Un día aciago para ver toros. Llovía en Sevilla desde la noche, alargando el trasiego húmedo durante todo el día. Ñeñé, ñeñé. La lluvia-lluvia. Paró minutos antes de la corrida. Al romper los clarines, volvió. Joder. Casi lleno en La Maestranza. Este es un espectáculo maravilloso, con unos mecanismos extraños. No estaba la jornada para nada y había sin cubrir ¿10.000? ¿8.000? personas sentadas sobre el ladrillo mojado. El toreo es "tan arcaico que es lo más moderno que hay". La certera frase es de Agustín Díaz Yanes, ese gigante: la revolución está en una plaza de toros.
Zas. El filo de la espada cortó el aire velocísimo. Se hundió en la carne abriendo las puertas a la muerte. Manzanares enterró el acero con toda la fuerza del antebrazo armado y la inercia del toro. Hacia delante el anovillado juampedro, en la carrera suicida de la suerte de recibir lanzada por fin. La gente se levantó mientras, ya sangrado, Gruñón mordía el polvo. La gamuza arriba brillaba como una colina mate, camuflada en el lomo negro, roto.
La gran estocada fue el final de una faena sostenida por un detalle. Manzanares dio tiempo al toro, sitio y en el no inicio lo dejó respirar. Lo cuidó desde la lidia. Engrasada la cuadrilla. Dos magníficos puyazos de Paco María, un par de Suso y la brega exacta de Rafa Rosa. Al principio todo a su altura. No hubo una serie completa hasta el tercer intento. Los muletazos no llegaban al cuarto, el toro humillaba sin romper hasta el final. ¿O era Manzanares, que lo envolvía demasiado? Más lo primero.
Así avanzaron ambos hasta el trofeo, sin resolver esa equis. Fijeza del toro, juntas las dos manos, gran primer muletazo de cada tanda. El empaque, la verticalidad en el interior de la serie. Oles a su torero. A la figura sólo la rompía esa tendencia por rendir el trazo tan atrás, un jirón en la estética al rectificar por la apretura del trance. Una vez por dentro el toro, otra ya apagado, y aquella forma de acabar con él. Cielo andaluz: la oreja.
Esperó Manzanares para torear a la verónica al quinto. Dos lapas navegaron despacio, otra quedó colgada. Quizá el juampedro con más chispa de toda la corrida. Quebrado a veces el ritmo por esa alegría, que se fue diluyendo. Hubo muletazos sueltos buenos, un natural, el templadísimo pase de pecho, arrebujado y borroso un cambio de mano, y cero estructura. Dejó una tanda a medias para cerrar al toro, venido a menos, apagado, enfriada esa llama. La música le daba un aire modernista a la composición, levemente irónico. Bello. Se dejó el toro, pero nada más. De repente sobrevino el hipo. Manzanares arreció de nuevo con el cañón, partiendo en dos al bicho, quebrado y derribado en un instante. El rugido de la masa despeinó el bronce de Pepe Luis y volaron los pañuelos.
El toro de la tarde, el juampedro con el que los chavales sueñan con torear en Sevilla y Jerez -la foto de un natural dormido al lado de las tablas rojas o con Tío Pepe detrás- le tocó a López Simón. Castaño, bien hecho, bocidorado, un dije, Melodía tenía un temple y un ritmo recumbres descubiertos desde el primer capotazo.
Espantados -o escondidos- los fantasmas, se veía a López Simón resuelto, dispuesto, espabilado. Cleaning out my closet, cantaba Eminem. Al inicio de faena Melodía descubrió lo difícil que es torear bien. Hasta la segunda raya los dos. Sitio. De la sucesión de derechazos que siguió cuatro emergieron ¡despacio! Cogido el aire, templado LS a pesar del enroque en su cintura fija. Viva. Aquello fue un espejismo. Avanzó posiciones el torero. La embestida por el izquierdo era de dulce. Para mojar sopas.
Una pena que no tuviera fuerza. Agotó la distancia definitivamente el matador. Una voz desde el callejón lanzada a dar provocó la espaldina. Fuego amigo. Vaya. Ahora de rodillas. No hombre. Sevilla, ¿no? La faena cambió de barrio, de Barajas a la Cañada Real. El piloto rojo se le encendió al toro. Ya no había ni para eso. Silbaron, lógico. Qué feo. Hubo un poco de bochorno en las miradas.
Frente al sexto, basto, con una vuelta torera en los pitones, López Simón volvió a ser el de siempre. Debería empezar a plantearse por qué a otros más nuevos se les exige el doble.
Ponce se encontró con el primero sin fuerza. Nada. Un castaño guapo montadito. Ni la suavidad ni la voz que empuja. La revolera del saludo fue templada, mecida. Tampoco pudo ser con el cuarto, altón, flojo, claudicante. Ponce consintió que le tocara la muleta a ver si así. No hubo forma. Le afearon el intento.
Hasta el año que viene, a ver si hay espacio.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de la Maestranza. Viernes, 28 de abril de 2017. Tres cuartos largos de entrada. Toros de Juan Pedro Domecq a menos todos, el 1º desfondado, buen 2º sin terminar de rebozarse, de excelsa clase y ritmo el 3º, apagado el claudicante 4º, no duró el 5º con chispa, se dejó el 6º.
Enrique Ponce, de blanco y oro. Medio espadazo efectivo (silencio). En el cuarto, pinchazo arriba, metisaca, pinchazo y espadazo caído (silencio).
José María Manzanares, de azul marino y oro. Gran estocada en la suerte de recibir (oreja). En el quinto, gran estocada (oreja).
López Simón, de grana y oro. Pinchazo arriba y espadazo contrario (saludos). En el sexto, estocada entera (silencio).