La madrugada del jueves el mundo despertó sobrecogido por las imágenes de los primeros ataques rusos contra Ucrania. La amenaza de una posible invasión del país se venía temiendo desde más de un mes atrás, ante la acumulación desproporcionada de tropas rusas en la frontera con la nación ucraniana, pero parecía que durante las últimas semanas la diplomacia estaba dando sus frutos, las tropas rusas se retiraban, y el temor a un enfrentamiento se alejaba. Todo era un espejismo. Entre 30.000 y 60.000 efectivos rusos se desplegaron sobre territorio ucraniano durante la jornada del jueves, un despliegue por tierra apoyado por bombardeos de cazas en diferentes puntos estratégicos del país -sobre todo instalaciones militares y portuarias- y por el lanzamiento de misiles de crucero desde portaaviones ubicados en el mar Negro. El rápido desarrollo de los acontecimientos ha llevado a los rusos a llevar su incursión militar hasta la capital, Kiev, durante la mañana de este viernes, después de una dura madrugada de bombardeos en la ciudad. La condena de la comunidad internacional y la indignación de los ciudadanos con las duras imágenes de la población civil huyendo de Kiev o refugiándose de los bombardeos en los pasillos del metro son unánimes. Pero ¿qué busca Vladímir Putin en Ucrania?
La paranoia histórica y el sentimiento de amenaza
El interés más inmediato del líder ruso es puramente geopolítico y se explica por la intención de proteger su esfera de influencia. El conocido como “vecindario próximo” de Rusia, ubicado en las exrepúblicas soviéticas que hacen frontera con el gigante eslavo, y cuyo control es crucial para Putin. Rusia es un país con una notable paranoia histórica, es decir, la sensación de encontrarse permanentemente amenazada por Occidente y que se explica, entre otros motivos, por los dos grandes intentos de invasión del país eslavo: el de Napoleón Bonaparte en 1812 y el de Adolf Hitler, en el marco de la Segunda Guerra Mundial, en 1941. La expansión de la OTAN desde el final de la Guerra Fría –en 1990 la Alianza Atlántica contaba con 16 miembros y en la actualidad son 30– se ha centrado específicamente en el este de Europa. En 1999 se adhirieron a la alianza la República Checa, Hungría y Polonia. En 2004 entraron Estonia, Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia. En 2009 ingresaron Albania y Croacia, y en 2017 Montenegro. Esta expansión cada vez más cercana a sus fronteras ha incrementado la preocupación rusa y la gota que colmó el vaso fue la solicitud de ingreso de Ucrania en la Alianza Atlántica en abril de 2021, que hizo saltar todas las alarmas en el Kremlin, ante la posibilidad de tener a la OTAN, su rival estratégico, en el límite de sus fronteras.
Algo similar sucedió en Georgia en agosto de 2008. Este país también era una exrepública soviética, en este caso ubicada en el Cáucaso, que había solicitado su ingreso en la OTAN en noviembre del año anterior. Rusia respondió a esta petición reconociendo la independencia de Osetia del Sur y Abjasia, dos territorios prorrusos ubicados en ese país –al estilo de lo que ha hecho ahora con Donetsk y Lugansk– y, acto seguido, intervino militarmente con la intención de derrocar al Gobierno prooccidental de Mijail Saakashvili. Finalmente, Rusia no logró sus objetivos por completo, ya que el Gobierno no cayó, pero Georgia finalmente no entró en la OTAN y se mantuvo el statu quo de neutralidad en el país. Algo similar quiere lograr Rusia en Ucrania. Su objetivo es que se convierta en un Estado tapón entre la OTAN y Rusia, y que garantice su neutralidad y su no entrada en la Alianza Atlántica ni en la Unión Europea, para que el gigante eslavo pueda calmar esa paranoia histórica. La referencia es lo acordado tras el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Austria y Finlandia –los dos países que hacían frontera entre el bloque occidental y el soviético– se comprometieron a ser neutrales y, de hecho, no entraron en la Unión Europea hasta 1995, una vez finalizada la Guerra Fría y disuelta la URSS. EEUU y la UE niegan que esto pueda tomarse como referente ya que consideran que la situación no es la misma que entonces y que cada país debe poder elegir sus alianzas libremente.
