventuras y experiencias en torno a esa Ítaca que surgió en mitad de la tragedia aquel 26 de abril de 1986.
Ahora, después de haber cerrado el círculo hace un par de años cuando se despidió de Ucrania por última vez, la serie de HBO le ha forzado a reflotar su trabajo, plasmado en un libro y un documental. Él se lo toma con la resignación del viajero que desempolva sus viejos álbumes dispuesto a revivir aquellos días para un público insistente: “Creo que Chernóbil me va a acompañar toda la vida”, reconoce al empezar su charla con EL ESPAÑOL.
Este profesional de La Voz de Galicia celebra que la pantalla haya puesto nombre a los héroes que evitaron millones de muertes. Con una medalla de liquidador que le regaló uno de ellos guardada como oro en paño, sabe que la complicidad que tuvo con toda esa gente surgió porque no tomó atajos. Por eso, ellos le han pedido que cuente su historia y es lo que lleva haciendo 10 años con la responsabilidad y el respeto del que se sabe observado por sus ya amigos ucranianos por “un agujero”.
El largo camino
Toimil perdió a su padre en 1999 víctima de la asbestosis, una enfermedad tristemente común entre los trabajadores de los astilleros -principal industria de la ciudad gallega- que habían estado expuestos al amianto. “Él sabía que estaba en un entorno que le estropeaba la salud a pesar de que los médicos, por aquel entonces, achacaban todo al tabaco. No era tonto, llegaba tosiendo a casa y le costaba respirar, pero él lo hacía igual, era su deber”.
Cuando explotó el reactor cuatro de la central soviética él tenía 18 años y hacía el servicio militar en el departamento de Rayos X del Hospital Naval. Que algo como la radioactividad pudiese salvar y arrebatar vidas le fascinó, le pareció mágico, al igual que el papel de aquellos héroes con un sentido del deber tan grande que no les permitió huir. “Al fallecer mi padre empecé a darle vueltas a la idea de ir allí como quien hace el Camino de Santiago, homenajeando ese paralelismo entre aquellos liquidadores y los trabajadores como mi padre. Mezclando lo lejano y lo exótico de allí con lo que tienes al lado comiendo contigo todos los días”.
Así que en 2009 se montó en un tren y, una semana después, estaba en Kiev. Su familia no sabía su verdadero propósito y, reconoce, él tampoco: “Fue cobrando vida por sí mismo. La idea inicial era ir allí, conocer aquello y olvidarme, no tenía más intenciones que dejar un cuaderno de viaje para mis hijos. Sin embargo, cuando llegué, me sentí como en casa y no tardé más de tres meses en regresar porque vine muy tocado y necesitaba volver”.
Pasar desapercibido para conocer la historia
La traductora de español que había contratado para su primera incursión le presentó a su padre, que era uno de aquellos liquidadores de los que Toimil había oído hablar. “Fue mi perdición. Me contó su historia y mi interés fue variando, era algo más personal”. Conoció también a la directora del National Chernobyl Museum, Anna Korolevska, y ella le abrió las puertas al mayor centro de documentación sobre el accidente donde, por cierto, hoy en día descansa parte de su obra. “A medida que iba conociendo gente me sorprendía lo que contaban de esa época y de cómo están ahora. Sigue habiendo muchas personas que no tienen recursos y salen a la calle para reclamar sus derechos".
Los primeros disparos del fotoperiodista se centraron en aquel vacío inmenso que se llamaba Prypiat, la ciudad donde vivían los trabajadores de la central, que tuvo que ser evacuada. “En la fotografía es tan importante lo que no se ve como lo que se ve. En esos paisajes que tú puedes ver desiertos en realidad hablo de la gente a través de su ausencia. Imagino quién pudo vivir en aquellos edificios o quién estaba leyendo esos libros, todo tiene su historia”.
Más tarde, empezó a retratar a las personas que habían vivido todo aquello. “Quería dar un mensaje esperanzador, huyendo de todo lo apocalíptico que se había dicho sobre la zona, destacando que la vida continúa y, sobre todo, que había que hacer algo por las víctimas. También, por supuesto, mostrándoles respeto. Yo no fotografié a la gente enferma, no iba buscando eso”.
