Por razones familiares, estuve acudiendo a una residencia de personas mayores varios días y el panorama que allí contemplaba era como un balcón abierto a la vida. Bueno, a la vida y a la muerte, pero sobre todo a la reflexión.
Todos los días me encontraba con un señor, de edad avanzada, bajo de estatura, con su visera calada, pantalones anchos y chaleco oscuro, zapatillas, ojos saltones y un tanto rojizos de años de percibir el mundo y luchar por la existencia que, con movimientos lentos, pasos muy cortos y bastón en mano siempre está haciendo preguntas. ¿A dónde me llevas? ¿Y ahora qué hago?, ¿dónde estoy? Yo le apodé como "El filósofo". Jugando a las cartas, incluso, seguía interrogándose constantemente: ¿Cuántas me das?, ¿por qué echas esa?, ¿cuál echas tú?.
Al margen de las consideraciones puramente psíquicas y fisiológicas de un hombre curtido por el tiempo y agotado por la lucha ante la vida, había un hombre que estaba constantemente preguntando. Esa es la esencia de nuestra condición humana: la pregunta. Vivimos planteándonos interrogantes, pues nada existe con la certeza tal que no nos provoque nuevas preguntas. El hombre es un estado de incertidumbre que no se agota en las preguntas, puesto que, una vez respondidas, se abren a nuevos interrogantes. Nuestra mente es la constante intranquilidad intelectual.
Una vida vivida con intensidad es aquella que escudriña todos los rincones del ser, que plantea interrogantes, dudas. Solamente los que viven en la apatía, la indiferencia, la mediocridad, son los que no se interpelan. Son pobres de espíritu porque su vida se queda en lo inmediato, otros son cobardes porque no quieren enfrentarse a su realidad. Los hay que cierran los ojos al mundo y sobreviven en un estado de letargo intelectual que les hace sobrevolar la existencia sin ningún compromiso con ella.
Ahora bien, en la pregunta debe estar incorporada la búsqueda de su razón de ser, la respuesta que le dé sentido. Y, una vez respondida, se abrirán nuevos cauces para la interrogación. Y en esta ida y vuelta de los signos de interrogación ¿dónde se queda el filósofo?
Siguiendo a Aristóteles todos somos un poco filósofos cuando descubrimos un mundo que nos admira, que se presenta ante nosotros como lo nuevo. En la admiración está el inicio del filosofar, pero detenerse en ella solamente no es filosofar. El Filósofo no solo deberá hacer lo que hacen los hombres que se admiran, sino que además deberá dar razón de todo el proceso, ayudar a salir de la oscuridad, ser guía de seres que dudan y despertador de los que dormitan. Inquisidor de los que vegetan, no para segar su vida, sino para reavivarla.
Y en medio de toda esta reflexión me vuelve a aparecer el causante de ella, ese hombre de estatura menguada por el peso de la existencia, que cuando le indican por dónde tiene que ir o qué tienen que hacer siempre responde con la consabida interrogación que marca el ser de su existencia. ¿Qué hago aquí? ¿Dónde voy? , las preguntas esenciales del ser del hombre que dan sentido a su existencia. Él ya no tiene capacidad de responderlas, su mente ya está ocupada de tantos años de vida, pero cada vez que repite esas preguntas son un altavoz para todos nosotros, para despertar la conciencia y sobrevolar lo cotidiano y mundano, para adentrarnos en el infinito del pensamiento en busca de nuestro verdadero sentido de vida. Todo un reclamo en una sociedad pegada a lo material.
Por razones personales no volví a la residencia, pero de mi cabeza nunca se fue la figura de aquel hombre bajo de estatura, visera calada, pantalones anchos y chaleco oscuro, zapatillas, ojos saltones, movimientos lentos, pasos muy cortos y bastón en mano que siempre estaba haciendo preguntas: el "filósofo"