La cuestión identitaria
Ucrania es un país dividido prácticamente por la mitad. Una parte de la población se siente más cercana a Occidente mientras que la otra es rusófila, habla ruso o directamente añora los tiempos en los que Ucrania formaba parte de la Unión Soviética, y antes del Imperio ruso. Fue esta cuestión la que hizo estallar por los aires la situación del país a principios de 2014, cuando las protestas del Maidán hicieron caer por la fuerza al Gobierno prorruso de Víktor Yanukóvich, tras intentar este un mayor acercamiento de Ucrania a Rusia y un alejamiento de la UE. La deposición de Yanukóvich y la instauración de un Gobierno prooccidental en Kiev, apoyado por grupos ultranacionalistas ucranianos, hizo entrar en pánico a gran parte de las poblaciones rusófilas del este del país que se veían amenazadas y esto provocó el estallido de la Guerra del Donbás, en la que milicias prorrusas se enfrentaron a las fuerzas ucranianas. Finalmente, se terminaron constituyendo la República Popular de Donetsk y la República Popular de Lugansk como territorios independientes de facto, aunque no reconocidos, y controlados por Rusia. Dos zonas, además, de especial importancia económica por su riqueza en minerales y por ser un importante centro de producción industrial de carbón y acero.
Otro enclave fundamental para Rusia en el conflicto de 2014 era Crimea. Esta península, con una histórica importancia por su salida al Mar Negro, había pertenecido al Imperio ruso y después a la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFS) durante siglos, con lo que la población era mayoritariamente prorrusa y rusófona y, en muchos casos, directamente de etnia rusa. Crimea había sido integrada en la República Socialista Soviética de Ucrania en 1954, después de que el entonces dirigente soviético Nikita Kruschev se la entregara en conmemoración, precisamente, del 300 aniversario de su adhesión a Rusia. En 2014, por tanto, Crimea solo llevaba 60 años formando parte de Ucrania. La oposición a la instauración del nuevo Ejecutivo en Kiev en la península, tras los sucesos del Maidán, era mayoritaria y Rusia aprovechó esta situación para convocar un referéndum de anexión, que fue apoyado por más del 90% de la población, y finalmente ocupó este territorio militarmente, algo que tampoco fue reconocido por la comunidad internacional.
La guerra civil entre el Gobierno de Kiev y estos territorios rebeldes, anexados de facto a Rusia desde 2014, ha continuado durante los últimos ocho años, con períodos de mayor o menor intensidad y sucesivas violaciones de los altos al fuego alcanzados por las partes. A finales de 2014 se firmaron los Acuerdos de Minsk que, en otros aspectos, obligaban a que el Gobierno ucraniano reconocieran la autonomía de Donetsk y Lugansk dentro de Ucrania, algo que Putin acusaba a Kiev de no haber cumplido. Además, según Putin, el Gobierno ucraniano está cometiendo un “genocidio” en esos dos territorios prorrusos y no garantiza la atención sanitaria y servicios sociales de la población de Donetsk y Lugansk. Rusia, como respuesta, reconoció la pasada semana la independencia de estos dos territorios rebeldes –vulnerando, por tanto, los Acuerdos de Minsk, que solo hablaban de autonomía– como paso previo a la incursión militar. Lo que para muchos analistas iba a ser tan solo una intervención para asegurar el control de Donetsk y Lugansk –dos territorios que realmente ya controla desde 2014– finalmente se convirtió, para sorpresa de todos, en una intervención a gran escala en Ucrania, con el objetivo de hacer caer al Gobierno de Kiev. De este modo, Rusia pretende devolver el golpe recibido en 2014 y reinstaurar un Ejecutivo prorruso en Ucrania por la fuerza, que le garantice el control de este país que forma parte de su área de influencia.
