En estos tiempos tan convulsos, entre huelgas, broncas y dedos inquisidores de uno y otro lado, todos ellos humanos y por lo tanto reos de su miseria, de vez en cuando se abre una grieta de estruendosa armonía que nos frena en seco este deambular sin saber muy bien hacia dónde uno va.
Caminos hay tantos que precisamente por eso engrandecen y hacen más universal aún al único posible. Aquel que nos aporta una paz ligada intrínsecamente al espíritu. La paz de espíritu es un muro infranqueable.
Acudía el otro día a un tanatorio. Esas cosas a las que los niños de antes acompañaban también a los padres como parte de la vida, momento tras el cual volvían a la calle a darle patadas a un balón de manera natural, y que hoy les pretendemos esconder por miedo. ¿A qué?
Había fallecido un hombre bueno. Un empresario que fue capaz de hipotecar sus bienes cuando la crisis de 2008 con el objetivo último de salvar su empresa y mantener el mayor número de empleos posible. Detrás de cada nómina había una familia y unos hijos a los que seguir vistiendo. Un padre poniéndose en la piel de otros padres.
Acudí a dar un abrazo a la familia. Y me encontré a una viuda serena que radiaba luz. En paz. Como si la muerte no hubiera podido llevarse a su marido. Ella estaba ahí, tranquilamente emocionada, frente al féretro de su esposo, a quien cuidó hasta el último día, del que pudo despedirse, y convencida de que él ya estaba en manos de Dios.
Es la victoria de la Fe. De saberse reconfortado por el abrazo infinito de quien nos ama más de lo que podamos llegar a hacerlo el resto a nadie. Cuando piensas en lo que amas a tus hijos y crees que hay quien te ama más aún que eso, te vuelves pequeño, niño al fin y al cabo, que es el estado ideal del corazón, y descansas dándote cuenta de que, a la hora de la verdad, no estarás solo. Decía San Agustín que morir es pasar simplemente a la habitación de al lado.
Dicen que cuando un avión se va a estrellar hasta el más ateo reza, por si acaso. Unos no comprenden cómo Dios puede permitir eso y otros lo asumen con la esperanza y creencia de que esta vida, valle de lágrimas, es sólo la oportunidad que tenemos de ser lo mejor persona posible en el camino hacia Él. Porque la recompensa, debe de ser eso. La paz.
Me comentaba un hijo del fallecido, la suerte que habían tenido de poder cuidar de su padre durante los dos últimos años enfermo en casa. Una persona dependiente de los suyos que hasta el último suspiro encontró el amor de su mujer y sus hijos, en esas circunstancias en las que uno regresa al punto de partida y nos volvemos todos niños suplicantes de atención, amor, humanidad y cariño. Ese momento en el que la vida, que ya ha hecho las maletas, descoloca todas tus prioridades y te dice: ¿Lo ves?
Me explicaba aquel hijo que es el dolor lo que, de alguna manera, nos permite aislarnos del ruido exterior, volver a nosotros mismos y poner de nuevo las cosas en su sitio. Ese ruido de los haters profesionales en redes sociales, como dice la directora de este periódico; el de las acusaciones, los odios y la mentira. Todo el submundo que nos hemos creado y que nos roba seguir dándonos cuenta de que nada de aquello merece la pena y de que es sólo el camino para perder nuestra vida en lo inútil, como si no fuéramos a morirnos nunca.
En aquel tanatorio la Fe había dejado a la muerte fuera, en la calle, rabiando sola con toda la luz de aquel día envolviéndolo todo, porque esa familia creía firmemente en la esperanza de la Resurrección. Del encuentro con Dios. Ése al que acudes generalmente cuando un zarpazo de la vida te desnuda y te ves frente al espejo tan vulnerable, sin que las modas, los likes, los coches o los selfies sirvan para nada.
Sólo cuando vienen muy mal dadas nos acordamos de nuestra vulnerabilidad y sólo entonces buscamos instintivamente algo fuera de lo terrenal cuya fuerza obre el milagro. Cuando el milagro estaba cada día en cada plato, cada sonrisa, cada trabajo bien hecho y en cada café con tus amigas. El milagro ocurría cada día, pero pasaba inadvertido con las prisas y el sometimiento a la dictadura de las cosas.
Ahora que se acerca la Semana Santa, me recordaba este amigo mío, que Jesucristo había sido el único profeta que había resucitado. Y que eso lo cambia todo en la Historia del hombre. Es la victoria de la vida frente a la muerte. La victoria última que da sentido a todo independientemente de las circunstancias.
Esa Fe permite a esa familia aceptar el duelo desde el amor y protegerse frente a la desolación, como un búnker protege a los inocentes del acecho de todas las bombas posibles, en ese pequeño milagro en el que se ha convertido creer. Ese saber que cuando ya no te queda nada, todavía te queda Él.