Lo que buscaba era mezclarse con ellos, con una cámara compacta en el bolsillo que le permitía pasar más desapercibido al “no darte ese halo de profesionalidad” y conseguir que “la gente se relaje”. “Si llevas tiempo en la fotografía te sabes todos los trucos para impresionar a la gente, las artistadas, pero yo quería escapar de eso, no ser yo el protagonista sino lo que se ve”.
Eso sí, sus disparos en la zona contaminada tenían que ser rápidos, sobre todo en el interior, y acompañados de un aparato imprescindible: el medidor de radioactividad. “No puedes deshacerte de él, está midiendo constantemente el aire y los suelos. Tampoco puedes tocar nada. Es curioso porque una vez compré uno en España y cuando llegué no funcionó, estaba la escala siempre a tope. Era como si a una báscula de precisión le pusieras un kilo de patatas encima”.
We can be heroes
Cada 26 de abril, aniversario del accidente, a las 1:23 horas suenan las campanas de las iglesias de Kiev, se hace una vigilia y los liquidadores repiten una ceremonia en la que Toimil pudo colarse. “En un parque cercano reparten las mismas raciones de comida que le daban a los trabajadores de la central. En Ucrania tienen una relación muy curiosa entre la comida y la muerte. De hecho, las tumbas están llenas de alimentos y las familias ponen el mantel al lado y almuerzan junto a sus familiares fallecidos”.
Además del homenaje institucional, los liquidadores se manifiestan varias veces al año para reclamar sus derechos ante el Gobierno. “Algunos, por ejemplo, no tienen ni dinero para pagarse los tratamientos médicos”. Eso sí, no todos los que se manifiestan son los que fueron: “Hay que decir que hay mucha pillería. Yo he conocido a gente que viene a enseñarte un carné de liquidador y tenía 10 años cuando ocurrió todo”.
Esos carnés que ellos guardan con celo registraron aquel mes de abril del 86 las horas que trabajaron allí, en qué zonas y las dosis de radiación que recibieron. “Con esta gente también hay mucho mito. Se decía que muchos habían ido forzados y, por ejemplo, la serie lo explica muy bien. ¿Cómo un oficial del ejército que pilota un helicóptero o un tipo que trabajaba en la central no iban a saber el riesgo al que se exponían? Lo sabían, pero era su trabajo y lo tenían que hacer”.
Más allá de los héroes con medalla, Toimil también conoció a otras personas protagonistas en la historia de Chernóbil, como Hahhah y su hermana Helena que viven en plena zona de exclusión, a menos de 30 kilómetros de la central. Su vida nunca fue fácil. De pequeñas, los nazis asesinaron a sus padres delante de ellas y, después del accidente, su aldea fue una de las que hubo que enterrar. Llegaron a su casa en primavera, pero durante el invierno -recuerda el fotógrafo-, solo un guardabosques acude hasta allí una vez al mes para llevarles comida y ver si siguen vivas.
“Quisieron ponerse guapas para recibirnos. Les llevamos algo de comida y revistas que habíamos comprado y ellas nos esperaban con vodka casero, licor de frutas, huevos de sus gallinas e incluso una sopa de pescado del río Prypiat, el que pasa por cerca de la central”, recuerda Toimil, relatando que esquivaron como pudieron la degustación de aquel caldo que, lógicamente, era un peligro para su salud.
“Fue una visita genial porque no fue triste. Estaban felices, no contaban sus penas. Les preguntabas por el accidente, contestaban pero cambiaban de tema. Era paradójico cómo había liquidadores en Kiev que estaban reclamando por su salud y ellas, viviendo en una zona donde las mediciones metían miedo, se iban a morir de viejas. Decían que un poco de radiación era buena. Ese Chernóbil, el de la gente alegre que intenta vivir en el entorno, era el que me interesaba. No la coletilla del ‘fin del mundo’. Dile tú a esa señora, que incluso cantó para nosotros, que aquello era el fin del mundo”.
La capacidad humana para meter la pata y enmendarlo
A Toimil la serie le ha gustado. Agradece, por una parte, que la gente ahora ya no le vaya a preguntar “cómo está aquello, si hay mucha radiación, si los animales tienen cuatro cabezas y si la gente alumbra por la noche”. Por otra, lo riguroso de la narración que transmite el suceso tal y como fue, sin muchas licencias dramáticas. Y, en tercer lugar, por poner el foco en esa dualidad tan humana de cometer un error y tratar de arreglarlo: “Ha pasado muchas veces a lo largo de la historia. Metemos la pata y, después, das tu vida si hace falta para enmendar el problema”.
