Uno de los golpes maestros de Pedro Sánchez como estratega sin escrúpulos ha sido conseguir disfrazar a la izquierda de otra cosa. No solo a un PSOE irreconocible en los últimos tiempos, sino también a todo lo que ha surgido, crecido y estallado a su izquierda. En los años dorados del sanchismo, cuando el Frankenstein a pesar de todo caminaba, llegó a existir un bloque más o menos sólido de izquierdas que sostenía esa premisa perversa de hacer cualquier cosa para evitar que volviese a gobernar la derecha corrupta, incluso incluyendo a partidos conservadores en sus filas. Un conglomerado que nunca fue uniforme, pero que es lo más parecido a un bando común que han conseguido en España los partidos de izquierda en los últimos dos siglos.
La izquierda disfrazada por el sanchismo es populista, feminista excluyente, inconsistente, conspiranoica, bolivariana, pragmática, autoritaria, oportunista, vertical, insolidaria, nacionalista y hasta independentista. Y, una vez dinamitado el argumento común de la ejemplaridad frente al espejo de los escándalos, comienzan a rasgarse las costuras del traje. A algunos les empiezan a molestar las gomas de la careta.
Pedro Sánchez había logrado contener con habilidad, hasta ahora, el vicio fratricida que forma parte de la esencia propia de la izquierda española. Un vicio que, al mismo tiempo, constituía la virtud más alabada por sus adversarios. Una izquierda poblada de siglas y, dentro de cada partido, sensibilidades y familias acostumbradas al debate, sin miedo a la discrepancia y que lavaban sus vergüenzas siempre en público. Había una infinidad de Españas en la izquierda, mientras que, a la derecha, siempre existió solo una.
El PSOE actual lleva ya unos pocos años dedicado a castigar la disidencia respecto al argumentario que marque Ferraz cada mañana, el cual no tiene necesariamente por qué coincidir con el que enviaron ayer. Una evolución del “el que se mueva no sale en la foto” del Alfonso Guerra de los ochenta. El plan de Sánchez funcionó razonablemente bien mientras Podemos fue un enemigo íntimo capaz de controlar su espacio, a pesar de que nunca pudieron hacer encajar del todo sus piezas. El naufragio comenzó con Sumar, antítesis de la rebeldía innata de la izquierda, que es más de dividir y marcar territorio. El resto es la misma lucha cainita de siempre.
Sin embargo, hay esperanza de que la izquierda vuelva a ser la izquierda. Y, aunque parezca contradictorio, la refundación se siembra en los enfrentamientos crueles entre unos y otros. El bando se ha roto otro 8-M, se resquebraja en las cesiones insolidarias a Cataluña, se quiebra en el pacto racista de inmigración con Junts y agoniza en Ábalos, Errejón y Monedero. Se agrieta profundamente en el aumento del gasto en defensa.
Esa sí que es la izquierda. Piel fina, pancarta, alboroto y navaja. La del idealismo quijotesco que no pierde porque se derrota a sí misma. Ya casi nadie aguanta en el armario de Sánchez. El regreso de la izquierda se acerca.