Hoy se habrán despertado la mayoría de los padres con hijos pequeños antes de lo debido. Habrán madrugado los chiquitos y habrán ido a la cama donde nunca se tiene miedo a darles un dibujo de regalo, que es el Día del Padre. Un dibujo anárquico y libre con cabezas desproporcionadas lleno de trazos de Plastidecor donde reside la verdad.
Ese dibujo se convierte por un momento en la razón de existir, en el balón de oxígeno ante la subida del euríbor o el temor a no poder pagar la cuota de autónomos el mes siguiente.
Los que tienen hijos mayores habrán recibido el guantazo de hormona, tabaco y alcohol al entrar en su habitación después de haberlos intentado despertar diez veces porque anoche llegaron de madrugada. O habrán recibido la llamada del que está en Wisconsin o de ese otro al que hoy le tocaba levantar persiana para servir primero los cafelitos con periódico y horas más tarde el vermú a quienes aún mantienen el ritual dominical.
Ahora hay a quienes tampoco les gusta este día y lo quieren diluir en igualitarismos que ya sabemos a dónde llevan. A meter todo en la misma coctelera para que nada pueda ser nada.
Es el día en el que ellos son especiales a pesar de haber desenvuelto esa corbata que no usarán nunca o la colonia que ya tenían repetida en una balda del cuarto de baño junto a su maquinilla de afeitar.
Los restaurantes hoy estarán llenos y los parques más concurridos que de costumbre. Es el día en el que se dejan las diferencias de la noche anterior a un lado y se borra con un beso el abismo que separa la trinchera de los individualismos.
Sólo cuando falta un padre se convierte la ropa que quedó colgada en su armario, sus discos de vinilo y sus gafas en la cárcel de la melancolía. Es cuando ya no están cuando nos atiza sin piedad ver pasar a otro padre por la calle con la misma gabardina o dejando un rastro de olor de la misma colonia. Se produce un silencio privado y profundo y dejan de oírse los ruidos de la gente y de los coches al pasar. Y es ahí cuando te das cuenta de todo.
Cualquiera con la edad que tendrían ahora los padres que ya no están, son los padres de otros. Pero son los mismos padres. Los que han enseñado a sus hijos a andar en bicicleta y a nadar en aquellos días de verano, Patapalo de limón y libros de Agatha Christie o de Los Cinco.
En esos veranos en los que limpiabas los radios de tu Torrot heredada de tu hermano mayor y llegabas hasta el río para lanzar guijarros a ver quién los hacía llegar más lejos con unas zapatillas Victoria con los cordones tan prietos que ya sólo podías descalzarlas a presión con la puntera del pie contrario.
Salían de la fábrica o de la oficina y te esperaban, junto a otros padres, a la salida del colegio. A eso de las seis de la tarde. Unos iban andando. Otros habían conseguido, con tanto esfuerzo, comprarse un Talbot Solara o un Chrysler azul con esas guanteras donde se apilaban las cintas de música de Manolo Escobar, Frank Sinatra o The Beatles.
Como si no los hubieras visto en años, oteabas impaciente entre las cabezas de los demás niños hasta encontrarlo con los ojos. ¡Papá! Palabra mágica bálsamo de preocupaciones y noches sin dormir y con la que todo volvía al punto de partida, que éramos siempre nosotros.
Hurgaban en ese bolsillo diminuto de sus pantalones donde sólo cabía la llave del coche o una moneda de cien pesetas, y sacaban una de un duro con la corríamos al quiosco a por unos cromos o un pirulí de barquillo y caramelo que te duraba incrustado en alguna muela hasta la hora de cenar.
Cuando falta un padre ya uno es menos hijo para siempre y se convierte un poco más en algo incompleto, como si ya sólo pudieras ser simplemente una persona de tantas.
La vida tira, tozuda, del día a día, pero se hace uno más pequeño ya para siempre porque no se puede sustituir a un padre. Te quedas sin barquillo, sin ¡Papá! y sin todo lo demás. Los más optimistas aseguran que no pasa nada porque te queda el recuerdo, que cada cual aplica la fe terrenal o divina como más le conviene.
Había cierta sensación de protección que creíamos eterna. Los padres no se mueren nunca, creíamos. Pero lo hacen. Y es cuando uno recoge lo aprendido, que es lo único que a la postre de verdad vale, y trata de salir adelante. Como ellos.
Hoy es su día, aunque mañana vuelvan a dejar la toalla del baño mal colocada o en el suelo, o aunque digan que llegan tarde a comer a casa por motivos de trabajo tras los que se esconde una última caña con su amigo del alma, ése que tampoco quiere envejecer.
Por todos los padres que fueron, los que son y los que serán. Porque con ellos llegamos a ser únicos antes de volvernos uno más entre la multitud.