Reconoce que si el accidente hubiese sido en un país occidental y no en la Unión Soviética, “probablemente hubiese tenido unas consecuencias muchísimo peores. Esa valentía, ese sentido del deber sabiendo que se iban a estropear su vida y la de sus familias, era muy soviético. Mucha gente pensaba, antes de ver la serie, que allí trabajaban cuatro colegas y, lo cierto, es que trabajaban los cracks. La gente se mataba por trabajar allí porque era lo último en innovación. Pero el error fue humano. Se daba una situación muy particular porque no se había ensayado nunca y estuvieron improvisando todo el rato pero, dentro de lo que cabe, lo hicieron bastante bien”.
El equipo de la serie había pasado por el National Museum hacía un par de años para documentarse y su directora le confió el secreto a Toimil. “Sin darme mucha información, me dijo que pintaba muy bien y que llevaba el proyecto Craig Mazin. Cuando vi que era el responsable de títulos como Resacón en Las Vegas se lo dije y nos quedamos los dos temblando, pero es una pasada. La factura es impecable, no es nada morbosa y ha puesto nombre a los protagonistas, con mucho rigor. Como a Valeri Legásov, el científico, un tipo fundamental. A ellos también les ha gustado porque te quedas con la valentía de la gente, no con las secuelas sensacionalistas que tanto se han vendido”.
El bum de un turismo irrespetuoso
Toimil considera que la serie es un altavoz para ellos, una “oportunidad para hacer memoria, recuerdo y honrar a las víctimas. Que se sepa que hay gente que todavía sufre las consecuencias y no tiene ayudas del Gobierno”. Económicamente sabe que el turismo nunca había sido tan intenso: “Las visitas al museo aumentaron en un 40 %. Que ellos intenten sacarle rédito me parece perfecto, pero los visitantes tienen que hacerlo con cierto respeto”.
El fotógrafo es consciente de que “incorporé más radiación a mi organismo que ninguna persona que tú puedas conocer”, por eso no se explica que los instagramers no se den cuenta del riesgo que corren sacándose determinadas fotos que, por otra parte, cree que “son una falta de respeto total”.
“A mí me rechina que, por ejemplo, te compres una lata de aire de Chernóbil a 10 euros, como está ocurriendo. Lo bueno es que están intentando proteger a las personas como Hannah y su hermana de este turismo invasivo, ridículo e irrespetuoso para que no vayan a sus casas. No me imagino a la señora con sus tomates y a una influencer poniendo morritos a su lado”.
“Ha sido una terapia”
Toimil ya ha aceptado que para muchos siempre será “el de Chernóbil” aunque ahora lleve meses inmerso en otro proyecto sobre la Línea Maginot. Antes que él, solo tiene constancia del trabajo de un documentalista español allí, Julio Soto, que hizo Radiophobia. El gallego nunca había tenido intención de mostrar su trabajo pero se le cruzó en su camino Alex Piñeiro, que comisarió la exposición y la creatividad de su libro, y lo convenció de lo contrario. Le hizo ver que tenía un gran interés.
Prohibida la Apertura Forzada de la Puerta es el título del libro con el que puso el broche a sus viajes. Un libro que se presentó en el museo de Kiev y del que también salió una muestra y un documental. “No creo que vuelva y eso que me han ofrecido hacer de guía para gente española. Pero yo ya me despedí. El último día, después de presentar el libro, escribimos en un ejemplar y lo dejamos en un banco enfrente del ayuntamiento para que lo cogiera el primero que pasase por allí. Le hicimos una foto y listo”.
A Toimil le gusta imaginarse dónde estará ahora ese libro, quién lo tendrá. “En ese momento tuve la sensación de que mi trabajo ya estaba hecho, que nada podía ir mejor. Que cualquier cosa que hiciera a mayores sería para empeorarlo. Para mí fue una terapia, una transformación. Cuando iba tenía la extraña sensación de que volvía a casa, como si en otra vida hubiese vivido allí. Estaba entre aquella gente y tenía la sensación de que eran los míos. Por eso tuve que saldar esa deuda con ellos, la de contar sus historias tal y como me las contaron a mí".
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