La Segunda Guerra Fría: la pugna con Estados Unidos
Al interés por el control de su área de influencia en el espacio exsoviético, y al apoyo a las poblaciones rusófilas y rusófonas de Ucrania, se suma un conflicto a mayor escala y latente desde hace una década: la Segunda Guerra Fría. La disolución de la URSS en diciembre de 1991 configuró un mundo unipolar en el que los Estados Unidos eran la única potencia hegemónica, mientras algunos analistas, como Francis Fukuyama, hablaban de “el fin de la Historia”, refiriéndose a un mundo donde la ideología liberal ya sería omnipresente. Se equivocaba. La tranquilidad de EEUU durante los años 90 –que aprovechó la debilidad de una Rusia consumida por la corrupción, las dificultades económicas y la escasez de servicios sociales– se vio perturbada durante la siguiente década, cuando varios países comenzaron a reclamar su papel en el mundo, y comenzó a configurarse un mundo multipolar. Entre estas potencias destacan China, con su impulso económico desde principios del siglo XXI –llegando a superar a EEUU en muchos indicadores–, y Rusia, que despertó de su letargo y de su repliegue y comenzó a reivindicar su orgullo herido.
La llegada al poder de Vladímir Putin en el año 2000 supuso un antes y un después y mientras Rusia se iba recuperando económica y socialmente de la década perdida de los 90, iniciaba también un reforzamiento de su capacidad militar y estratégica, combinada con un discurso cada vez más nacionalista y fijaba su mirada de nuevo en esa esfera de influencia que había controlado durante siglos, tanto durante la época del Imperio ruso como después en el periodo de la URSS, y que ahora había perdido. Unos países que se acercaban cada vez más a su eterno rival, EEUU. La mencionada Guerra de Georgia, en el verano de 2008, marcó un antes y un después en la reivindicación de este papel internacional, que se vio reforzada a principios de la década siguiente. El apoyo a los rebeldes prorrusos en Donetsk y Lugansk, y la anexión de Crimea en 2014, demostraron que Putin iba en serio y que las ambiciones estadounidenses iban a tener un freno por parte del Kremlin. A este le siguieron otros episodios de importancia como la intervención en Siria en 2015 para apoyar al Gobierno de Bachar Al-Assad, el apoyo al Ejército Nacional Libio (LNA) en la Guerra Civil de Libia también desde 2015 o el apoyo al Gobierno de Yemen en su guerra contra los hutíes ese mismo año.
Las intenciones de Putin se mostraron aún más claras tras las acusaciones de hackeo durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos en noviembre de 2016 en favor, supuestamente, de Donald Trump. O tras su apoyo, directo o indirecto, a partidos nacional-populistas europeos como el Frente Nacional de Marine Le Pen, la Liga de Matteo Salvini en Italia, o el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ). Las relaciones de Putin también fueron fluidas con la Grecia dirigida por la Syriza de Alexis Tsipras desde 2015, mostrando que el interés de Putin por desestabilizar la UE no entendía de ideologías.
El continente americano ha sido otro de los frentes de batalla de Rusia en su nueva entrada en la escena internacional. Durante la rebelión en Venezuela contra Nicolás Maduro, entre 2018 y 2019, Rusia envió a mercenarios del Grupo Wagner –una compañía paramilitar secreta– a proteger al gobernante venezolano, y también ha mantenido relaciones fluidas con los Gobiernos de Cuba, Bolivia o Nicaragua, que comparten con el país eslavo su oposición a EEUU. Rusia también ha puesto su foco de interés en algunos países africanos, y mercenarios del Grupo Wagner participan desde 2019 en tareas de protección del presidente de República Centroafricana. El último episodio, previo a la invasión de Ucrania, fue la intervención en apoyo del Gobierno de Kazajistán –un tradicional aliado estratégico de Rusia en su esfera de influencia– tras las protestas de finales de 2021, que finalmente fueron sofocadas por la fuerza.
Ucrania es el último tablero de ajedrez de una pugna internacional entre potencias que cada vez parece agravarse más, con un repliegue cada vez mayor de EEUU y la OTAN–demostrado en episodios como la retirada de Afganistán el pasado verano después de más de 20 años de intervención militar en el país– y un aumento de la influencia de Rusia y China, que están configurando un eje alternativo al orden mundial liberal que conocemos. La población civil es, como siempre, la que tristemente pagará los platos rotos de un juego de intereses geopolíticos, económicos y estratégicos que no ha dejado de repetirse a lo largo de la Historia y que no tiene visos de desaparecer a corto plazo.