Por desgracia, el mundo lleva muchos días, demasiados, enfrascado en un absurdo conflicto bélico, de tal manera que, al asomarnos a cualquier balcón para percibir la realidad, siempre encontramos lo mismo: guerra. La prensa, la televisión, la radio y cualquier medio de comunicación, en su misión de ser reveladores de lo que acontece en la sociedad, nos traen ante nosotros noticias e imágenes de gente sufriendo. Maldita condición humana que es capaz de generar maldad. Y ante tanta calamidad surge enseguida la pregunta: ¿por qué? Responderla no me resulta difícil si recurro a la simplicidad de tal cuestión y concluyo que el hombre es así de nefasto. Pero no me puedo quedar conforme con la aceptación de tal respuesta que implica cierta resignación ante la maldad del ser humano. Quiero profundizar más para poder desentrañar el porqué de tal realidad que convierte una Naturaleza que nos ofrece todo lo necesario para vivir, que es un lugar para soñar, en un lugar de lamento, destrucción y sufrimiento. Inmediatamente siento la necesidad de gritar al hombre su “imbecilidad”. Cómo puede el hombre ser tan absurdo. Lo es porque acumula soberbia, egoísmo, avaricia, envidia. El hombre soberbio es vanidoso, arrogante, engreído, autosuficiente. No acepta las críticas de los demás. Su egoísmo tiñe la convivencia con la maldad y convierte el mundo que le rodea en un lugar “irrespirable”. La avaricia le hace desearlo todo y la envidia renace en él al menor atisbo de percepción de los bienes o logros de los demás.
Todas estas cualidades de maldad llevan al hombre a la destrucción y son síntomas de dos cuestiones claves en el equilibro de su personalidad: la frustración y la ausencia de trascendencia.
Examinando los graves acontecimientos que estamos viviendo y observando las características de muchos de los implicados y causantes de esta horrible situación me corroboro más en mi percepción de que estamos dirigidos por seres frustrados debido a sus complejos de inferioridad y con una falta de vida interior trascendente. Cuando utilizo el término “transcendente” no me refiero exclusivamente a un proyecto de vida que trascienda lo puramente material y se aloje en el mundo de la espiritualidad. Me refiero también a modelos de vida interior reflexiva, que no se detienen en lo inmediato y busca respuestas a los grandes interrogantes del ser humano. Si el hombre contemporáneo, con el conocimiento que posee, tuviera una mayor capacidad de aprendizaje de los hechos pasados, sobre todo de los malos; si su sentido de trascendencia no se viera perturbado por el afán de perdurar en el tiempo debido a su soberbia, estaría construyendo un mundo de bienestar para sus semejantes. Sin embargo, analizando a estos “protagonistas” de la historia que nos gobierna, observo que están refugiados en la soberbia, la vanidad, la avaricia, la envidia, el egoísmo, porque son unos frustrados y nada saben hacer si no es con la violencia, la opresión y el totalitarismo. Son “Narcisos” en estado puro. Amedrentan a sus semejantes con la fuerza porque no son capaces de convencer con la palabra. Sus ideas son trasnochadas y vacías porque ninguna resiste a la menor reflexión razonada. Se aferran a ideologías que ponen al Estado por encima del individuo y necesitan la fuerza del miedo, las armas o la violencia para sostener estas propuestas. Manejan masas despersonalizadas que a la mínima salen a la calle reclamando lo que su propio “domador” les niega. Son sociedades donde el pensamiento no se desarrolla para no propiciar sujetos críticos. Dicen defender ideas que niegan en otros momentos y hacen de su relato la religión de sus súbditos. Engañan todo lo que pueden y venden la “posverdad” como un medio de comunicación de sus logros. No son capaces de aceptar responsabilidades personales y buscan un enemigo antes de que nadie se postule como su opositor. Siempre echan la culpa de sus deficiencias e incompetencias a los demás. Sus mecanismos de defensa les hacen arrogantes ante los demás, prepotentes, soberbios. Su vacuidad y sus complejos de inferioridad los sustituye con abundantes recursos públicos. Maquillan su apariencia y luchan por aparecer siempre en “perfecto estado de revista”, por eso, no dudan en gastar dinero público en su aseo personal y series televisivas.
Los tenemos lejos y muy cerca. No les pongo nombre porque todos sabemos de quién hablo. Si fueran de otra manera, hombres y mujeres libres, desprendidos de la soberbia, de la vanidad, del narcisismo, generosos en sus propuestas, humildes, templados y reflexivos, sus decisiones buscarían el verdadero “bien común” y realmente el mundo se convertiría en “un lugar para soñar”, en vez de ser “un lugar donde luchar”.